Algo viejo, algo nuevo, algo que ya fue: la película sobre el “levantador de juego”
Me escribe mi amigo Raúl Cuello: “Che, esto tiene que ver con vos”. Me recomendaba que fuera a ver al Malba (los sábados a las 20 horas) Algo viejo, algo nuevo, algo prestado (2024). La relación que esa película mantiene conmigo, por lo menos en principio, es que yo también crecí en una familia que “levantaba” quiniela clandestina. Y aunque el director Hernán Rosselli afirme que en realidad los Felpeto no tienen nada que ver con el mundo de las apuestas, la ficción, como suele ocurrir, nos permite imaginar filiaciones y engaños.
Es cierto, mi viejo lo hizo en otro contexto, desde mediados de la década del sesenta hasta principios de los ochenta, cuando las reglas del juego, en todos los sentidos, cambiaron —de hecho, siempre creí que la llegada de la democracia había, digamos, arruinado las condiciones para este tipo de “trabajo”, y por eso me resultó un poco inverosímil la historia de esta familia, los Felpeto, que bien entrado el siglo XXI seguía ganándose la vida de esta forma ilegal. A esa altura ya toda la provincia estaba inundada de locales oficiales de juego. Pero ¡qué importa!
Hugo, el padre, un “capitalista” de Lomas de Zamora —tierras del “Cabezón”, nos aclara Maribel Felpeto, hija de Hugo y actriz protagonista (nosotros vivíamos en Vicente López, tierra del “Chino” García)—, está ausente. Y alrededor de esa ausencia se van desgranando las historias de varios duelos familiares.
Primero, obviamente, el duelo por la muerte del padre, luego la entrada en la adultez de la protagonista y el cambio de las reglas y el compromiso que las mujeres tienen que asumir para conducir el “negocio”, un negocio que suele estar administrado por hombres. Como toda muerte, en esta también se van descubriendo historias no contadas y pactos de silencio.
Para el quinielero clandestino hay un elemento que es esencial, y en la película lo dicen: la confianza. Por lo general el quinielero es o era alguien querido en el barrio. Fía. Y paga cuando el otro gana. Es el código básico. Tiene que ser “entrador”, generar confianza, ser simpático.
Si bien en la película se dice que en la atmósfera quinielera siempre se habla en código, hay una palabra muy importante en el mundo del juego clandestino que falta, la de “pasador”. El pasador pasa las jugadas, el capitalista es el que las reúne: en el juego, como en el casino, siempre gana la banca. Me acuerdo perfecto que en mi infancia, cuando yo me iba a dormir, en la mesa de la cocina se reunían todos los días tres o cuatro pasadores, y mi viejo y mi vieja, y escuchaban la radio para marcar con diferentes colores los números ordenados en filas interminables que iban saliendo —en la película ya este trabajo lo realizan con una computadora, pero son todos hombres los que fuman sin parar en cuartos oscuros. Hay números que si salen son muy duros. En la película nombran un par, como por ejemplo el 33 en Pascua (la edad de Cristo).
En la casa de un quinielero, entra y sale gente todo el tiempo.
Cuando vi cómo enrollaban la plata y la aseguraban con una gomita casi me pongo a llorar, es un vicio del que esconde dinero en lugares insólitos.
Para el quinielero clandestino hay un elemento que es esencial, y en la película lo dicen: la confianza.
Para cargar de suspenso la película, se cruzan varias historias. Primero está la muerte de Hugo, que no queda clara. A la hija le hablan de un suicidio, mientras ella va descubriendo otra cosa, incluso un ajuste de cuentas —jamás en mi casa hubo un arma ni nunca un capitalista mandó a matar a alguien o siquiera dispararle un tiro por “invasión de zona”, pero posiblemente en la década del 90 esto haya cambiado. Después está la posibilidad de una familia paralela, con un hijo, y por lo tanto, un medio-hermano de Maribel, cuya investigación se va confundiendo con alguna atracción amorosa y por ende un casi incesto. A un vecino lo aprietan porque protege a alguien que está levantando juego en su zona, lo que no debería suceder. Pero acá la mafia argenta se va aprovechando de la viudez de Alejandra, la madre, y van copándole el territorio.
Podría considerar Algo nuevo, algo viejo, algo prestado como una película en la que se tramita la transformación de una familia que se ve obligada a cambiar por motivos internos y motivos externos, por el cambio de las condiciones en el gobierno de la provincia y por la muerte del padre. Era raro que un hijo de quinielero siguiera los pasos del padre. El padre no quiere eso: por un motivo u otro se terminaba en “cana” y el teléfono “pinchado”.
El recurso de utilizar cintas auténticas de vhs que retratan el casamiento de los padres, la infancia de ella y la vida de una familia que llegó a hacer mucho dinero, pero que pareciera no haber sido capaz de gastarlo (salvo comprando propiedades y ahorrando el resto, escondiéndolo por toda la casa, desde el doble fondo del placard hasta los zócalos de los pisos), y que si bien fue la primera familia que tuvo filmadora, sin embargo nunca renunció a su condición de clase media que se iba de vacaciones a Miramar.
Mi viejo, que no terminó la escuela primaria, llegó a tener un millón de dólares. Nunca se subió a un avión, y el mayor lujo que se dio fue pasar del Resero blanco sanjuanino al Navarro Correas.
En fin, una película bien argentina que retrata el ascenso de una familia y su exilio inducido hacia la nada, escapando con los dólares que se habían juntado a lo largo de toda una vida.