Abelardo Castillo: “El adiós a una generación”

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Abelardo Castillo: “El adiós a una generación”

30 Diciembre 2017

Por Fermín Vilela

Una persona sostiene su libro. Es probable que sea un clásico. Título, extensión, fama del autor o autora. No importa. Le hace falta leer un solo párrafo para entender que está ante una literatura perseverante, aquella que genera escenarios y máquinas orgánicas. Aquella que anula las fronteras entre lo real y lo imaginario. Aquella que sobrevive.

“En general cuesta tanto trabajo escribir una gran novela como una novela idiota. El esfuerzo, la pasión, el dolor, no garantizan nada. Es desagradable, pero es así. No abandones la cama sin meditar en eso”.

Quería traer esta frase como siempre es necesario traer cosas suyas a la mesa. Esta cita es de Ser escritor, ensayo que Abelardo Castillo publica en 1997. Una suerte de manual para los que intentan asomarse a la máquina de escribir. Girando en torno a este ensayo quisiera contar una anécdota lectora, inicial, pava y algo distraída. Cuando terminé la secundaria empecé a trabajar en una librería. En ese lugar aprendí ciertas cosas que hasta el día de hoy las sostengo como cruciales. En un principio, aprendí a tener paciencia. Acceder a todos esos libros y poder agradecerle a cada autor por lo suyo fue un primer impacto. Había –hay– que entender que la producción literaria es vasta. No infinita, pero enorme. Y eso marea. Ni bien entré me pusieron como vendedor. Entre los libros y hacia la gente. Pasó el tiempo. Después me mandaron a la caja. Trabajo denso. Números, griterío por detrás de las orejas, presiones. Era un contacto mucho más frío y analítico con aquél entorno que me rodeaba todos los días. Me jugué el puesto varias veces, no sólo porque pensaba en cualquier cosa mientras manejaba plata sino porque, esencialmente, leía. Fueron dos años en los que me concentré en el objeto libro –soy un patético fetichista– y además –valga la redundancia, hay libreros que sólo consultan contratapas– en sus contenidos. Una tarde llegaron varios lotes de editorial Seix Barral y, entre ellos, un pedido especial: cinco ejemplares de Ser escritor. Los había encargado después de haber conversado con cierta clienta que mencionó, al pasar, un consejo inscripto en ese mismo libro. Esa tarde me lo llevé. No sólo porque era carísimo y porque a esa librería le fregaría (¡!) un cazzo, sino porque en ese ensayo me apropiaría de un manual para empezar a escribir y, aún más importante, para aprender a leer. En uno de mis almuerzos empecé con el ensayo. Página a página confirmé algo: yo estaba ante un auténtico monstruo literario. Abelardo Castillo se presentaba como un maestro a la distancia, un arquitecto que trabajaba incesantemente en ese edificio el cual le pertenecía y al cual él pertenecía. La literatura. O aún mejor, la vida. Sí, ahí está mejor. Vida atravesada por literatura. Porque esa fue una de las cosas que Abelardo nos dijo –años después– en su taller y que todavía no me logro sacar de la cabeza: vivan, fórmense antes de sentarse a escribir.

Existe una conclusión. Se la puede discutir, desde ya, pero al mismo tiempo contiene algo de irrefutable: la forma literaria cuento como una forma superior. Ya lo decían Carver y Borges. Por mi parte no sé si creerles, porque diría que ellos no lo establecían como necesariamente superior. En todo caso, es el que podían elegir como lectores y escritores. La acción de contar nos acompaña hace miles de años –corríjanme si me equivoco– y, por lo tanto, cimenta nuestras raíces culturales tal como las vivimos. Castillo lo tenía bien pero bien claro. “El hombre es, felizmente, el único animal inconcluso; solo lo concluye la muerte.”. Narración como construcción necesaria, como supervivencia. La frase citada pertenece a una entrevista que le realizan a Castillo en el 2014. Creo que aporta mucho leer sus entrevistas. No sólo por la curiosidad de confirmar su misteriosa lucidez, sino para entender quién era –es– el escritor[1]. Porque la literatura de Castillo no sólo se trata del lenguaje y su artificio, sino de las realidades, de los mundos contenidos en dicho artificio. Sueños como realidad. Literatura como realidad. Dramaturgia pariendo criaturas vivas. Cuentística, vuelta al círculo y cierre final: sistemas cerrados, como diría Cortázar. Una maquinaria prosaica criada entre los mosquitos de San Pedro y a través del eco de Edgar Poe, Arlt y Maussapant. Poesía hecha prosa. Poesía como manera de vivir, no como mera función de lanzar al mundo criaturas poéticas.[2]

Hoy a la mañana hablé por teléfono con Gabriel, un amigo con el que nos cruzamos en la Casa Tremenda. Jamás voy a olvidarme de esas noches ni de ese lugar. A veces cierro los ojos para volver y se me cae encima el silencio. Usted, maestro, observando desde la punta de la mesa. Nosotros alrededor, firmes y al mismo tiempo sueltos, como boxeadores prematuros. Cada uno leyendo su texto en voz alta. Toda devolución debía ser sincera y no dejar lugar a la defensa ingenua. Primero empezaban los otros, los compañeros. Y ahí había que aprender a escucharlos. Maestro. Yo me acuerdo. Pasaron algunos meses y me citó una hora antes del taller. Me dejó bien en claro que si algún día deseaba volver, lo llame por teléfono. Pero que necesitaba irme por un tiempo porque mis cuentos no eran buenos. Porque todavía faltaba sentarme a leer antes de sentarme a producir. Y como si se tratase de un susurro, me dijo que en mis páginas sí había literatura pero que todavía hacía falta –como dijo el segundo maestro– orgullosa soledad. Lea a Hemingway, a Cheever, a Dostoievski. Dos, tres, cuatro veces. Lea. Esa noche me fui seco como una rama. Quedé clavado en un banco de la plaza Primero de Mayo, cagándome de frío y pensando si valía la pena todo esto. Después cerré los ojos.

 Si resta algo, es el silencio. También un homenaje minúsculo. Quisiera darle las gracias, viejecillo. Por los libros que nos dejó en el camino. Por habernos aconsejado escuchar antes de opinar, leer antes de producir, vivir antes de cualquier otra cosa.

 

[1] “Ciudado con Borges, Kafka, Proust, Joyce, Arlt, Bernhard. Cuidado con esas prosas deslumbrantes o esos universos demasiados intensos. Se pegan a tus palabras como lapas. Esa gente no escribía así: era así.” (Castillo, Ser escritor)

[2] Esta impecable conclusión sobre la obra de A.C fue escrita por Leopoldo Marechal en uno de los comentarios que aportan a la edición de los cuentos completos de editorial Alfaguara.