El kirchnerismo en transición

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El kirchnerismo en transición

28 Diciembre 2012

Transcurrido ya un año de la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner y habiendo ingresado en el tercer mandato del FPV, es oportuno volcar una serie de reflexiones, las cuales no pretenden agotarse en un exhaustivo inventario de las medidas implementadas, los retos enfrentados, las deudas saldadas y también las contraídas. Por el contrario, esta breve contribución buscará ingresar en una caracterización de grandes trazos sobre la fisonomía del kirchnerismo, las tradiciones que habita, los lenguajes que ensaya, las identidades que convoca y la trama histórica que signa su coyuntura.

Caracterizar al kirchnerismo, implica llevar al lenguaje “algo” que adquiere consistencia más allá de las intenciones proclamadas de quienes lo asumen en forma entusiasta, como también de aquellos que guardan cierta distancia o reparo y aún más de los que abiertamente lo anatemizan. Se desata, entonces, una manía predicativa, cuyo principal rótulo es el de “populista”, un verdadero vocablo de la industria cultural, como supo decir Nicolás Casullo.

Es preciso ser tajantes sobre este punto, el kirchnerismo poco o nada tiene que ver con los populismos de principios y mediados del siglo pasado, que surcaron la geografía política de nuestro país. Ese ciclo se cerró tras la asunción de Juan Domingo Perón de su tercera presidencia.

Esta última mostró el esfuerzo por clausurar la democratización beligerante que marcó la incorporación a la ciudadanía política y social de los trabajadores, su marca de inestable institucionalización. Si el peronismo “clásico”, sancionó un vínculo entre Estado y masas, que amalgamó una identidad, cuya cohesión signó el curso de la acción obrera, tras el célebre empate hegemónico y su “desempate”, se buscó una formulación  explícita que recondujera la tensión entre parte y todo, más allá del juego de inclusiones y exclusiones alternativas que ensayaba la comunidad organizada, a un suelo que diluyera las figuras del antagonismo. Indicios de esta fórmula pueden rastrearse en el célebre “Modelo Argentino para el Proyecto Nacional”.

Pero es en el derrotero de la transición democrática, y no en las agitaciones setentistas, donde el kirchnerismo afinca su heredad. Es la transición la que se abocó a la búsqueda de términos, conceptos, categorías, que dieran cuenta de una tensión productiva de la vida democrática, como el célebre pluralismo conflictivo de Portantiero, formas procedimentales capaces de encauzar el pathos democratizante. Pero la transición fue también la época incapaz de pensar el o los sujetos de la política, desaparecida la “clase trabajadora” como “actor permanente”, la problemática acerca de la constitución de la  voluntad colectiva abdicó su sitio de privilegio frente al interrogante sobre las prácticas de “legitimación”.

La fragilidad del proceso llevó a muchos a reformular el pacto como tópico central y casi excluyente, en formas cada más explícitas, en tanto consentimiento expreso y compromiso irrevocable de los actores involucrados en las tareas de democratización. Democracia, a grandes trazos, era el nombre de un proyecto societal, más que político, si entendemos que la sociedad se piensa a sí misma alimentada por  las imágenes de la regularidad y la estabilidad.

El kirchnerismo es deudor de la faena transicional, porque ha tomado de ella la prédica de reparación y los problemas que le son propios. Sus bríos fundacionales, como huella de origen, quedaban asentados en lo que en su oportunidad dimos en llamar “intervención cesarista”. El kirchnerismo decidió sobre un juego de suma de cero que heredó de las jornadas de diciembre de 2001 y el protagonismo social que emergió de aquellas, de ahí su incesante retroacción diferida hacia aquél momento, menos cronológico que inducido por su propia eficacia retroactiva. He allí también su reconocimiento plural de un suelo identitario que lo antecedía y que alimentaba su “agenda”.

Pero la empresa de reparación lejos de alcanzar ribetes antagonistas y/o beligerantes, se ha constituido más y más, como un ejercicio de inclusión agonista. La democratización como ampliación de las esferas de prerrogativas subjetivas, se ha perfeccionado en una articulación compleja y delicada, entre una voluntad estatal y activismos provenientes de la diaspórica “rebelión del coro”.

Valgan como ejemplo tanto el debate previo que signó la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, como la que determinó el nuevo régimen del llamado matrimonio “igualitario”. No nos enfrentamos a una partición comunitaria casi infranqueable, a una división dicotómica que supone la atribución excluyente para una de las porciones en pugna de la condición de demos “legítimo” o de populus como nervio motor de lo político, por el contrario, se instituye una litigiosidad que reconoce y habita la estatalidad, interrogando “lo común de la comunidad”, como forma de estar-juntos, no para delimitar a quién o a quiénes les corresponde el “todo”, sino para desdibujarlo, hacerlo poroso, inclusivo.

Pero la del kirchnerismo no es una trayectoria que dibuje una senda recta y ascendente, su prédica programática convive y lidia cotidianamente con la menos altisonante dimensión pragmática, la otrora “gobernabilidad”.

A su vez, el kirchnerismo se enfrenta a la tarea de pensar aquél sujeto político de la transición democrática. Un sujeto de rostro diverso y voz polifónica, que reúne jirones de activismos que han de “devenir Estado”. La incipiente estatalidad debe lidiar, conjugar y tejer una unicidad que no es la de una identidad política, sino la de un nuevo vínculo entre Estado y lo que genéricamente llamamos masa. Si ha de pensarse más allá del ciclo de gobierno que fija la sucesión constitucional, ha de buscarse una forma de no confundir el activismo convocado en jornadas de celebración y los escenarios de estadios, sino en la trabajosa y sinuosa trama del día y a día. La mentada “hegemonía” no es una voluntad unidireccional y autosuficiente, no es una empresa especulativa, es un efecto más buscado que encontrado, alejado de las meras intenciones más o menos manifiestas. El problema del sujeto no es su determinación numérica (el afamado 54%), sino la constitución de un vínculo, un anudamiento, un suelo compartido a partir del cual una voz cualquiera se articule como demanda, reivindicación, imprecación.

En este orden de ideas, emerge nuevamente la búsqueda de compromisos duraderos, “estatales” que rompan el cerco del ciclo de gobierno. La relación del kirchnerismo con el movimiento obrero organizado lleva la impronta de una columna vertebral cuya relación con la trama política ha sido equívoca. El sindicalismo argentino en general, y el peronista en particular, devino el sitio de controversias, desde su celebración exultante hasta el rechazo más acérrimo e irreductible. La dialéctica entre integración y resistencia que acuñó Daniel James dice mucho a la hora de pensar la acción colectiva y concertada de los trabajadores, menos como situada en un polo u otro en tanto plenamente constituidos y enfrentados vis à vis, ni como extremos lógicos imposibles, sino como una zona árida, gris, que lidia con la representación política, a medio camino entre movimiento social y sujeto político.

¿Qué hacer con el movimiento obrero organizado?, quizás sea una de las claves epocales que se abren, porque de la transición a esta parte al sindicalismo sólo se le reservó la condición de resistente o, en el peor de los casos, socio en mayor o menor proporción de la rentabilidad de los asalariados.

Jefatura política, activismo movimientista y frentismo político, son caracteres con los que el peronismo nutre al kirchnerismo, en tanto, (re)comienzo del primero. El kirchnerismo rehabilita la pregunta por el peronismo después del populismo, la respuesta inconclusa de la renovación no consumada. La posibilidad de ensayar una respuesta, no unívoca ni excluyente, constituirá parte de un legado en construcción.

El autor es miembro del CEPES