Salir de la cueva

Salir de la cueva

30 Marzo 2016

Nunca más fue la consigna de la transición democrática: el modo en que la Argentina salía del horror prometiendo no regresar. De muchos modos se construyó, desde el Estado y contra el Estado. Con juicios y contra leyes de impunidad, con cuadros descolgados y escraches porque la justicia estaba pendiente. Con actas del horror y con ampliación de lo juzgable. Nunca más dijimos, aun los que discutíamos el prólogo del libro que llevaba ese nombre. El actual presidente dijo Nunca más y supimos que no refería al terrorismo de Estado. O no solamente. Al desplazar, aunque fuera un tranco de pollo, cambiaba el sentido. Ese latiguillo se arrojaba sobre el pasado inmediato: el gobierno democrático anterior. Las políticas públicas del macrismo se sustentan sobre un relato -¡el ministerio del discurso tiene sus motores a pleno!- que dice que estamos saliendo de una pesadilla totalitaria, destinada no sólo a privar de libertades a las personas sino a acumular pilas y pilas de dinero malhabido. Persecución y corrupción, alianza de los campos y la patria contratista, todo eso sacado de lo que nombraban, la dictadura cívico-militar del 76, para caracterizar la década anterior. Nunca más, estaba implícito, al kirchnerismo. Porque se discurseó menos mirando a la calle multitudinaria, combativa y festiva del 24, que dirigida a los televidentes que escuchaban esa frase entre una y otra pasada –en loop- de la filmación de unos hombres contando dólares. Nunca más convertida en separador publicitario o en moraleja o en zócalo de la imagen de una cueva financiera. La frase en su contexto, digo. De eso se trata. Y el contexto de emisión era la pantalla y el interlocutor no eran los organismos ni los militantes ni activistas ni ciudadanos, sino los espectadores. Como nunca, ser espectador es sinónimo de un tipo de cautiverio: del tiempo, de la palabra. Nunca más: slogan de una publicidad dirigida al escandalizado, al que se azora frente a esos dedos que trajinan dólares. Fogwill, en El porteño de los ochenta, cuestionó el show del horror. Pensaba que la denuncia y explicitación de lo ocurrido en los campos, la obscenidad de las imágenes, venían menos a mostrar que a velar la profunda reestructuración de la sociedad argentina al servicio de la cual se había desplegado el terror. Una imagen de denuncia obliga a interrogar sus pliegues: ¿qué dice, qué obvia, qué elide, qué desplaza?

Dice y se aplana sobre afectos que circulan: dice del goce de contar dinero, de las montañas de billetes, de los sueños infantiles del Tío Rico, de la fantasía anarquista y arltiana de una imprenta capaz de falsificar plata. Dice, por un lado, que lo que se toca es tan de ensueño como el cuerpo prohibido, que es objeto de deseo desesperado -¿o no resuena en el fondo de la experiencia social el otro grito: ¡¡¡¡queremos dólares!!!?-, y que otros tienen y manosean y cuentan y acumulan. ¿Qué es lo más agraviante que puede pasar? Que no tengan derecho a hacerlo, ni a tocar ni a acumular, porque no es suyo. Si no, y ahí está la extraordinaria eficacia de la imagen: nuestro. De cada uno de los televidentes. Que vio cercenado su derecho al dólar de cada día mientras otros lo tenían, y en esas cantidades. O sea, lo que cuentan es producto de una sustracción. Aunque no se pueda probar ni haya ningún indicio de que provengan de negocios oscuros ni soterrados tráficos con el Estado. No importa. No está en juego la justicia y ni siquiera su apariencia judicial. Importa la imagen. Cuando la llamada revolución libertadora quiso escandalizar sobre el peronismo escribió el Libro negro de la segunda tiranía e hizo una exposición de los vestidos y joyas de Eva. Hoy la televisión cumple ese doble papel. Es libro y exposición. Testimonio del horror e imagen viva de lo que provoca el resentimiento. Sobre ese resentimiento funciona la credulidad en las actas del juicio. El vestido lujoso y el totalitarismo denunciado son rasgos de lo mismo. ¿O no está en juego eso en las imágenes de la casa de Milagro y el linchamiento de la Tupac? Cuando se decide no discutir el proyecto político en juego es porque se está jugando con la movilización de los sentimientos indecibles de la población.

El goce de otros es vivido como privación y, por lo tanto, es pasión del resentimiento. La fuerza política derrotada en las elecciones contesta esa atmósfera de escándalo con frases que parecen sacadas del santoral de las buenas intenciones y que, aunque verdaderas, no son eficaces: somos el amor contra el odio o la patria es el otro. En el fondo, son verdaderas porque nombran el deseo de una comunidad tramada sobre pasiones que no sean las del resentimiento y de lógicas que excedan la idea de acumulación y propiedad. No son eficaces, porque se dijeron a la vera de la expansión de una subjetividad del consumo, la apología del desarrollo y del sueño de un buen capitalismo. No son eficaces, porque se privaron de presentar una visión realista del modo en que coexisten política, capital, tramas opacas de la economía, flujos de dinero y de exacción, controles territoriales. Si nosotros somos el amor, presentado con la plenitud del bien –como dicta ese enunciado-, entonces cualquier imagen monetaria, vil, mercantil, mella y daña el proyecto político, que no puede decir su nombre verdadero –el que le da la existencia ambigua y ambivalente de la vida social-, sino su seudónimo melodramático. Maniqueo: es el puro bien para algunos, el mal total para otros. Así estamos. Discutiendo qué significa Nunca más –porque para algunos es respecto de todo mal, pero más que nada del más reciente- y a la vez tratando de preservar los enunciados político-democráticos –como la cifra de treinta mil- de la razón contable. O sea, tratando de sacar la política de la cueva financiera. En todo sentido.

RELAMPAGOS. Ensayos crónicos para un instante de peligro. Selección y producción de textos Negra Mala Testa y La bola sin Manija. Para la APU. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)