Cumbia Zero

  • Imagen

Cumbia Zero

12 Mayo 2016

A la memoria de Carolina Vicente, bailarina.

El título del disco era Por siempre Gilda y era una copia pirata de un compilado de mesa de saldos. La tapa estaba fotocopiada. El lugar era un barsucho en un manglar en Itaparica, del lado no turístico de la isla, mirando hacia una megápolis desigual y brutal que, ironías del colonialismo, se llama San Salvador de Bahia. Ahí cerca paraba un amigo. La crisis del 2001 lo había golpeado feo. Había cerrado su restorancito en Nueva Córdoba y tras varios trabajos mal pagos o directamente impagos se había instalado en una casilla de tablones. El lugar lo había adoptado, no sin tener que vencer algunos prejuicios. Las casas eran humildes, sin revocar, y el único más austero que los favelados era él, que había ocupado un espacio modesto entre la playa y el arroyo del manglar. Ahí todos, literalmente, la remaban. Es decir, agarraban los remos y se metían mar adentro a tirar las redes. Él también paraba la olla así.

El bar de sinhá Maria estaba sobre el arroyo y había que llegar en canoa. Lula da Silva acababa de asumir y el plan Bolsa Família empezaba a compartir una riqueza que de otro modo nunca se derramaría. Después de dos años de ostracismo éramos la primera visita. Noticias frescas de una Córdoba abandonada de apuro, en medio de una malaria atroz previa al estallido del 19 y 20 de diciembre. Habíamos ido al bar a escuchar un CD de una banda de unos amigos. Pagamos varias cervezas y la nostalgia picó. Ante la pregunta de si teníamos algún otro disco, apareció el de cumbia. El disco de la banda de amigos había viajado muchos kilómetros en la caja de Por siempre Gilda. “Y bueno, pongamos ése”. En ese lado de la isla sólo se oía pagode y seresta, así que cualquier variante era bienvenida. Y a sinhá Maria le gustó el disco, tanto que ofreció comprarlo con cervezas a cuenta. La transacción fue rápida, con el pico caliente nadie duda en desprenderse de una copia pirata.

La copia había sido un regalo de Carolina, artista y bailarina de danza contemporánea, hoy docente en la Universidad de La Rioja. En esos años la cumbia no era canchera ni patrimonio transversal a la sociedad de clases. Era grasa. Era un exponente vergonzante de lo que la oligarquía había debido tolerar de la mano de ese caudillo del interior para imponer a sangre y fuego un modelo económico lesivo para los sectores populares. Rá-fá-gá era una contraseña que unía a la Rosada, la pizza y el champán con el pobrerío que lo escuchaba en un Aiwa importado comprado a doscientos pesos convertibles pero que todavía provocaba una ligera irritación a las clases medias y altas. Y flotando en ese aire la figura de Gilda, elevándose como una efigie del ascenso social, de maestra de jardín de infantes a ídolo tropical cuando Maradona ya era un dios en decadencia esquivando tribunales y programas de chimento, Carlitos Tévez era una joven promesa y Rodrigo aún no había comenzado a conquistar los medios porteños. Luego murió en la ruta, una muerte tan típica de quienes trabajan de la música, lejos del glamour de una sobredosis rockera. La muerte en la ruta, la misma que le tocó al cuartetero y que casi les toca al Chango Spasiuk y al Chaqueño Palavecino y tantos otros. Parte de la labor del escenario en un país de vías precarias, policías indolentes y conductores imprudentes. Una muerte de los que no van en tren, ni en avión. De los que van del Once a Ramos Mejía, o de Dolores a Cruz del Eje, en una misma noche donde tienen tres o cuatro presentaciones. De una bailanta a otra y a otra, o de una fiesta patronal a un after. Riesgos laborales que se presentan como gajes del oficio.

Tras el accidente de Rodrigo Bueno, volviendo de un show en La Plata, Mariano Grondona dedicó una parte de su programa al fenómeno cordobés con amigos del cantante fallecido. Insistentemente se refería a “las bailantas”. Sus invitados, también insistentemente, señalaban al conductor que el término preciso era “bailes”. Fastidiado, Grondona estableció tajantemente que eran “lo mismo”. La falta de apego a los hechos, frecuente por otra parte en ese periodismo, era elocuente. Nadie que se precie de culto, como el conductor en cuestión, se atrevería a confundir una orquesta sinfónica con un cuarteto de cuerdas. Es más, incluso, intentaría, con menos herramientas, no confundir una zamba con una tonada. Pero puestos a hablar de las músicas que escuchaba el populacho, los matices se volvían innecesarios. Con todo, Sábados tropicales era parte nodal de esa industria cultural de cabotaje que atravesó los noventa y los 2000 sin mayores alteraciones hasta las discusiones por las Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Era, de algún modo, una contracara de Hora Clave en ese sistema de medios concentrados que configuraron la cultura argentina promedio durante el cambio de siglo.

En 2004, cuando explotó comercialmente la cumbia villera y se comenzaba a aplacar la industria del secuestro en el conurbano bonaerense, Alberto Fernández, a la sazón jefe de gabinete, se entreveró en una polémica estéril con la Tota Santillán sobre la incitación a la violencia en el género. “A mí me encanta la cumbia villera”, dijo el entonces presidente y zanjó la discusión. Su olfato político y cultural acaso haya registrado el despropósito de Hilde “Chiche” Duhalde apenas dos años antes cuando intentó censurar, desde su rol de primera dama provisional/diputada por Buenos Aires, un video de Vicentico donde se representaba el pavor de las clases medias antes los chicos que pedían en la calle. El tema fue el hit del verano de un año particularmente caliente que terminó de hervir en junio con la masacre de Avellaneda. Retrocediendo un lustro, el programa de Grondona muestra, sin embargo, cómo el conservadurismo local miraba con rechazo la música popular de su periodo.

El primer Cosquín Rock, el que se hizo en la plaza Próspero Molina, llevó estas tensiones al escenario. Christian Aldana, cantante de El otro yo, arrancó su show al grito de “¡La cumbia es una mierda!”. El Cóndor Sbarbati, segunda voz de la siguiente banda, Bersuit Vergarabat, replicó con un sentido “¡La cumbia es una masa!” que dejó los precedentes como, digamos, unos insensibles. (Luego Aldana rectificaría esa afrenta y se asumiría, para sorpresa de muchos, como un “militante” a partir de las discusiones por la Ley Nacional de la Música). Por aquellos años, el género tenía un valor revulsivo que los Decadentes a nivel nacional y los Rústicos a nivel local ya estaban reivindicando: la cumbia podía ser nuestro punk. Ya con Bersuit y las Manos de Filippi a la cabeza, la cumbia fue parte de la banda de sonido del que se vayan todos, la música antisistema por excelencia. Qué pasó en estos años en que la cumbia devino dub, devino alterlatina, devino cool, devino retro, devino pop, hasta llegar a la cumbia canchera es una pregunta con muchas respuestas posibles. Acaso la más certera sea la disección de la asimilación de la cumbia y sus tensiones que hace Capusotto en los sketches corrosivos de Alta Yanta, un grupo alienígena camuflado bajo la caricatura de los pibes de los grupos de cumbia villera que busca infiltrarse en la cultura terrícola (que en los videos es justamente la de clase media alta argentina).

Pablo Lescano fue el numen del género, un dotado de la consola de grabación al que rindió pleitesía el mundo del rock. El aparato cultural kirchnerista, atento al maridaje de las sensibilidades combativas y los giros populares de fines de los noventa, lo incorporó rápidamente a su panteón. Pasó por las fiestas de Bicentenario, por Encuentro en el Estudio y la cumbia fue integrada, con sobradas razones, en el imaginario de nación. Pero toda operación cultural tiene sus riesgos y Hora clave ya no resultaba un dispositivo cultural eficiente para la derecha moderna. Si Tiempo nuevo se apropiaba de “Fuga y misterio” de Piazzolla, y el valor subversivo del Nuevo Tango se volvía cortina musical de la defensa más acabada del statu quo, sus hijos ideológicos repetirían la jugada. Con la cumbia canchera nació una cumbia pretendidamente sin clase, al fin una cumbia del fin de la historia, una cumbia sin grasa, que pueden tocar alegres muchachones de división de rugby con chomba color salmón.

El problema de fondo es que la cultura no es puros “contenidos” libres de ataduras materiales e infinitamente reutilizables y recontextualizables, es disputa, es el espacio de hacer y decir donde el conflicto de clases se vuelve evidente. Un presidente bailando “No me arrepiento de este amor” en el balcón de la Casa Rosada es un modo de escenificar esa disputa, y su estrategia es un intento de licuarla. La parte que quiere una cumbia light, sin la grasa. Es, por volver al comienzo de esta digresión sobre música y política, la facción que no toleraría la cerveza barata al borde del manglar donde una beneficiaria del plan Bolsa Família sentía empatía por esa música extrajera pero familiar. Su contracara, la cumbia del balcón de la Rosada, es la cumbia de bajas calorías de quienes nunca tuvieron discos con tapa fotocopiada.

Agustin Berti (Profesor e investigador Universidad Nacional de Córdoba)

RELAMPAGOS. Ensayos crónicos para un instante de peligro. Selección y producción de textos Negra Mala Testa y La bola sin Manija. Para la APU. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)