MiLey, el nuevo telejuego

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    Javier Milei_Bunker_Juli Ortiz
    Foto: Juli Ortiz
LA DERECHA AVANZA

MiLey, el nuevo telejuego

18 Septiembre 2023

Este… ¿cómo llamarlo? ¿Cuento? ¿Relato? ¿Ensayo?, debe ser enmarcado en lo que vengo desarrollando desde hace algunos años, y que denomino soficción, una ficción que crea conceptos, un saber que inventa acontecimientos, y que no pretendne servir para entender la realidad, sino para evitarla. La filosofía es a la soficción lo que la ciencia a la ciencia ficción, que terminó marcándole horizontes de posibilidad que aquélla ni había imaginado.

Cuando lo vi despegarse de la pared, desprenderse como un calco húmedo del dibujo que ilustraba el papel que cubría la pared y acercárseme pasando el brazo por mi hombro, no entendí lo que estaba sintiendo. El peso de su mano sobre mi hombro era real.

Estornudé un par de veces, como si la sorpresa y el papel desprendido y la pelusa que se veía flotando en el aire me dieran alergia. Lo peor, igual, no fue que nosotros, los que tratábamos de comprender la realidad, hayamos sido vencidos por los que no les interesaba entender nada, sino que ni siquiera lo podíamos entender… o no queríamos entenderlo. Mejor ser derrotados que comprender las incapacidades que nos condujeron a nuestro fracaso.

Todo esto ya es pasado

¿No entienden que la fusión entre los humanos y la tecnología nos va a hacer súper inteligentes? ¿No entienden que ya es inevitable? ¿Y que la inteligencia artificial nos ha superado? ¿Quién habla? El cuerpo es mucho más que la suma de sus órganos. Cuando con su voz mediática me preguntó en un susurro si lo conocía, supe que la realidad se había dislocado. La inteligencia artificial había dado un paso más en la evolución de la vida en detrimento del ser humano.

Cualquier parecido que usted encuentre entre este relato y la realidad argentina de agosto de 2023 es falso. El Hombre que Grita me susurraba al oído si lo conocía, un susurro que no puedo decir que no tenía su encanto y su erotismo. Su voz era muy parecida a la de mucha gente que está cansada, que está indignada y que tiene miedo. A esa altura, además, ¿cómo no iba a conocerlo? Era el presidente de un país vencido, pero presidente al fin. Yo fui vencido por otros motivos. Como un alimento al que se le pasó la fecha, el país tenía el mismo aspecto que antes de su vencimiento, aunque ya se notaron los brotes de podredumbre carcomer su fachada. Bastaba con ver cómo intercambiaban ideas sus élites culturales, si es que se puede llamar “ideas” a lo que decían. ¿A quién se le ocurre argumentar? ¿O acaso estaba en una realidad virtual de tres dimensiones?

Lo conocía de memoria al personaje, lo había visto muchas veces gritar y gritar enojado, con su peluca pop de róquer y su campera de cuero negra, pidiendo la destitución de todos los chorros-vagos-lúmpenes que viven del Estado y que los mantenemos nosotros, “los hombres de bien”, que pagamos nuestros impuestos. ¡Basta de impuestos! ¡Basta de engaños! ¿A quién se le ocurre que podemos pagarles a científicos que están descubriendo si primero fue el huevo y después la gallina, o al revés, mientras la mitad del país se hunde lentamente en el agujero negro de la pobreza?

En la pared de la que Él se había despegado apareció la imagen del hongo famoso de la bomba atómica, que explotaba en silencio y cámara lenta. Temí que el polvo radioactivo cayera sobre mi cabeza como una lluvia anticipada de cenizas que se deshacía entre mis manos. La realidad está siendo dislocada y lo que imaginábamos como pesadilla se hizo normal y alucinatorio.

Nuestras mentes están interconectadas por invisibles hilos de electricidad y deseos, como son invisibles las ondas que soportan los mensajes de radio. ¿Harto de la realidad? ¡Viva la tele! Teletransportémonos. La realidad supera a la fantasía, no figurada sino realmente.

Por fin un representante real que sale de los riñones de las clases populares, que hoy están encarnadas en la tele y en la anteúltima app de los aparatos inteligentes, y no en instituciones vetustas y burocráticas sobrecargadas de conocimientos y pronósticos que lo único que buscan es preservar la máquina endemoniada de la autorreproducción analógica. Las clases populares no están más en la calle, territorio ganado por la droga y los motochorros, viven en las pantallas, se alimentan de ellas, hablan su neolengua de imágenes y shocks desinformativos.

Una clase de ricos que perpetúan su poder, como si el poder fuera una propiedad y les perteneciera a ellos, los administradores de la decadencia. Rico es el que no tiene que preguntarse si mañana podrá comer algo. El enemigo se convirtió en el que tiene chofer y guardaespaldas armados. Las clases se organizan ahora con criterios diferentes a los que estructuraron la sociedad durante los doscientos años modernos.

¡Dejen de engañarse con la democracia subdesarrollada!

Después del hongo de la muerte vino la imagen de un edificio derrumbándose, con otra ola de polvo expansiva que esta vez me golpeó los oídos con un shock atronador, pues en ese momento el silencio de la casa estalló en los cientos de kilos de material explosivo que es necesario para que un edificio implosione y se desplome sobre sí mismo, como ocurre en el segundo corto de Relatos salvajes, la película de Damián Szifrón que tan bien retrató el estado anímico propio de esa clase media pacífica e indiferente a cualquier cosa que no sea su propia realidad desmoronada. Punto. Respirá.

La fantasía nos ayuda a (o nos confunde para) interpretar la realidad. Pero la realidad esta infectada de ficción. La gente a mi alrededor gritaba eufórica. La tierra temblaba. Los que pensamos que a la realidad hay que comprenderla, fuimos vencidos por los que no quieren entender nada. Solo una realidad tiene sentido, mientras la otra es insignificante o directamente no existe, lo que viene a significar los mismo. Pero existe. Existe sin sentido. Además, tal vez no hace falta entender nada para sobrevivir. Somos una especie depredadora. Nos alarmamos porque quizás deseamos que los que nos causa horror termine imponiéndose, ya que no pudimos ni supimos construir la realidad que queríamos (nótese que no escribí “que deseábamos”, pues una cosa es querer y otra desear; repitamos una vez más la enigmática publicidad de Spinoza que dice, palabras más/palabras menos, que nadie sabe lo que desea un cuerpo; a las palabras hay que usarlas con propiedad, ¿o qué?). Tal vez lo que nos causa horror a nosotros para otros sea como un video juego. Es muy difícil construir una realidad, crear un imaginario, cuando tu gran arte es la crítica y la denuncia, no la arquitectura ni la albañilería.

Nuestra respuesta al dolor o al horror replica las respuestas que nos enseñaron a dar las imágenes de dolor o de horror que vimos en alguna película o en alguna app que nos enseña cómo comportarnos frente a determinados eventos. La selfie casual y espontánea es minuciosamente ensayada. Sabemos que cuando morimos no vamos al cielo, pero ahora creemos que estamos dentro de un telejuego y no solo nos cuesta subir de nivel, sino que estamos en los umbrales de descender algunos pisos. Es la experiencia de la revolución, brodel. En el fondo creemos o nos acostumbraron a creer que el Bien gana. ¿O no? Lo que no entendemos es dónde está el Bien, ¿acá o allá? Si la alienación es inevitable, tal vez sea hora de cambiar tanto nuestro principio de realidad como nuestros principios del placer. El prurito humanista o bienintencionado que nos obliga a darle prioridad al otro se choca de frente con una realidad en la que se impone el sálvese quien pueda. Los intensificadores de realidad no nos permiten que volvamos a sentir lo real como lo sentíamos en la vida predigital. ¿Había un real en la realidad predigital? No es que nos volvimos narcisistas y egoístas narcotizados, sino que no sabemos qué compartir, cuando en la realidad invertida el realismo salvaje nos hace gozar más que cualquier sociedad de los derechos existentes.

Cuando pasó el asombro, me acerqué a la pared para arreglar el decorado que se había venido abajo. Y cuando extendí la mano como quien no quiere la cosa y sin yo quererlo me vi doblado en otro espacio que era idéntico al que dejaba atrás, tal vez un poco más opaco o sin brillo. La Argentina, me aseguré, es un país democrático, que supo implementar uno de los últimos inventos modernos de degradación humana, los campos de desaparición forzada de personas. Nos guste o no aceptarlo, a fines de 1975 había un consenso espectacular de que así el gobierno seudo democrático no podía seguir y de que el Golpe era inevitable. La Dictadura Cívico-Militar. Después podemos desgarrarnos las vestiduras, porque el horror de la realidad superó al horror de la imaginación y deshizo la red que contenía lo verosímil dentro de una representación determinada. La imaginación, se ve, tiene límites, mientras pareciera que la realidad no. La Argentina es un país democrático, que estuvo golpeado sistemáticamente por la dictadura. Ahora los temas que preocupan hondamente al argentino, además de su propia supervivencia, van cambiando semana a semana. Asesinatos urgentes que cubren durante horas y días las pantallas de un canal u otro de teve, desaparecen de escena, de una semana a otra nadie los recuerda y podemos llegar a creer que nunca existieron. Tal la memoria de nuestra sociedad. Inflación económica y deflación psíquica no impiden que todos los restaurantes y bares del país estén llenos de personas con ganas de reunirse. Nadie sabe lo que sale una botella de agua. Los amigos se saludan con un abrazo. El amor es una ilusión que se disipa al son de un bombo de cancha. Más vale un chori que dólares volando. El presidente era un topo del enemigo. El enemigo soltó el freno de mano, y todos somos deglutidos por un torbellino que se hunde en las profundidades del océano patrio. GAME OVER. En la pantalla de la tele se ve en vivo cómo un chabón le pega un tiro a la mina. GAME OVEEEER. La locutora que trabaja horas extras grita de espanto. La cámara cae en un picado abismal. Estudios… Estudios… Nadie estudia. GAME OVEEEER. Sigan ustedes, llega a escucharse que murmura la chica de dientes blancos.

No importa la realidad. No importa que ya no recordemos a este personaje de papel que desapareció tragado por el flujo incesante de información, o se volvió presidente y ahora lo tenemos colgado de millones de posters en nuestras calles abandonadas, en nuestros cuartos polvorientos, en las estampillas de un correo que no funciona. No importa que haya existido o que haya sido una alucinación, si su mensaje sirvió para despertarnos de una modorra que nos había dejado en la puerta del infierno, un gran espejo deformante en el que nos veíamos de cuerpo entero.

Milei es el auténtico sujeto mcluhaniano. MiLey en sí mismo es el mensaje. Para mí no importa el contenido (aberrante y hiperrealista) de lo que dice, importa que captó el tono del diálogo que quiere nuestra sociedad (gritos, insultos y consignas idiotas que se hiperentienden). Es el tono mediático de nuestro imaginario social, entre defraudado, estafado y con sed de venganza. No nos olvidemos que MiLey antes que nada es un personaje mediático, una encarnación de nuestro deseo social, un producto de nuestro fracaso, el antihéroe que no nos salva, sino que nos conduce a la catástrofe. Para salvarnos de la catástrofe NO DEBEMOS REBAJARNOS A DISCUTIR SINSENTIDOS ABERRANTES, salvo que seamos capaces de radicalizar la alienación. De otro modo, cada hecho ridículo que se denuncie, cada atrocidad que lo impute, termina por fortalecerlo. Nietzsche dixit.