La nueva casta del periodismo espectacular

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La nueva casta del periodismo espectacular

20 Julio 2016

Por Mauro Greco

Hay un texto del intelectual camerunés Dominique Wolton (quizá ya esté hecha y yo no conozca la historia de porqué consideramos franceses a intelectuales nacidos en el “tercer mundo” africano) llamado “El triángulo infernal: periodistas, políticos e información pública”. En él plantea tres elementos y tres consecuencias del desequilibrio de aquella relación á trois, que alguna vez habría sido equilibrada, o, aún si nunca lo fue, habría sido desequilibrada en una época anterior al dominio de la información: desde sus medios masivos y técnicos, hasta la híper-conectividad cada vez más veloz por la que nos comunicamos.

Sin embargo, en un momento del texto –que no es largo y puede encontrarse en la red–, Wolton desliza una idea que no forma parte del nudo argumental de su breve texto. Esta idea me parece interesante para acercarnos a la contemporaneidad mediática argentina, por no decir a sus últimos ocho años, desde ese ensamble entre el lockout agrícolo-ganadero y la recapitulación, desde el Estado, de una iniciativa de parte de la sociedad civil levantada desde la misma vuelta democrática: una nueva ley de radiodifusión o comunicación audiovisual.

Wolton dice, simplemente, que los periodistas no aceptan críticas, y que entonces, cuando son criticados, salen gritando “atentado a la libertad de prensa”. El artículo de Wolton fue publicado por primera vez, en francés, en 1997, no en 2008.

La anotación de Wolton, simple como aparece, puede parecer anacrónica a algunos: el enfrentamiento con Clarín y La Nación no habría sido más que la manera de tapar una mala medida –la 125– y no aceptarlo –Lousteau “haciendo mal las cuentas” –, o bien de construir una oposición política pero no electoral que no va a elecciones, o bien de levantar las banderas contra una corporación –mediática– pero enrollarlas ante otras: azucareras, sojeras, mineras. Todo esto tiene parte de verdad y ha sido en parte reconocido.    

Sin embargo, a pesar de que muchas de estas construcciones quizá ya no existan más –el enfrentamiento gobierno-medios dominantes, gobierno-campo, tal vez el mismo kirchnerismo como lo conocimos–, la actualidad de aquella frase es total. Cualquiera que se exponga a la experiencia masoquista de ver los medios en su prime-time, de las 21 a la 01 hs., verá aquel fastidio, en un amplio caleidoscopio que va de Del Moro y Fantino a Majul y Lanata –la nueva pluralidad de voces.

Si alguien osa problematizar alguna construcción mediática, el abracadabra de corrupciones –López, Báez, monjas– una vez por mes cuando el humor social le dice “no se puede” al gobierno, se encontrará con la cantinela vuelta himno en el kirchnerismo: “otra vez ocupándose del enunciador y no del mensaje”. Si Roman Jacobson, zombi, se levantara de su tumba, desearía ser ajusticiado por una turba humana, o bien ir a una canal de televisión para explicar su modelo de comunicación, para ser quitado el audio a su micrófono porque no rinde, o porque es “periodismo que habla de periodismo”. Un horror similar  a la semiología que habla de semiólogos, los historiadores que citan otros historiadores: lo que los periodistas espectaculares no toleran, desde su lugar de dominancia cultural, es el estado del arte o marco teórico de su situación de privilegio.

Es sabido que, para ejercer la comunicación, no hace falta estudiar sus ciencias, licenciaturas o como comience el nombre de la carrera en cuestión. Es sabido también que hay carreras que, más cortas o más largas, al cabo de su finalización reciben el nombre social de “doctor”, lo cual demanda décadas de estudio en otras formaciones. Pero quizá nos encontremos ante una nueva estratificación invisible: el periodismo espectacular que mata al mensajero cuando no le gusta el mensaje que lo critica. Que ese mensajero no deje de renacer, como otro zombi jacobsiano, depende de la política, sostiene Wolton, de la asunción de que los medios son una superestructura que se agrieta desde una militancia (no limitante, diría Perlongher) que visibilice el corporativismo, irreflexión y ausencia de memoria de la máquina mediática. Quizá de allí provenga el odio que estos periodistas manifiestan hacia ciertos programas que, con todas sus limitaciones y también espectacularmente, buscaban desangrar la rueda del torbellino mediático: ¿qué dijiste ayer, el año pasado, la década anterior? Esa función, ahora también, podrá ser asumida por cada uno de los espectadores en un diálogo bullicioso consigo mismo, espectadores emancipados –por llamarlos de alguna manera– que quizá ya no acepten la vuelta a ciertos paneles, colores y formas de habla. Es una posibilidad.