La injerencia externa y el histórico pleito entre liberación y dependencia
La historia política argentina vuelve a desplegarse bajo nuevos ropajes, pero siempre sobre un mismo eje: la dependencia como condición estructural. Cambian los nombres propios, los discursos y las herramientas de presión, pero la lógica permanece inalterada. La injerencia extranjera que disciplina la política nacional, los “gestos” de las potencias que se convierten en aval o castigo, y una dirigencia política local que, en su gran mayoría, termina aceptando la tutela externa como si fuera un destino inevitable. Desde la subordinación a Gran Bretaña en la primera mitad del siglo XX hasta la actual tutela norteamericana al gobierno de Javier Milei, se repite una constante: los resortes estratégicos de la economía y la política son puestos al servicio de intereses ajenos a la Nación.
De “Braden o Perón”, al Lamelas de Milei
En 1946, Spruille Braden simbolizaba la injerencia descarada de los Estados Unidos en nuestras elecciones, alentando a la Unión Democrática contra el movimiento naciente del General Perón. Aquella Unión Democrática fue mucho más que una coalición electoral, ya que encarnó la convergencia de la vieja oligarquía agroexportadora, los partidos del liberalismo tradicional, radicales alvearistas, socialistas, demócratas progresistas, comunistas y la izquierda alineada con la política exterior norteamericana. Esa confluencia reveló con crudeza el verdadero clivaje de la política argentina, que no era un pleito de siglas partidarias en el marco de la alternancia política, sino la pugna entre Nación y dependencia.
Perón comprendió que la ofensiva de Braden no era un ataque personal, sino la cristalización del poder extranjero sobre la política argentina. Supo convertir esa agresión en bandera política y reducir la elección de 1946 a una disyuntiva tajante: soberanía o dependencia. “Braden o Perón” no fue un simple slogan, sino la manera de mostrar al pueblo que las oligarquías locales no actuaban por sí mismas, sino como apéndices de la Embajada norteamericana, aportando claridad a la conciencia nacional y, por supuesto, triunfo electoral. Ocho décadas después, el nombre es Lamelas: médico cubano, amigo personal de Trump, sin trayectoria diplomática, designado embajador en Argentina para actuar abiertamente como vocero de las corporaciones extranjeras. Su vínculo con Milei nació en una cena en Mar-a-Lago y desde entonces mantienen contacto directo, en sintonía con la agenda republicana para la región. A ello se suma Scott Bessent, Secretario General del Tesoro, operador de Wall Street y hombre de confianza de Trump, convertido en interlocutor clave entre la Casa Blanca y el gobierno argentino.
Es la geopolítica, idiota!
En una América Latina marcada por gobiernos diversos y agendas contrapuestas, la Casa Blanca identifica en Javier Milei a su socio más confiable. Mientras mantiene fricciones con Lula en Brasil, Petro en Colombia y Sheinbaum en México, Trump encuentra en el presidente argentino una sintonía automática que lo convierte en su principal aliado regional. Su objetivo es claro; evitar que Buenos Aires, Brasilia y Ciudad de México se alineen fuera de su órbita y puedan articular una alternativa soberana al diseño de Washington. De allí que la estrategia norteamericana combine el condicionamiento de aliados como la Argentina, la sanción a todo acercamiento autónomo a otra potencia y la presión permanente para frenar políticas independientes en la región, especialmente ante la posibilidad de un regreso del peronismo en 2027.
En Argentina, la disputa es particular, China compra masivamente soja e invierte en sectores clave, mientras EE.UU. no compite con commodities sino con crédito, respaldo diplomático y condicionamientos políticos para mantener a Buenos Aires en su órbita estratégica. En ese sentido, la decisión de Milei de retirar a la Argentina de los BRICS constituyó la señal más clara de alineamiento automático con Estados Unidos y, al mismo tiempo, uno de los mayores despropósitos de la política nacional reciente, ya que supuso renunciar a un espacio de crédito y proyección estratégica en un mundo multipolar para quedar atado, sin mediaciones, a una potencia que solo ofrece deuda y condicionamientos que erosionan nuestra soberanía y nuestra vida política interna. Dos años después, los resultados de esa elección están a la vista: la Argentina reducida a la súplica por dólares, sin crédito propio ni margen para definir su propio rumbo.
La injerencia en nuestra historia política reciente
La injerencia de Estados Unidos en los procesos políticos de América Latina ha sido constante y parte estructural de su política hemisférica. Desde la segunda mitad del siglo XX, su hegemonía se sostuvo a través de golpes de Estado, financiamiento político, cooptación de dirigentes, bloqueos, inteligencia, corridas financieras y penetración cultural para asegurar un orden subordinado y frenar proyectos nacionales autónomos.
Como antecedentes históricos, el ciclo del imperialismo estadounidense en América Latina, tras la Segunda Guerra Mundial, se expresó con claridad en la sistemática caída de gobiernos que intentaron llevar adelante proyectos nacionales de mayor autonomía. En Brasil, Getulio Vargas fue empujado al suicidio en 1954, tras el asedio de las élites locales articuladas con Washington, que no toleraban su política de protección industrialista y defensa de los recursos estratégicos. En Argentina, apenas un año después, el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón fue derrocado por la conjunción de la oligarquía agroexportadora, sectores eclesiásticos y militares liberales, respaldados por los intereses angloamericanos, marcando el inicio de un ciclo de un loteo geoestratégico y una dependencia estructural para nuestro país que se prolonga hasta nuestros días. El mismo patrón se repitió en Guatemala, con el golpe de 1954 contra Jacobo Árbenz, impulsado por la CIA y la United Fruit Company; en Bolivia, con la erosión del proceso nacionalista (MNR) abierto en 1952 y su posterior neutralización en los sesenta; y en Chile, con el derrocamiento sangriento de Salvador Allende en 1973.
Roca, Perón, Milei y el Estado nacional
La caída del gobierno peronista en 1955 significó mucho más que la interrupción de un mandato constitucional elegido democráticamente por el pueblo argentino. Aquel suceso resultó en el quiebre de un ciclo institucional y de modernización estatal que había comenzado con el roquismo en 1880, y que, con sus contradicciones, avanzó progresivamente con el yrigoyenismo y alcanzó su máxima expresión en el decenio ´45/´55 con los niveles históricos más altos en todas las aristas de nuestra soberanía.
La construcción del Estado argentino no fue un accidente de la historia, sino una decisión política de largo aliento. Con Roca y la Generación del ’80 se sentaron los cimientos de la modernización estatal, invirtiendo como nunca antes en infraestructura: educación pública obligatoria con la Ley 1420, organización del Ejército Nacional, integración territorial, creación del Registro Civil, expansión ferroviaria uniendo Buenos Aires con el interior con más de 5.000 km de vías; construcción del Puerto de Buenos Aires y el Puerto Belgrano con la instalación de La Armada más grande de Sudamérica por aquel tiempo; creación del Telégrafo y el Correo; el Palacio de Tribunales; el Congreso Nacional; la Secretaría de Comunicaciones; pavimentación, alumbrado, sistemas de agua corriente, cloacas, decenas de hospitales y un marco institucional que, con todos sus límites, buscaba dar cohesión a una Nación con un Estado moderno en formación para proyectarla al futuro.
Javier Milei, en su discurso de asunción en diciembre de 2023, citó de manera textual la siguiente frase de Julio Argentino Roca:
"Nada grande, nada estable y duradero se conquista en el mundo, cuando se trata de la libertad de los hombres y del engrandecimiento de los pueblos, sino es a costa de supremos esfuerzos y dolorosos sacrificios".
La demagogia es una deformación interesada de una verdad inicial, y toda mentira para que gire debe hacerlo sobre un eje de verdad. La parte por el todo, veamos.
La diferencia es que Roca hablaba de sacrificios para forjar un Estado fuerte, capaz de unificar a la Nación y afirmarla frente al desorden, la fragmentación y la amenaza externa. Milei, en cambio, pervierte esa memoria histórica y usa el nombre de Roca para encubrir un ajuste salvaje que condena al pueblo al hambre y entrega el país al capital extranjero. Donde el roquismo organizó, Milei desmantela; donde se buscó modernizar y afirmar la soberanía, Milei dinamita al Estado y liquida la Patria como si fuera un saldo de feria a cambio de caja chica. Vale decir, si el roquismo fue el inicio de la Argentina moderna, Milei es su epitafio y su contracara más burda.
El bombardeo del ’55. Mucho más que un “Guernica argentino”
El bombardeo del 16 de junio de 1955 fue una de las masacres más atroces de nuestra historia. Aviones de la Marina atacaron a su propio pueblo en Plaza de Mayo, dejando más de 300 civiles muertos y centenares de heridos. No fue solo un intento de asesinar a Perón, fue el inicio de un proyecto político de proscripción, fusilamientos, persecución y demolición nacional. A siete décadas, sigue siendo una herida abierta sin justicia, con memoria fragmentada y con un pueblo al que aún se le oculta la magnitud de semejante tragedia. Aquello fue un punto de quiebre que marcó el comienzo de la violencia estatal planificada que derivó, como caldo de cultivo, en el 24 de marzo de 1976 y el posterior desmantelamiento de la Argentina soberana, marcando una reconfiguración profunda de la vida política, cultural y militar argentina. Y la herencia de aquel quiebre antipopular no es sólo doctrinaria; nótese que en la administración actual sobreviven continuidades genealógicas con las fuerzas que perpetraron el golpe del ’55. No es un dato menor que Guillermo Francos, actual jefe de Gabinete de Milei, sea hijo del vicealmirante Raúl J. Francos, partícipe activo de aquella autodenominada “Revolución Libertadora”.
O los Benegas Lynch, a los que Javier Milei los considera sus “próceres” -abuelo, padre e hijo- fueron los grandes divulgadores del liberalismo de la escuela austríaca en el país. El mayor, Alberto Benegas Lynch (padre), apoyó activamente la dictadura que derrocó y proscribió a Perón en 1955, recibiendo un cargo en la embajada argentina en Estados Unidos. Años más tarde, volvería a alinearse con el régimen de Videla en 1976, junto a Martínez de Hoz y Alsogaray, consolidando la alianza entre liberalismo económico y autoritarismo político. De allí proviene, en buena medida, la matriz ideológica que Milei reivindica hoy: un liberalismo elitista, antinacional y ajeno a toda raíz popular.
El terrorismo de mercado: nuevas formas de la vieja injerencia
La sujeción económica no es un accidente coyuntural; es la piedra angular sobre la que se construye la injerencia política. El ministerio de José Alfredo Martínez de Hoz en los ´70 fue un hito en ese proceso. Su equipo actuaba como pluma obediente de los dictados externos, y el verdadero timón lo llevaba Adolfo Diz desde el Banco Central. Formado en la Universidad de Chicago, Diz no representaba sólo a la tecnocracia local, sino a la escuela monetarista que exportaba a toda América Latina sus recetas de ajuste, apertura y desregulación. Como vemos, la economía argentina de la dictadura no respondía únicamente a los intereses de la elite agrofinanciera y los grupos empresarios locales, sino a una matriz ideológica y técnica diseñada en los centros de poder financiero internacional. Desde entonces, la ecuación económica argentina quedó completamente invertida. El crédito productivo fue reemplazado por la especulación financiera, la planificación nacional cedió su lugar a la usura y la deuda externa se transformó en patrón de gobierno. Se institucionalizó la fuga de capitales y la evasión fiscal como pilares del modelo, legitimadas hoy por un presidente que las celebra como virtudes del “mercado libre”. La consecuencia es visible y brutal; un país desindustrializado, con su tejido social roto y más de la mitad de su población arrojada a la pobreza estructural.
Ese andamiaje nunca fue desmontado durante la democracia. Por caso, la Ley de Entidades Financieras de 1977 y la Ley de Inversiones Extranjeras siguen vigentes y constituyen la columna vertebral de un sistema diseñado para servir al capital especulativo antes que a la producción nacional. La herencia económica de José Alfredo Martínez de Hoz (que era abogado, no militar) no es un vestigio lejano sino el legado intacto del terrorismo de Estado. La dictadura militar se fue, el pueblo la sacó, pero la dictadura económica está vigente, y el genocidio por goteo continúa funcionando como la victoria silenciosa del plan oligárquico y financiero del terrorismo de Estado.
En democracia, patio trasero, FFAA y relaciones carnales
Durante el Alfonsinismo en los ´80 y luego con el menemismo en los ´90 se profundizó la ola neoliberal con privatizaciones, desregulación y la política de “relaciones carnales” con Estados Unidos, justificando la entrega de empresas estratégicas en nombre de la modernización. Ese alineamiento automático derivó en escándalos como la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia y la voladura de la Fábrica Militar de Río Tercero para encubrir pruebas, como medida exacta de aquella corrupción, además del envío de tropas a la Guerra del Golfo y un inédito seguidismo de la agenda norteamericana. En los últimos gobiernos liberales, la misma lógica reaparece con Macri y Milei, con Fuerzas Armadas reconfiguradas en torno a las “nuevas amenazas”, subordinadas más a la geopolítica externa que a la defensa nacional. Esa redefinición de funciones constituye un claro correlato geoestratégico en el campo militar de la subordinación económica al capital financiero global. Por caso, por estos días, somos testigos de una cesión inédita de soberanía bajo el paraguas de un decreto presidencial. A través de su ministro de Defensa, Luis Petri, Milei negocia con Donald Trump una alianza militar que fortalezca la cooperación entre Washington y Buenos Aires. Detrás del discurso de “seguridad hemisférica”, el objetivo real es obtener financiamiento urgente para cubrir los próximos vencimientos de deuda, subordinando la soberanía argentina a los tiempos y exigencias del Tesoro norteamericano. Lo real y cierto es que la economía, la justicia, la defensa y la política electoral argentina hoy, es decidida en la Embajada Británica y Norteamericana.¿Qué puede salir mal?
Civilización o Barbarie
El intervencionismo externo dejó de aparecer como una anomalía y ya no opera como un hecho excepcional, sino como un componente que integra el propio sistema político. Aunque no debiera, el guiño extranjero forma parte del contenido real del voto. En este sentido, la intromisión abierta de Estados Unidos en la política argentina no se expresa únicamente en los planos económicos, sino también en el terreno cultural y simbólico. Una parte de nuestra sociedad la acepta con naturalidad (y esto confirma lo mal que hemos ejercido nuestra política en todas sus dimensiones), como si se tratara de la llave de acceso a una supuesta “inclusión en el mundo”. Es el eco de una larga tradición de colonialismo cultural que identifica lo moderno, lo eficiente y lo deseable con la imitación de los modelos de Occidente, en detrimento de los propios. En esa mirada, aceptar la tutela extranjera en el plano político, económico y militar, no es claudicar, sino “ponerse al día” con la civilización.
Pero existe también un pueblo que no traga el anzuelo y rechaza de plano la injerencia extranjera. Sabe que no se trata de ayuda ni de amistad, sino de un engranaje de dominación que pretende despojar a la Argentina de su derecho a decidir y someterla a la condición de colonia. Esta visión hunde sus raíces en una cultura nacional que, desde el Martín Fierro hasta las resistencias obreras y estudiantiles, se ha pensado a sí misma como pueblo en lucha contra las imposiciones externas. Así, lo que está en disputa no es sólo un modelo económico, sino también dos imaginarios culturales: uno que naturaliza la dependencia bajo la forma de cosmopolitismo, y otro que reivindica la soberanía como rasgo constitutivo de la identidad nacional.
En el gobierno de Javier Milei se cristaliza, quizá como nunca antes, la versión más degradada de la vieja disyuntiva sarmientina. Una pretendida “civilización” que no propone otra cosa que “barbarie” para el país, y que no es más que servilismo presentado en una caricatura marginal que se arrodilla en Washington y confunde apertura al mundo con una dependencia verdaderamente humillante para todos nosotros. No hay en ese camino proyecto de Nación.
Hacia el narcoestado
Con el debilitamiento de controles institucionales (judiciales, financieros, parlamentarios) y la subordinación política obscena al poder externo, el gobierno crea un clima donde las acciones delictivas quedan bajo sombras de impunidad y a merced de los carpetazos tácticos. En conjunto, estos elementos permiten ver al régimen de Milei no solo como un gobierno autoritario y tutelado, sino como un paso más hacia la consolidación de un Estado capturado por lógicas criminales y redes de poder que se entrelazan con la política formal. José Luis Espert representa, desde su actividad parlamentaria, el rostro político de un modelo que combina mano dura sin política social con desregulación económica y vaciamiento del Estado. Su agenda libertaria no combate el crimen organizado, lo habilita y lo consume a sabiendas, ya que, al desmantelar las capacidades estatales y criminalizar la pobreza, deja el territorio librado a las redes ilícitas que se expanden allí donde el Estado se retira. Si esta fase no se detiene a tiempo, la Argentina podría quedar atrapada en una forma nueva de dominación interna, donde ya no se trata solo de dependencia externa, sino de coexistencia entre el Estado formal y las estructuras clandestinas del narco.
La combinación de presión externa y dominio interno del crimen organizado terminará por licuar la soberanía y destruir por completo la comunidad nacional. Si se condiciona la política desde afuera mientras se corroe la institucionalidad desde adentro, se condenará al pueblo a una doble dependencia -imperial y mafiosa- que ahoga cualquier proyecto nacional.
Así las cosas. En este cuadro de situación, Milei no representa ninguna novedad, sino la culminación de un proceso histórico que arrastra setenta años de dependencia. Lo que estamos transitando es la expresión final de una Argentina que, desde el golpe de 1955, fue despojada de su proyecto de soberanía para quedar sometida a los vaivenes del capital financiero y a la tutela extranjera. Lo que hoy aparece como “gobierno libertario” no es más que la fase terminal de esa secuencia. Un país sin Estado, sin industria, sin defensa y sin rumbo propio. La encrucijada es clara, o se reconstruye un proyecto nacional capaz de romper esa continuidad de subordinación, o el destino argentino quedará condenado a la disolución de su comunidad política en la periferia del mundo.
A la luz de los hechos, la guerra civil que no se desarrolló como reacción al bombardeo en el 55, continúa hasta nuestros días por otros medios, pero con víctimas de un solo bando.
* El autor presidente de la Comisión de Desarrollo cultural e Histórico “Arturo Jauretche” de la Ciudad de Río Cuarto, Córdoba