El corte del intelectual en el giro kirchnerista

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El corte del intelectual en el giro kirchnerista

20 Mayo 2014

Por Daniel Mundo

“La carne argentina se codicia por su calidad única

como por sus cortes sofisticados”

JP

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Ya no es un título reconocido socialmente el de intelectual. Al interior del campo sigue gozando de cierto señorío (en última instancia, es su campo), pero finalmente el que se lo apropia y se considera a sí mismo un intelectual —que los hay, los hay— termina pareciendo un poco esnob y emparentándose con figuras que dejaron de existir hace décadas. Qué es ser un intelectual o definir con precisión su función a comienzos del siglo XXI no parece algo fácil, compite con formadores de opinión mucho más potentes que él. Seguro que ya no es esclarecer con sus intervenciones la consciencia de nadie. Quizás sea denunciar injusticias y atropellos —pero en este caso es casi imposible que no se metamorfosee en periodista (y un periodista ¿no es acaso un intelectual?). Quizás su trabajo consista en revelar estructuras sociales y hábitos existenciales que pasan desapercibidos para el común de las gentes. P. Bourdieu escribió mucho sobre las luchas materiales para apropiarse del capital simbólico que lleva a cabo el intelectual. Yo trazaré aquí un par de sus perfiles en esta sociedad de principios de siglo, kirchnerista y mediatizada en la que habitamos.

No es un dato cualquiera el de la mediatización. Sabemos que hace décadas que el libro dejó de ser el medio hegemónico por medio del cual se educan las masas y los individuos —más allá de la idiotez que repiten los tecnófilos de que cada vez la gente lee más. Primero fue el cine y la radio, luego la televisión, ahora Internet (aunque todavía en estado larvado, pues da la sensación de no haber liberado del todo su potencia), los que vienen a reemplazarlo —cada uno de estos medios, además, se fragmenta en n cantidad de discursos en disputa en su interior. El medio hegemónico hace al campo intelectual, que hoy por hoy continúa inexplicablemente anclado en el medio de papel: el libro, la revista, el “volante” repartido en mano en las puertas de las facultades. El libro sigue siendo el objeto deseado, pero El intelectual —sea lo que sea que entendamos por tal cosa— ya no camina por la Av. Corrientes con uno debajo del brazo, ya no. Desea fervorosamente aparecer en la pantalla televisiva y también conseguir miles de “amigos” y “seguidores” por la web. Sabe que al gran público no lo encontrará en las aulas atestadas de estudiantes. Pasar por la pantalla o recibir reconocimiento virtual se vive quizás como una claudicación, una traición a la tradición del libro en papel, pero igualmente se encontraron varias razones como para justificar los usos de estos medios: deleuzeanamente, por la positividad que caracteriza a cualquier medio de expresión; mercantilmente, como un artilugio de prensa para vender los libros; ideológicamente, como promoción y oferta de ideas. Puede creer que sus ideas profundas y divulgadas repercutirán en la conciencia de la masa que lo ve mientras cena, o que lo lee en series de 140 caracteres. ¿Por qué no? Hay otra opción más: la del intelectual “bicho de biblioteca” o sostenido económicamente por el Estado, el intelectual universitario enamorado de un pensamiento o un objeto de investigación al que le dedicará toda su vida. El especialista.

Sobre este tipo de intelectual quisiera decir algo más. Tengo la suerte de cruzarme aquí y allá con los que llamo un poco a las apuradas los “intelectuales profesionales”, los que hicieron toda su carrera de intelectuales e investigadores tal cual la institución lo exige, y cuya mayor preocupación radica en conseguir publicaciones con referí. Quisiera detenerme en los casos ideales de este tipo de intelectual, los casos institucionalmente exitosos, porque son más brillantes que los casos meramente burocráticos —por supuesto, mi generalización es una caricatura, pero igual me parece que representa algo del mundo real. Estos intelectuales reconocidos por la institución perdieron, en algún momento de la carrera, el feeling social, esa estructura sentimental que los hermanaría con el resto de los mortales: no sólo hablan esgrimiendo verdades muy importantes, lo hacen en código, difícil de decodificar para el neófito (oración de por medio le preguntan al interlocutor si ya tiene hijos y cómo se llaman). Hablan de su último trabajo como si contaran una anécdota de sus vacaciones; y fotografían las vacaciones como si fuera un trabajo de campo. Todo el tiempo utilizan el código impuesto por la institución, da lo mismo si se comunican con algún compañero o con cualquier otro mortal vulgar. Esta subclase internacionalizada es más parecida a su par de cualquier país del mundo que a los vecinos de su barrio —de cualquier forma, los que se esfuerzan por parecerse a sus vecinos terminan siendo peores: no diferencian un pensamiento de un chiste.

Son mansos estos intelectuales, finalmente podría comparárselos con animalitos de laboratorio encerrados en peceras gigantes. Viven bajo la luz eléctrica permanentemente. Se toman todo muy en serio, hasta su propia situación tragicómica. Más peligrosos son otros, los que salen a descubrir el mundo. Porque vuelven de los parajes inhóspitos que investigan o “cubren” como me imagino que volvían los sargentos gauchescos de sus inmersiones en territorio indio: orgullosos de haber superado miedos y de haber transgredido fronteras inviolables. Hablan de los nuevos indios como si Malinowski lo único que hubiera deseado era hacerse amigo de todos los pueblos que visitaba. Se enorgullecen de tener “amigos” en todas las clases sociales (el otro día escuché a uno que evidentemente pertenecía a clase pudiente, muy gay él, diciendo con voz aflautada y en cuello que él tenía amigos en la villa. Nadie de los que lo escuchaban le creyó, estoy seguro. Algunos lo dejaban hablar imaginando que tendrían sexo cuando terminara la cena). Si pongo entrecomillas a la palabra amigo es porque esta amistad tiene más que ver con los perfiles de presentación en las redes sociales virtuales, que con lo que entendemos o entendíamos por amistad en el mundo real. El intelectual sigue soñando con el cosmopolitismo tolerante e interclasista.

Hay otro corte que se puede hacer del cuerpo intelectual. Abarca a aquéllos que lograron conseguir un sustento económico no intelectual, un trabajo manual, material o simbólico (obrero o empresario), que les hace tomar distancia del micromundo de las letras, las hipótesis y las conclusiones, y enfrentar al capitalismo no desde fuera sino desde su mismo interior. Con talento y suerte se arrancan de su condición de clase media pobre para ascender a una clase media internacional con publicaciones y reconocimiento en los países centrales. Ya hay también una tradición patricia en esta población. Los más, sin embargo, chapoteamos en la mediocridad de los que hablamos en nombre de los que no tienen derecho a su voz, con el tono altisonante con el que está escrito este ensayo. Finalmente, también nosotros comprendemos la realidad desde una cierta perspectiva. El engaño, advertimos luego de años de reflexión, radica en la palabra progresista (cada tanto S. Russo fustiga sobre esta clase, con razón).

El progresista es alguien esencialmente tolerante que tolera básicamente aquello con lo que está de acuerdo. Es imbatible. En su lógica de que hay que aceptar todo termina rechazando muchas cosas, pero al fin y al cabo ésas son cosas inaceptables. Aquí la división política cumple un rol importante, porque el progresismo es universal, y la política fractura esta universalidad. Tiene que tomar partido. Y entonces, o se pone la camiseta y baja al micrófono como si fuera un soldado, o se pega al nombre de una figura, y luego descarta todo lo que rodea a ese nombre, incluso las ideas y los proyectos que ese nombre congregaría: salva su conciencia, “me comprometí”, “tomé partido”, sin el costo que supone el compromiso: haber elegido una idea. A estos tipos de progresista se oponen el cínico, el nihilista y el escéptico, que son peores, porque terminan abogando por opiniones con las que con un poco de calma no podrían simpatizar, pero que lo hacen obligados por las circunstancias: si no radicalizaran su palabra se verían obligados a comulgar con el resto de los mortales —¿qué recuerdo tendríamos de Diógenes el Cínico si no hubiera defecado en la plaza? Todos, de un modo u otro, podrían convertirse en animadores mediáticos, radial, televisivo y/o de Facebook —hay que intervenir en todos los medios, no sea cosa que no se oiga ni vea lo que se dice y se hace. Serán animadores más formados que el animador del-medio o pro-medio, por supuesto, lo que a veces les jugará en contra, porque corren el riesgo de cambiar de medio como si sólo fuera cambiar de soporte. Hay bromas que funcionan en un medio y no en otro. La escena puede terminar siendo muy protocolar, incluso cuando discutan con sus enemigos o cuando festejen los libros de sus amigos que no tuvieron tiempo de leer. De hecho, a sus enemigos públicos los invitarán a escribir en sus propias páginas o a departir en sus programas de radio: no sólo para ilustrar con su tolerancia a los intolerantes sino porque están condenados a nunca dejar de dar clase, algo muy propio de su clase. No debemos mostrar la hilacha.