De tal paso, tal pasillo
La insólita innovación dirigencial de crear un título a posteriori y la rebelión decorativa de Estudiantes de La Plata añadieron novedades a tono con una época que se alimenta a diario de incoherencias y sobreactuaciones. La principal noticia, sin embargo, es que la discusión por ambos capítulos se suma a una larga obturación de debates más sustanciosos y urgentes, dentro o fuera del fútbol.
En el caso del deporte, sigue sin proyectarse una matriz realmente federal, que aporte justicia territorial pero también mayor posibilidad de selección de talentos que puedan vestirse luego de celeste y blanco. El centralismo metropolitano ha ido matando a las ligas del interior, reemplazadas por un espectáculo televisado que reina a distancia sobre el juego y el sentido de pertenencia. El fútbol porteño, asociado al santafesino y el platense, se impuso a los de las provincias, que sólo envían delegados. De todos modos, no sería justo imputar al deporte lo que la Argentina se resiste a discutir en aspectos más definitorios de la vida colectiva. La pelota unitaria y exportadora copió al país.
También visto en clave histórica, el nuevo episodio contribuye a clarificar la discusión sobre el amateurismo, tantas veces denostado por desprolijidades organizativas que lejos estuvieron de finalizar cuando en 1931 los jugadores comenzaron a cobrar en blanco lo que antes recibían bajo la mesa, ni cuando en 1973 tuvieron su primer convenio colectivo. Por décadas el ganador del certamen metropolitano fue reconocido sin objeciones como campeón argentino, se modificaron los formatos de torneos y descensos, hubo campeones sin trofeo y trofeos sin campeón, zonas, ruedas, eliminación directa y definiciones por penales de partidos por los puntos. Lo cierto es que, con talentos en el césped y caos en mapas y escritorios, aquel fútbol amateur parió al ya casi centenario profesional.
Otro síntoma sorprendente es la volatilidad en la valoración de figuras por parte de las minorías intensas. Juan Sebastián Verón es casi un arquetipo. Ya lo era cuando jugaba, volante anfibio que no era ni 5, ni 8, ni 10, sino un poco de cada cosa, y usaba la 11. Se tatuó al Che Guevara, pero a El Gráfico le dijo que sólo era para él un símbolo humano, no político. Extraña alquimia sobre un personaje histórico para el que ambos términos eran inseparables. Tal vez esa forma de razonar permita comprender que, tres décadas después, Verón sea el principal impulsor del desembarco de accionistas en las asociaciones civiles.
Verón despertaba en el público la misma contradicción que lo constituía. Celebrado hasta 2002, el Mundial de Corea-Japón lo vistió de traidor para buena parte del universo futbolero doméstico, que no temió diluir con un futbolista una historia nacional en la que no faltan ejemplos más nítidos y perjudiciales. Verón logró amnistías parciales al volver en plenitud a Estudiantes y a la Selección, respaldado por Diego Maradona, quien hasta el final de sus días se manifestó decepcionado. La pregunta de esta semana es cuántos de quienes ahora lo elevan a la categoría de patriota habrán silbado cada toque suyo de pelota en su último ciclo de Selección, o regalado algún comentario irónico sobre su nacionalidad o idioma en las redes sociales, hasta esta misma semana.
Es una contradicción menor, si se tiene en cuenta que el país entero cantaba a fines de 2023 por los pibes de Malvinas que jamás olvidaría. Diez meses después, en las elecciones presidenciales, un cuarto votó a un candidato que se declaró admirador de Margaret Thatcher y otro prefirió a una postulante que había propuesto cambiar las islas por lotes de vacunas. Ambos se acusaban recíprocamente de aberraciones, que olvidaron días después, al asumir juntos el Gobierno. El hombre, que despreciaba a cualquier persona mayor de sesenta años por “viejo meado”, se embelesa cada vez que se cruza con el presidente yanqui de 79.
Muy coherente, todo. Como que sea el club platense quien proteste su indignación, embanderado en un honestismo prendido con alfileres.