Llamar la vida, aventar la muerte

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Llamar la vida, aventar la muerte

25 Enero 2020

La    Por Roberto Retamoso

 

Las poéticas burguesas - y las estéticas burguesas - soñaron con escindir al arte respecto de la vida. Soñaron con que el arte fuese una experiencia autónoma y una entidad autónoma, en relación con el complejo entramado donde se gesta, en el barro de la historia.

Llevados por ese anhelo, los poetas y los pensadores burgueses, imaginaron que la poesía y el arte podían prescindir de toda finalidad; que podían ser, literalmente, autotélicos. Poseían fuentes prestigiosas en las que basarse. Kant, en primer lugar, y luego toda la pléyade de filósofos burgueses que prosiguió la reflexión estética por él trazada.

Sin embargo, los hechos - esa materia oscura cuando no amorfa en la que se labra la historia - se empecinaron en refutarlos. Y no sólo los hechos posteriores, esos que conmovieron al mundo en los albores del siglo XX, sino además los anteriores, aquellos que su mirada idealista, o religiosa, se obstinaba en abstraer del mundo concreto en el que habían acaecido. Alienados en ese universo de creencias, esos poetas y esos pensadores imaginaron, en consecuencia, que la poesía y el arte no debían hablar de aquello que los rodeaba. Que no debían hacerlo porque su sentido era otro, como otra era, en tal caso, la función que debían cumplir en el mundo de los hombres.

Soñaban, de tal modo, con una poesía y un arte para nada, como si se tratase de un mero ejercicio lúdico, dado que el arte, y la poesía, no eran otra cosa que eso: un juego. Un juego prestigioso, cabría agregar, dotado de una única finalidad posible: la de brindar un placer estético. En esa finalidad hedonista, para ellos, radicaba el sentido último de las prácticas artísticas. Y por ello, los lenguajes del arte, y el lenguaje de la poesía en particular, debían entregarse al movimiento imaginario de las ensoñaciones, de las fantasmagorías, donde las palabras parecen separarse de las cosas para constituirse en lo único que cuenta.

Pero no todos los poetas, ni todos los pensadores, asumieron esa manera burguesa de ver lo estético. Hubo otros, desde los comienzos mismos de la era signada por el predominio de la burguesía -la llamada modernidad occidental- que se resistieron a sus mandatos ideológicos, y a sus prescripciones políticas. Fueron poetas, artistas e intelectuales que se resistieron a ver las cosas de esa manera.

Sabiendo - de distintos modos, y por distintas vías - que el arte, que la poesía, no podían ser por fuera o al margen de la vida, buscaron las formas de hacer que volviesen a ligarse, tal como lo habían estado desde los orígenes mismos de la cultura de Occidente. Y ligarse significaba que el arte, que la poesía, hablaran de la vida, de la misma manera que la vida, inevitablemente, debía nutrir y alentar la experiencia estética.

Fueron, así, profetas de la vida y exorcistas de la muerte. No dudaron en situarse en el espacio de la radicalidad cuando las circunstancias lo exigían: la poesía es un arma cargada de futuro, escribió uno de ellos.

Curiosamente, ¡notoriamente!, no dijo una palabra, una causa, una doctrina o una creencia: dijo, literalmente, un arma. Esos artistas, esos poetas, tuvieron muchos nombres. Se llamaron Maiakovski en Rusia, Aragón o Eluard en Francia, Hernández en España, Vallejo en Perú, Neruda en Chile, González Tuñón en la Argentina. Hicieron de las palabras no un objeto lúdico sino un medio que permitiera actuar sobre el mundo. No un medio como cualquier otro, desde ya, sino uno singular y único, configurado como objeto estético.

Tenían, por ello, otros anhelos y otros propósitos, que los distinguían de los artistas y pensadores de el arte por el arte; entre ellos, hacer que la poesía hablase de la vida, lo cual podía entenderse, perfectamente, como hablar del Mundo y de la Historia. Fueron, por lo tanto, políticos. Y comprometidos. Y augures de un futuro donde habría de reinar la esperanza.

La poesía de Eduardo Valverde, aquella que se manifiesta en este libro, asume claramente esta otra perspectiva. Se sitúa en su linaje y su tradición, para remozarla desde un aquí y ahora que es nuestro, puesto que no es otra cosa que nuestro presente rosarino. Presente sin duda conflictivo y problemático -hay pocas cosas tan indeterminadas, heterogéneas, o híbridas en Argentina como la condición rosarina- pero que no la exime de lidiar con sus límites y sus posibilidades para hacerse oír, o mejor dicho, leer.

Por ello, la poesía de Valverde logra construirse como un discurso nítido, y potente, que desde acá, y hoy, nos habla. Más aún: nos interpela, haciéndonos saber que los lectores nunca somos espíritus angélicos que sobrevuelan el mundo, puesto que somos solamente en el mundo, por no decir - lisa y llanamente - somos él.

A nosotros, hombres de carne y hueso, inmersos en este magma ciudadano, en este humus nativo donde una patria nos aferra incluso a pesar nuestro, Bitácora de la sangre nos llama, nos convoca, con la intensidad de un diálogo del que nunca podríamos desertar.

¿Y para qué nos reclama, nos exhorta? Para ofrecernos esa caja pequeña que, ligada al timón de un navío, contiene la brújula que nos permitirá hallar el rumbo correcto. Sin embargo, en este caso no se trata de navegar aguas, sino sangre. Navegar sangre significa, así, surcar un continente líquido, como el mar, que está dado por el flujo interior e infinito de aquellos a los que el poeta canta. Que no son solamente los actuales, los contemporáneos - es decir, los vivos -, sino además, y de manera esencial, los muertos.

Porque la poesía de Valverde - su música, su ritmo singular - sabe muy bien que la vida es esa secuencia ilimitada que se proyecta a través del tiempo, incluso más allá o a pesar de la muerte. Sabe también que, desde que el mundo es mundo, como suele decirse, siempre hubo quienes se pronunciaron por la vida, apostaron por ella, del mismo modo que hubo siempre quienes se le opusieron, como si sus almas desdichadas o sus pobres corazones estuviesen condenados a militar por lo letal.

De ahí la forma o la estructura de este libro, que comprende tres secciones. La primera, “Lucha de clases”, se sostiene en un título emblemático, que remite de forma inequívoca al campo del marxismo, cuya doctrina o filosofía se basa, justamente, en ese concepto. Sin embargo, la escritura de Valverde evita sabiamente el carácter panfletario, o el sentido propagandístico de las palabras, para dar paso a la ironía cuando no al sarcasmo que demitifican personajes y situaciones del pasado y el presente.

El poema “La Grieta” - otro título emblemático, que en este caso remite al discurso dominante en Argentina durante el gobierno macrista - que cierra esta sección comienza con un epígrafe que dice: “Lucha de clases: Amargo Obrero con champagne”, llevando la antinomia al plano de los consumos propios de las distintas clases sociales. Ese texto es el de un graffiti escrito sobre el muro de un cementerio, y representa de forma meridiana los términos de una oposición, o de un antagonismo, que no pueden leerse sin esbozar una sonrisa.

Dividido en una serie de agrupamientos métricos, como si fuesen estrofas, el texto exhibe entre ellos un leitmotiv que dice: “¡Donde se lea Grieta, léase lucha de clases!”, y es en esa redundancia, en esa recurrencia, donde la escritura de Valverde resuelve, magistralmente, el sentido de lo que aparecía en principio como la irrisión de un concepto insoslayable. Porque lo que propone es una relectura de la historia, tanto como una relectura de la propia realidad. Todo debe ser revisado, parece decirnos, y sin duda ése es uno de los fines, uno de los propósitos, de esta poesía comprometida y militante. Pero eso no puede estar disociado de la experiencia real y concreta tanto de quien habla en los poemas como de sus singulares lectores. Por ello, los poemas pueden transitar lugares y experiencias típicas, idiosincrásicas, de todos o de cualquier habitante de esta ciudad. El Bar El Cairo, por ejemplo, tanto como el diario La Capital o un viaje en el colectivo 135, pero no al modo de un texto costumbrista, cargado de color local, sino al modo de un registro que observa lo próximo y familiar para desnudar críticamente sus representaciones convencionales.

La segunda sección, “Los que alumbran”, mantiene el tono crítico de los poemas precedentes, sosteniendo el sentido de exhortación que suponen los textos. Y no sólo eso, ya que además ahonda por momentos su carácter exclamativo, expresivo, como si se tratase de subrayar que hay una voz tan indómita como sonora, tan airada como libre, que busca proclamar a los cuatro vientos, como suele decirse, su sentido insumiso y libertario; “¡Viva mi pueblo, /que se yergue /sobre el cuadrante /de este tiempo sombrío, /con su rostro tallado /en la cantera del futuro!”, dice el poema titulado “Moreno”.

Ese tono enfático, ese decir épico, parece encontrar su clímax en “El tatuador del día”, dedicado a Santiago Maldonado. Dividido en tres partes, en la última de ellas asistimos al espectáculo de una palabra poética que se levanta, acusativa e implacable, ante los que se apropiaron del cuerpo del tatuador caído en un acto de resistencia mapuche: “¡Déjenlo que siga tatuando /la espalda rugosa /de la Cordillera, /con aquel color de los brotes /del alba!”, increpa.

¿A quiénes? A los sirvientes puntuales de la piel del odio, a imperativa: ¡devuélvanlo!

Finalmente, la tercera sección del libro, denominada “Tríptico de Oriente Medio”, traslada el campo de la representación poética al convulsionado mundo árabe. Contiene solamente tres poemas, el segundo titulado “Plaza Central de Bagdad”, un texto que relata el episodio de la destrucción de una estatua de Saddam Hussein, una vez producida la invasión de Iraq, por parte de un enfervorizado grupo de opositores a su gobierno. Nuevamente, en vez de adoptar un tono apologético, o celebratorio, la escritura de Valverde adopta una modalidad irónica para representar al personaje, llamándolo “El Gran Bigote”, o “El Bigotudo”. Si logra de esa forma distanciarse de su objeto, sin necesidad de caer en las posturas condenatorias utilizadas por la prensa occidental, no se priva por ello de criticar la actitud de esos doscientos manifestantes que destrozan su estatua: “¿Dónde estaban / los doscientos pudientes / cuando Bagdad era, cada mañana / una cucharada de fuego?”, se (nos) pregunta el poema, poniendo en claro hacia dónde cae el peso de la balanza poética.

Porque aunque los marines estadounidenses participan de la escena, lo hacen al modo de protagonistas secundarios, desde el punto de vista del episodio dramático. Los que, por el contrario, se muestran como los protagonistas principales son esos doscientos pudientes iraquíes, que zapatean sobre los restos de la estatua caída y destrozada: “Los doscientos pudientes zapatean: no conocen nada de la vida”, concluye, dictaminando, el texto.

Así, su lectura permite inferir algunas conclusiones. La primera indicaría que aquello que permite la presencia del imperialismo en un país sometido por la fuerza no es sólo - o tan sólo - el carácter invasivo de los Estados Unidos, sino también, y acaso de manera fundamental, la complicidad de las clases dominantes nativas. Y la segunda estaría poniendo en evidencia un claro sentimiento de solidaridad con el pueblo avasallado, ni distante ni esencialmente diferente de lo que, en la tradición de la izquierda, se llamó históricamente internacionalismo.

Enrolado en la tradición de la poesía social, de la poesía política - en esa tradición que en Argentina se inscribe tras las huellas de un Raúl González Tuñón o de un Juan Gelman -, este libro de Valverde no sólo a ese linaje rinde culto. Demuestra además - y no es precisamente uno de sus méritos menores - que el lenguaje poético, que la palabra trabajada por la máquina figural de la retórica, puede y debe - incluso podría decirse - hablar de las cosas del mundo.

Lo cual puede leerse en todos y cualquiera de sus versos. Y no tan sólo en aquellos que cantan a los hombres que sufren y luchan - que luchan justamente porque sufren - sino en aquellos otros donde el discurso se vuelve más melancólico e intimista, como cuando nos dice, en un tono prácticamente confesional, al final del poema “Bar El Cairo”: “Sentado ante esta ventana/ brindo por el fuego/ de aquellas miradas/ y por esta sed,/por los abrazos/ y por todos los/ desencuentros,/ por todo lo que se fue /y ahora es luz/ cayendo entre los dedos”.

**

135

 

El hombre subió

en la parada

de Sarmiento y Tucumán.

 

En su rostro

y en sus vestiduras

había trabajado la vida.

 

Una taberna

barnizada de gritos y alcohol

había tomado por asalto

su cabeza.

 

Aquel hombre hablaba sin parar,

con voz rugosa:

“Hay mucha inmundicia,

y de la inmundicia

sólo puede salir

más inmundicia”, decía.

 

Como postal indeleble

del capitalismo tardío,

de este asesino serial

que nada resuelve,

el hombre de la taberna

en la cabeza

seguía dibujando

en el humo de junio

palabras sabias:

“Todo esto apesta,

bola de grasa,

de grasa que apesta,

asco da”, decía.

 

Esto pasó al mediodía de hoy,

en el 135,

que en su espejo biselado

tenía una propaganda,

anaranjada y blanca,

de la Encuesta de Pasajeros

de la Municipalidad.

 

Fue hoy martes,

como decía,

cuando arreciaba el día

y el otoño arrojaba puñales.

 

Y el hombre estaba allí,

y carraspeaba ventanas

desde su taberna enmohecida.

 

Ese hombre dijo el mundo.

 

Yo lo oí.

 

La Grieta

 

“Lucha de clases:

Amargo Obrero con champagne”

(graffiti escrito en un paredón del

Cementerio El Salvador, Av. Francia

al 1700, Rosario)

 

Estertor de la amada tierra nuestra,

que otrora supo enamorar a la luz

y ahora languidece su garganta sagrada

anegada entre las aguas del desprecio.

 

Y los periodistas que medran

en el canil de los poderosos

vuelcan las babas de su tinta

donde el pueblo entibia los harapos.

 

Entonces la macabra teoría de La Grieta

se infiltró en los resquicios de la patria devastada,

con sus colmillos lacerando la piel

de nuestra historia hincada en el dolor.

 

Y ahora vemos cómo rasga sus ropajes

la soberbia pero aun frágil república burguesa,

y se vuelve difuso el rostro de Rousseau

humillado en los despachos de Comodoro Py.

 

¡Apártese de La Grieta, doctor Moreno,

y permita que un borracho corone de olivos

en un oscuro banquete de la crema porteña

al potosino que preside nuestra Junta!

 

¡Deje de soliviantar a los indios

en el portal de Tiahuanaco, doctor Castelli!

¡No dibuje la piel de la reforma agraria

en sus espaldas donde el látigo crece!

 

¡Donde se lea Grieta, léase lucha de clases!

 

¿Cómo ocultar las “angustias” de Belgrano y San Martín?

¡Y ese oriental levantisco que no ensucie

con sus Instrucciones y carretas

el fino lienzo de la Asamblea del XIII!

 

¡Donde se lea Grieta, léase lucha de clases!

 

¡Que vengan los oscuros metales del olvido

para obturar el amor de pobres y negros

por el desvelo que no deja de trepar

los tiradores y la frente del “Loco” Dorrego!

 

¡Donde se lea Grieta, léase lucha de clases!

 

¡No queremos ver cómo está de erguida la sangre

en la oquedad sin fin de la Semana Trágica,

desde la viscosidad del tanino inglés,

o en los vellones ácratas de la Patagonia!

 

¡Donde se lea Grieta, léase lucha de clases!

 

¡Que el resplandor del 17 de Octubre

cobije a Perón, Evita y la Resistencia,

y una CGT pura, noble y erguida

nos arrope con su tibieza proletaria!

 

¡Donde se lea Grieta, léase lucha de clases!

 

¡Para que el puño firme del “Cordobazo”,

el clamor del “Rosariazo” y la praxis puntual

de la clase obrera en Villa y en las Coordinadoras

no hundan su perfil en el horror procesista!

 

¡Donde se lea Grieta, léase lucha de clases!

 

¡Que perdure el humo dulce de los muertos

del 2001, que nos legaron a los líderes

que honraron nuestra historia grande

y ahora se yerguen de cara hacia la luz!

 

¡Donde se lea Grieta, léase lucha de clases,

el dialecto estricto de lo justo,

la suavidad del mundo,

la esperanza sin fin!