¿Mercado emergente? Argentina, el canario en la mina de carbón

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¿Mercado emergente? Argentina, el canario en la mina de carbón

26 Junio 2018

Por Emanuel Bouza*
 
"Ayer dialogué con el presidente de Argentina, Mauricio Macri. Hablamos sobre el rol del Estado en la innovación y por qué las políticas neoliberales fallan. No estoy segura de que lo haya entendido". Estas palabras pertenecen a la reconocida especialista en economía de la innovación Mariana Mazzucato, y fueron subidas a su cuenta de twitter a poco de entrevistarse con Macri, en abril de 2016. En una nota más contemporánea, los mandatarios que se hicieron presentes. La semana pasada en la Cumbre del G7 y que ciertamente le concedían un poco más de crédito al ex dirigente de Boca Juniors, hoy parecen prodigarle un gesto de lástima. Y, más importante aún, de incertidumbre. 

En ese sentido, resulta interesante leer a varios analistas caracterizar el blindaje financiero 2.0 otorgado por el Fondo Monetario Internacional (FMI) como un respaldo político del establishment internacional a Cambiemos. En primer lugar, es destacable que se empiece a reconocer (aunque de forma algo tardía) que “el mejor equipo de los últimos 50 años” nunca contó con la pericia necesaria para conducir por sí mismo los destinos del país. El problema estriba, sin embargo, en que el pretendido espaldarazo antipopulista que el “primer mundo” estaría dando a la Argentina funcionó como tal sólo hasta mayo de este año. 

Desde el momento en que se puso en evidencia la incapacidad del equipo económico para dar mínima sostenibilidad a la brutal burbuja financiera especulativa de las LEBACS, y al igualmente brutal déficit externo, la preocupación de muchos de los principales actores globales viró desde el consabido “regreso del populismo” hacia un escenario con mucho mayores consecuencias sistémicas: un nuevo default de deuda.  En esa línea, el 20 de mayo el periódico canadiense The Globe and Mail publicó en uno de sus artículos de opinión que “actualmente, el temor es que Argentina sea el canario en la mina de carbón de los de mercados emergentes. Está inusualmente expuesto al aumento de las tasas de interés mundiales, pero está lejos de estar solo. Hay indicios de que Turquía, Brasil, Rusia y Sudáfrica también enfrentan presiones similares.”

Dicho en otros términos, suena estrafalario pensar que los Estados centrales pondrán 55 mil millones de dólares de su bolsillo para evitar que Unidad Ciudadana gane las elecciones presidenciales de 2019. Disponen de métodos de injerencia en política interna mucho menos onerosos. De lo que se trata es de evitar que, en un contexto de discretísimo crecimiento de la economía mundial, surcado además por un aumento de la tasa de referencia de la Reserva Federal y por una “guerra fría” de aranceles entre Estados Unidos, China y la Unión Europea, la eventual cesación de pagos de nuestro país produzca un efecto contagio hacia otros países emergentes, como sucediera con Tailandia en el marco de la crisis asiática de 1997.  

En ese momento, las luces de alarma se encendieron cuando el gobierno tailandés tuvo que devaluar su moneda -el bath- ante una masiva salida de capitales especulativos, decepcionados por un rendimiento de sus inversiones menor a lo esperado. Tras perder la divisa tailandesa un 80% de su valor, el resto vino en cadena: primeras suspensiones de pagos y bancarrotas; retirada de capitales, desplome de la economía tailandesa y golpe directo a las economías vecinas de los denominados “tigres asiáticos”: Corea del Sur, Indonesia y Malasia.  

Un aspecto relevante de la crisis asiática fue, justamente, el rol desempeñado por el FMI. Su intervención consistió en disponer programas de “ayuda” para los países afectados por un valor de 111 mil millones de dólares, los cuales fueron desembolsados en varias etapas como reaseguro para la implementación de las medidas exigidas: devaluación, ajuste fiscal, liberalización comercial y financiera, eliminación de inversión en obra pública y aumento de la tasa de interés (¿suena familiar?). Estos programas de estabilización llevaron a una profunda recesión económica en la región, con caídas interanuales del PBI de hasta el 14%, y a un profundo deterioro político y social. Más aún, ni siquiera pudieron evitar que en los años sucesivos la crisis arrastrara también a Rusia (“efecto vodka”) y a Brasil (“efecto caipirinha”).

Este fracaso de las recetas ortodoxas del FMI para contener la volatilidad financiera global llevó a que, en septiembre de 1999, los ministros de finanzas y presidentes de bancos centrales del G7 emitieran una declaración acordando la creación del G20, concebido como un foro para reformular las instancias de coordinación y regulación macroeconómica y financiera internacional. Que nuestro país sea quien ejerce actualmente la presidencia de este Grupo demuestra que a la historia le atraen bastante las paradojas.  

Muy lejos queda aquella ilusión nacida en Davos allá por enero de 2016, cuando un Macri exultante asistía al Foro Económico Mundial y se permitía a perfilar a la Argentina como una suerte de “alfil” al servicio de la restauración neoliberal en la región. Hoy, en cambio, tras dos años de liberalización financiera y desregulación de la cuenta de capital en los que se emitieron 142.948 millones de dólares de deuda y se fugaron 88.084 millones, nuestro país se parece más a una pieza de dominó tambaleante que amenaza la precaria estabilidad del sistema financiero internacional. Solo de esta manera se explica la premura con la que tanto Washington como Beijing salieron a respaldar el crédito stand by contraído con el Fondo. 

Las condiciones de este salvataje (sistémico antes que doméstico) suponen que por cada dólar que el gobierno tomó prestado para apuntalar la bicicleta financiera y la fuga de capitales -sin destinar un céntimo a la generación de capacidad de repago- el FMI dispondrá un dólar equivalente para evitar el default. Pero que, en este caso, sí deberá devolverse. ¿Cómo? No, desde ya, con un shock de inversión productiva o con comercio administrado; menos aún con una restitución de gravámenes a la renta extraordinaria. La receta a aplicar huele bastante a naftalina, y supone un ajuste severo del gasto público y las transferencias a las provincias, libre flotación del tipo de cambio, reducción del salario real y liquidación del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses. Todas medidas de shock y de renuncia casi total a la definición soberana de política económica. 

* Magister en Cooperación Internacional, Universidad Nacional de Lanús