Jorge Boccanera: "El exilio en nuestra sociedad es un tema pendiente que recorre toda nuestra historia"

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Jorge Boccanera: "El exilio en nuestra sociedad es un tema pendiente que recorre toda nuestra historia"

25 Agosto 2021

Por Araceli Lacore y Miguel Martinez Naón

Jorge Boccanera (Argentina, 1952). Poeta, periodista, crítico. Durante la dictadura militar que tomó el poder en nuestro país entre 1976 y 1983, se exilió en México. Durante ese extenso período escribió y publicó gran parte de su obra poética, desarrollando a su vez una extensa labor periodística. 
En esta conversación nos enfocamos particularmente en esos años. 

Agencia Paco Urondo: ¿Cuáles son las marcas que reconocés del exilio en tu vida y en tu escritura?

Jorge Boccanera: Nací en el puerto de Ingeniero White en Bahía Blanca, un lugar de gente de paso, pequeña Babel con extranjeros de identidades escamoteadas; fijate que a algunos se los conocía sólo por el apodo. Quizá de allí, de los ojos abiertos de un niño que cazaba sombras, viene, además de mi experiencia personal durante la dictadura del 76, mi propensión al tema del exilio, los viajes, los destinos dislocados. Inclusive cuando me tocó sacar la revista de la Universidad Nacional de San Martín no dudé en el nombre, Nómada. También hay títulos de mis libros que apuntan en esta dirección: Libro del errante, Bestias en un hotel de paso, Sombra de dos lugares y un CD con mis poemas leídos llamado Jadeo del viaje.   

APU: ¿Cuáles son los libros que escribiste sobre el exilio?

Preparé dos libros sobre este tema, además de entrevistas y notas periodísticas regadas en varios medios. Rescato una sobre el escritor anarquista Bruno Traven, que participó en la República de Baviera, fue perseguido y murió exiliado en México tras cambiar varias veces de identidad. Sus novelas llegaron a un gran público; una de ellas anticipa medio siglo antes el alzamiento zapatista. Sobre el exilio preparé dos libros; Tierra que anda de 1999 y Redes de la memoria, de 2000; en el primero entrevisté a varios escritores como Gelman, Casullo, Orgambide, Viñas, Szpunberg, también incluí textos de Costantini, Moyano, Ferraro, y otros. Lo armé de modo que los diálogos no respondieran a un mismo cuestionario para que fluyera la experiencia de cada uno. Redes de la memoria, por su lado, hace eje en la persecución, cárcel y exilio de 9 escritoras argentinas –algunas de ellas secuestradas y llevadas a lugares clandestinos de detención- cuyos nombres como creadoras al momento de la salida del libro estaban bastante silenciados en el país.          

APU: ¿No creés que en el resto de tu amplísima obra, tanto periodística como literaria, el tema del exilio se prolonga y se ramifica? 

J.B: Una vez le hice notar a Osvaldo Bayer que muchos de sus escritos tenían que ver con perseguidos, desplazados, migrantes que buscaban un lugar donde vivir: Radowitzki, Di Giovanni, Ascaso, Wladimirovicu, Wilckens, Soto. Me respondió: “No me había dado cuenta. ¡Mirá las cosas que ve la gente!”. Ahora reparo que salvando las distancias, muchos de mis textos también tienen que ver con  desterrados: el mismo Bayer, Pilar Calveiro, el poeta iraquí Anwar Al-Ghassani, Fernando Birri, el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, el poeta español Pedro Garfias, el chileno Volodia Teitelvoin, el uruguayo Saúl Ibargoyen, la dirigente salvadoreña Tulita Alvarenga, por dar sólo unos nombres. 

APU: Durante la dictadura genocida lograste salir del país y viajar durante seis meses hasta llegar a México ¿Cómo fue ese viaje?

J.B: Salí del país y llegué a Perú en junio de 1976.  Llegué el día del campesino, un 26 de junio; lo recuerdo porque apenas llegado un amigo me llevó a una manifestación donde nos corrieron esos camiones hidrantes que llamaban popularmente  “rochabuses”. Estuve unos 40 días, hasta que el gobierno del general  Morales Bermúdez decretó el estado de sitio y me subí a un colectivo que en unas 30 horas me depositó en  Guayaquil. Por esos años en casi toda América Latina había gobiernos militares, de modo que ese viaje otras escalas  en Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador y Guatemala, me juntó con culturas sumergidas. Tomé entonces contacto con estas expresiones, diría  cuestionadoras de aquel orden uniformado, que me aportaron mucho. Hice notas en la sierra peruana con grupos de teatro que montaban obras en quechua, en galpones donde cardaban lana; anduve con el teatro de títeres “El Gorrión” recorriendo Ecuador; en Costa Rica conocí a exiliados nicaragüenses –di unas lecturas en la universidad con las poetas Michele Najlis  y Gioconda Belli- y salvadoreños, sobre todo amigos de Roque Dalton. Te cuento que esa travesía por  Centroamérica compartí a veces el viaje por tierra con migrantes hondureños, salvadoreños y guatemaltecos que apenas iniciado su larga periplo a Estados Unidos eran camino a México detenidos y saqueados por retenes militares. Y si lograban pasar esa carrera de obstáculos los esperaban los coyotes, esos canallas que les sacaban los pocos pesos que les quedaban para abandonarlos en algún desierto. 

APU: Y tu llegada a México fue a fines de ese año

J.B: Exacto. Yo tenía 24 años, de modo que no sólo viví en México, sino que crecí, me formé como periodista en diarios, revistas y agencias noticiosas, y adquirí más herramientas para la escritura. El México hospitalario fue esencial en ese tiempo de militancia; un tiempo donde algunos sentimos un sentimiento de derrota y de victoria por partes iguales, ya que vivimos como propia la revolución sandinista de 1979. 

APU: ¿Cómo vivíste el júbilo de la revolución sandinista?

J.B: Bueno, pasé por Nicaragua en 1976 con Somoza en el poder y volví varias veces a partir del 79 con el sandinismo. Mis lazos a lo largo de los años son muchos y llegan hasta hoy. Con decirte que conocí a Cardenal en México en 1977 y en 2014 me tocó presentarlo en el Palacio de Bellas Artes de México en una lectura a propósito de sus 90 años, que se transformó en un acto por la matanza de Ayotzinapa. Hice amistad además con otros artistas y escritores, como los hermanos Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy. Y allí conocí a Cortázar el día que le dieron en Managua la orden Rubén Darío; me le presenté como “un vecino de Banfield”, el barrio donde había vivido de los 4 a los 18 años. ¡Imaginate! Nos juntamos en casa de Manuel Gaggero y luego un par de veces en México. 

APU: Se ha dicho en varias ocasiones que México “latinoamericanizó” a los exiliados argentinos ¿Vos creés que es así?

J.B: Como dije, el viaje y la vida en México modelaron de algún modo mi visión del mundo. Lo de que nos latinoamericanizó es tal cual,  por lo menos en lo personal amplió mi interés por nuestros pueblos, su capacidad de creación, su historia, su lucha continua por la dignidad. Y más allá la convivencia con la hospitalidad de los mexicanos, hubo una una trama solidaria entre desterrados de la guerra de España que aún estaban vivos, y una colonia grande de exiliados de Centro y Sudamérica. Creo que el concepto, “latinoamericanización”, parte del gran intelectual panameño Jorge Turner, periodista, escritor, político y catedrático que se refirió a México como país receptor que albergó desde perseguidos de nazifascismo europeo a quienes huían  en Estados Unidos del macartismo; pensemos nomás que allí se exiliaron Martí, Trotsky, Aníbal Ponce, el Che, Rigoberta Menchú, entre muchísima gente. Además, se creó en el México de los 70 el Comité de Solidaridad Latinoamericana que, integrado entre otros intelectuales de prestigio como Rodolfo Puiggrós, dio mucha ayuda a los desterrados de esta parte del continente. Se me ocurre que en México habitaron sucesivas capas de exilio.   

APU: ¿Cómo fueron las tareas que se llevaron a cabo en México para denunciar las atrocidades de la dictadura en Argentina? 

J.B: Fue una tarea de todos, sí; aprovechábamos cualquier espacio de diálogo, cualquier micrófono. Los militares sintieron la remezón de las denuncias que se replicaban a nivel internacional, porque salieron a decir que éramos parte de una “campaña antiargentina”. Además,  con David Viñas, Alberto Adellach, “Cacho” Costantini, Pedrito Orgambide y José M. Iglesias fundamos la editorial Tierra del Fuego. También queríamos publicar una revista cultural que difundiera escritores de fuera y dentro del país. Creo que fue David el que comentó que en España hubo una idea similar que iba a llamarse Canto General y que no fructificó. La nuestra iba a llamarse Puente, pero el regreso de la democracia dejó al proyecto trunco. Queríamos que la dirigiera Cortázar, yo le comenté la propuesta y declinó cortésmente. Las razones eran obvias. Integraba el Tribunal Rusell y se prodigaba solidariamente con Nicaragua y con tantos países y tanta gente que, según me dijo, no tenía tiempo siquiera para escribir sus textos.    

APU: ¿Cómo repercutió el destierro en la escritura de los autores que se tuvieron que ir del país?

J.B: Afectó de maneras distintas. Por ejemplo Gregorio Selser multiplicó su producción, pero otros sufrieron “interrupciones”, para decirlo con una palabra que Gelman utilizó para titular sus libros. Juan decía que los primeros cuatro o cinco años no había podido escribir; lo mismo le pasó a Daniel Moyano y a Di Benedetto. Costantini dijo haber sentido un parate, pero luego recobró su ritmo de trabajo con fuerza. Es interesante el caso de Roa Bastos, que vivió medio siglo desterrado y contó que cuando a los 30 años llegó a Argentina exiliado hizo una pila en el patio con lo que llevaba escrito en Paraguay, le puso la máquina de escribir encima, y  prendió fuego todo. Decía: “sobre ese vacío empecé a trabajar”. En mi caso, y estamos hablando de alguien que estaba comenzando, no sentí la inacción, aunque siempre fui lento con la escritura de poesía y los procesos de corrección y cambios. Escribí en México 3 ó 4 libros de poesía, en años en que hice mucho periodismo para diarios, revistas y agencias de noticias, más una obra de teatro, Arrabal amargo, que mandé a Buenos Aires (se estrenó en el ciclo de Teatro Abierto) y preparé una colección de poesía latinoamericana en seis tomitos.   

APU: ¿Cómo influyó la experiencia del exilio en tu poesía?
 

J.B: Decididamente la atraviesa, porque hay esquirlas del exilio en mi vida familiar, mi vida laboral, mi juventud y mi vida adulta, y seguramente en mi imaginación y en mi manera de ver el mundo; por ende, lo que escribo ya viene con esa marca, nunca como un estigma, sino como el signo de apertura. Seguramente influyó en términos de escritura, de lenguaje, de cosmovisión. 


APU: Mucho se ha escrito y publicado sobre el exilio, y mucho se ha debatido, sin embargo pareciera que el tema aún no ha sido abordado en profundidad ¿Creés que es así?

J.B: Pienso que en nuestra sociedad es un tema pendiente que recorre toda nuestra historia. Un dato curioso es que en el Nunca más de 1984 no hay nada referido al tema. Esto lo han señalado también  estudiosos del tema como el investigador uruguayo Enrique Coraza quien enumeró puntos que se podrían abordar: las experiencias del destierro, la integración, la interacción con el país que dio cobijo, el regreso a la patria o la permanencia en el país receptor, a todo eso yo agregaría el tema de los militantes exiliados que brindaron al país que los recibió aportes sustanciales en el plano de las ideas en distintas disciplinas, y también a aquellos que continuaron su lucha por medio de la denuncia  y la acción, ya que hubo compañeros que murieron allí en la revolución sandinista, o sumados a la lucha en Guatemala, o se integraron al Frente Farabundo Martí. El libro Dos pueblos a los que amar, un mundo por el que luchar, con prólogo de James Petras, recopila la lucha en El Salvador y da cuenta de los militantes muertos allí de varias nacionalidades, entre ellos una decena de argentinos.

APU: Y vos ¿Cómo viviste el exilio?

Es un tema que vengo estudiando hace mucho, sobre el que hay mucha tela para cortar. Quizá escriba algo al respecto más adelante. Podría decir si, en apretada síntesis, que el exilio se vive en dos registros diferentes y a veces simultáneos, entre el estar aquí y ser allá, entre la realidad y el deseo, y que en esa condición hay siempre una parte de uno que queda a la intemperie. A propósito, en México existe la palabra “guacho” en náhuatl, que quiere decir “forastero, extranjero, fuereño”. De lo que vengo leyendo sobre el tema me interesa el pensamiento del uruguayo Edmundo Gómez Mango, escritor y psicoanalista que se exilió en Francia; escribió que el exilio es un desterradero de identidades y un duelo múltiple ante la pérdida de las cosas de la infancia y de la infancia de las cosas.