Tesis sobre el porno

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Tesis sobre el porno

06 Enero 2014

Por Daniel Mundo

I

El porno materializa la forma en la que el capitalismo libera las corporalidades, sometiéndolas a un régimen específico de explotación material y semiótica. El hundimiento del orden simbólico patriarcal y heteronormativo logrado a martillazos por feministas, postfeministas, transexuales, pornógrafos, publicistas, etc., no liberó nuestros placeres ni nuestros gustos ni nuestro sexo y los convirtió en placeres, gustos y sexos inéditos, sino que los liberó de los secretos y oscuridades que lo completaban: todo debe decirse, todo debe mostrarse. Se impuso la orden: ¡Gozá! (como declamaba Lacan), ¡Disfrutá!, como condición de existencia en esta sociedad posthumana. Hedonismo sin trascendencia en el que se neutraliza la realidad diferencial entre sexo y no-sexo, entre comunicación y no-comunicación, entre satisfacción y frustración. El texto porno como imagen despreciable, no reivindicable, abyecta, regula la adaptación visual y existencial de los hombres a las normas abstractas que impone la lógica del espectáculo. La semiodemocracia del espectáculo, la sociedad tolerante y no-violenta, encuentra en la realidad virtual en general y en el porno específicamente la pacificación totalitaria de cualquier anomalía, desviación o fuerza disruptiva. No hay género que sea más “pacífico”, “democrático”, liberal, que el porno. Sin embargo, en él se sustancia como en ningún otro que la violencia excluida de la imagen se impone, pacíficamente, en el deseo del consumidor. En el porno lo mediático se anexiona al sexo, así como en la publicidad la mercancía absorbe al deseo. En estos términos —mediático, publicidad, mercancía, signo, deseo, texto— se resuelve la democracia real del capitalismo del siglo XXI.

II

No hay relación sexual —diría no hay relación humana más reificada que la que representa el porno. El porno refracta la más mínima intrusión de afecto, en última instancia se entabla una relación impersonal en la que lo único común es el sexo. En este sentido, el porno representa la forma pura de la relación intersubjetiva reificada. ¿Qué significa una relación intersubjetiva reificada? Una relación en la que se invierten todos los sentidos, en la que se llama comunicación donde hay no-comunicación (no incomunicación, ya que tal cosa es imposible, sino ningún tipo de comunicación efectiva, salvo la material y mecánica, la que se realiza más allá de las intenciones de los actores, la impersonal, efectiva, exacta), donde la precisión del lenguaje técnico de gestión se valora como un logro en pos del entendimiento mutuo, donde lo que se llama amor no es más que contrato laboral, allí a la rutina se la llama sexo, y al sexo se lo reduce a un conjunto de actos ritualizados y mecánicos.

III

El Capital pasó de censurar la producción de signos, para controlar y disciplinar a sus intérpretes, a hacer proliferar las señales evidentes y multiplicar los textos obvios. Lo que en un primer momento fue vivido y festejado como el resultado exitoso de años de militancia y combates, se descubrió después que esos éxitos, en lugar de doblegar o debilitar al Capital, lo fortalecían. Pero ¿qué es el Capital? Significa muchas cosas, pero en principio, inversión. Hay Capital si hay inversión. El Capital crece de su inversión originaria. La inversión se produce sobre la misma superficie de los textos. Constituye la fórmula ideal para sobrevivir en la superficialidad. El Capital también es explotación: la lucha se entabla en un campo minado, explotador y explotado organizan un juego de fuerzas materiales y simbólicas cuyo destino es la irresolución, la postergación repetida del fin, porque el fin se invierte en un nuevo origen. El Capital también es creación, producción y circulación.

¿Qué crea, produce y hace circular el Capital? Antes que nada, inventa sus propias fuentes. Inventa, también, los mecanismos que garantizan su reproducción, como inventa, cuando lo necesita, los acontecimientos que requiere para transformar aquello que debe ser reproducido: el mismo Capital. Para lograr cualquiera de estas dos series de hechos (la serie de más-de-lo-mismo; y la de La Gran Novedad) se vale de signos. Estos signos son tanto materiales como simbólicos —y nada más material, es decir, en este caso, abstracto y simbólico, que el dinero y el sexo. Tengamos en cuenta que la vida de los hombres se conjugan en una contradicción: sometimiento al orden y dominio de sí se retroalimentan. El porno resuelve la contradicción irresoluble del capitalismo espectacular, produce un espectáculo masivo destinado a consumirse en la más extrema intimidad. Se dirá: pero esto es lo que sucede con todos los productos mediáticos (hasta la llegada de la tan proclamada interactividad virtual): una serie de efectos de sentido que el espectador recibirá de modo atomizado y aislado. Pero mientras una familia se congrega para cenar alrededor de la mesa mientras mira el telediario, imposible imaginar algo semejante alrededor del texto porno. Porque el porno representa —valga toda la ambigüedad del término— la materialidad representativa más fiel posible del sexo. El porno es y sólo es un texto virtual, la inmaterialidad y circularidad del texto, pues si vemos sexo en vivo, sin mediación de una cámara o una pantalla, aunque sea una orgía gargantruélica, no es porno (lo que no quiere decir que un tipo de mirada específico no pueda ser porno, porque, como dice la bibliografía especializada, el porno no es un objeto, una imagen, sino una relación y una mirada, una actitud), porque el porno es exactamente el texto que el Capital requiere para intervenir en la sexualidad: el porno es sexo espectacular mediatizado. En el porno se exhibe el límite de lo que una sociedad está capacitada para ver, y para ver de la manera en que él lo muestra. Pero este límite en la capacidad visual es el límite de una serie que recorre todo el espectro de los medios audiovisuales. Podría resumirse diciendo que para el presente orden epistémico la verdad no aparece como el resultado provisorio de una argumentación sino por la contundencia de una imagen: la verdad es solo lo que ves. La visibilidad y la transparencia hacen a la verdad. No hay verdad que deba permanecer oculta, matizada, ambigua. Debe ser contundente e indiscutible. Ésta verdad la captura el porno.

Como hay pocos argumentos válidos para justificar la acción del Capital, que despersonaliza todos los vínculos, que procesa como espectáculo todas las experiencias, éste prefiere los hechos desnudos (que son irrepresentables) a las discusiones interminables; y es más, prefiere la representación infinita de esos hechos irrepresentables y las discusiones mediatizadas a la más mínima materialidad discursiva que ponga en cuestión su producción constante de signos. Como por arte de magia, el Capital logra convertir en hecho representado aquello que se resiste a la representación. Por increíble que sea, el hecho irrepresentable solo asume valor en su representación. Nos volvimos caníbales de signos. Y como decíamos recién, esta representación no puede prestarse a duda alguna, esta representación pasa y se consume como el hecho mismo, sin ningún tipo de argumentación que confunda su contundencia. Y si hay un género que renunció al argumento, en el que se declara la inutilidad de cualquier argumento, es el porno, donde se “paga” la brutalidad de los hechos consumados frente a la pantalla (y sobre la cara de la actriz): he aquí la verdad. La pornografía (literaria o audiovisual) sin duda era un género menor en la era literaria, un género que junto a otros como la ciencia ficción, el policial negro o los enunciados de los medios de masas, eran despreciados por las elites cultas (al tiempo que lo consumían); hoy el porno mutó en otra cosa, “la esencia de nuestro régimen escópico”, asegura F. Jameson. Por ello, podríamos arriesgar y sostener que el porno ya no es un género entre otros, ahora validados por la cultura tolerante del liberalismo planetario, sino una determinada manera de mirar que busca en el modelo —y el modelo no es aquello a lo que el espectador desea parecerse (la teoría de la mímesis) sino aquello que ignora qué representa, mientras lo incorpora, aquello que envidia sin entender— la seguridad de su identidad y de su existencia. El fondo de esa identidad y existencia estará hecho de frustración y resentimiento, autocensura y felicidad empaquetada. No hay modo de imitar al modelo, lo que hace que el modelo se generalice: se universaliza como forma-de-mirar que es también una-forma-de-ser. Es el momento en el que en ciertas pantallas o medios se libera la imagen sexual (en la literatura, por supuesto, en el cine, el video, y mucho más en Internet; aunque no así en la pantalla de la televisión, por ahora, salvo que seamos capaces de ver porno-sin-sexo), en el que parece no haber ya ninguna prohibición para representar cualquier cosa (salvo la representación del mito, del espacio exterior de lo visible, que lo mismo visible produce para asumir sentido: el snuff o la pornografía infantil), el momento en el que parece poder exhibirse todo y de todas las formas imaginables, cuando lo maldito y transgresor se vuelve la misma norma de la banalidad, cuando la banalidad festeja como propias esas experiencias límite. Este momento consuma el momento del porno porque nunca como ahora se tuvo acceso al deseo, al recuerdo, al texto más caprichoso de modo más automático y rápido (siempre que ese deseo, ese recuerdo, ese texto haya sido codificado para ser exhibido). A lo que no accedemos es a la experiencia que debería transportar ese deseo, ese recuerdo o ese cuerpo textual, es decir al sentido de haber vivido ese recuerdo, de haber deseado ese deseo, marca imborrable de la piel (incluso los maníacos olvidan su obsesión plasmada en un video, lo importante es que, repetida, la obsesión aparezca en cualquier imagen).

IV

Vivimos una era que mantiene con el sexo, con el imaginario sexual, una relación por lo menos contradictoria: por un lado, el sexo parece haber perdido la trascendencia que tuvo en otros momentos (por lo general, la juventud del que lo recuerda, porque recuerda lo dificultoso que resultaba terminar en la cama con otra persona) —por ello en este viejo orden sexual el porno era marginal, estaba prohibido, se consumía a hurtadillas. Hoy, cuando el porno se consume en las condiciones óptimas, condiciones de consumo que nunca existieron con anterioridad, se genera la idea y la sensación de que ese infierno sexual nunca existió, que es la construcción imaginaria de una clase social para justificar su propia frustración, porque quizás el sexo solo ocasionalmente tuvo un sentido social como tiene hoy: estaba abocado a la mera reproducción —y a la satisfacción excedente en alguna incursión por los bajos fondos de la prostituta.

V

Uno de los mayores temores en el cambio de paradigma cultural, al pasar de la Galaxia Gutenberg, que tenía en el libro la columna vertebral de difusión y masificación de la reflexión y la sensibilidad, al Multiverso Mediático, donde la reflexión abstracta y la concentración silenciosa de la lectura son reemplazadas por actividades móviles y polifónicas, consiste en el abandono de la escritura como medio de resguardo y de transmisión del conocimiento[1]. A esta objeción se le responde con el dato estadístico de que nunca en la historia del espíritu humano se produjeron tantos millones de textos impresos como en la actualidad. Pero la escritura de libros ya no es el código cultural dominante. No se pregunta ni qué es la escritura ni cómo funciona, como si la escritura fuese una única práctica que se desenvuelve siempre de la misma manera. Como nos enseñó J. Derrida, escritura es registro (escrito, oral, iconográfico, etc.), y no es lo mismo un tratado de metafísica que indaga el sexo de los ángeles que un libelo de pornografía o un video improvisado y anónimo por el teléfono celular. Para no hablar de la lectura, la contemplación o la escucha, sus contracaras. El primer peligro consiste en interpretar todo esto como una pérdida o una banalización, y seguir sosteniendo como la única forma de registro (y de pensamiento) válida a la escritura de libros. Lo que sostiene entre las manos en este mismo instante no tiene valor: habría que traducirlo al código multimediático de la pantalla, desplegar las fotos, recorrer el power point, lo que P. Lévy investigaba y creaba en la última década del siglo XX, “la ideografía dinámica” —que según Arlindo Machado, “demandará todavía muchos años de investigación” para ver plasmada su realización material.

Frente a la rigidez y la univocidad del texto escrito (basta pensar la dirección de la lectura, de izquierda a derecha y de arriba para abajo), la forma multimediática o transmediática de creación y exposición de conocimientos traerá aparejada una transformación en el contenido del conocimiento, en la manera de conocer, en el modo de pensar, de percibir y de gozar, de comunicar y de entablar el vínculo interhumano. Detractores y defensores de las nuevas tecnologías tienen sus argumentos incuestionables, por lo general antecedidos por la aclaración de que lo que se leerá a continuación será un enunciado que escapa a esta dicotomía maniquea de los tecnófobos o de los tecnófilos. Nosotros queremos asumir la contradicción, no superarla. Pensar lo positivo hasta las últimas consecuencias, tomar como cumplido el delirio más extremo vomitado por la ciencia ficción, imaginar que lo que más tememos ya se hizo realidad: que el porno es la forma de vínculo y de comunicación social predominante, por su eficacia, su transparencia, su redundancia y la sutil e irresoluble complejidad que toda esta obviedad trae consigo. No vivimos en una sociedad que acepte así como así la idiotez: queremos una idiotez procesada como inteligente. Pero que no suponga un gran esfuerzo desentrañarla.

Pensar de modo multimediático no significa pensar por muchos medios a la vez (por lo que comúnmente entendemos por medios: computadoras, Internet, nuevas Tecnologías de la Comunicación, ciberespacio, etc.), o sí, pero básicamente significa pensar y percibir y habitar y ser por diagramas distintos a los del pensamiento racional y abstracto, por imágenes, por sonidos, hasta por silencios que son reales y virtuales a la vez, porque responden a otra estructura perceptual, a otra corporalidad, a otros deseos. Por supuesto, los medios intervienen, generan interfaces nuevas, hasta podemos llegar a pensar de modo distinto, pero si estas interfaces no somos nosotros mismos, puntos nodales, ideas robadas, imágenes de otros convertidas en propias, seguiremos respondiendo a la técnica aunque la deconstruyamos hasta su último chip. Porque siempre habrá un elemento que no lleguemos a deconstruir, un afuera de la visibilidad total que no sólo nos resultará invisible sino que organizará todo el orden de lo visible. ¿Entienden a qué me estoy refiriendo? Una imagen omnipresente y que sin embargo no es digna de ser pensada, estudiada, investigada como se merece. No es que veamos porno en todos lados, como les pasó a los inquisidores con sus famosas brujas trasnochadas. Pero que lo hay, lo hay.

VI

El ojo no es neutro ni pasivo, lo que ve lo ve porque está formado, educado, para verlo. Aprendemos a mirar mucho antes que a hablar.

VII

La crítica moralista al porno —en realidad cualquier tipo de crítica, la moralista o la estética, la que opta por el erotismo para desvalorar al porno, etc.— no tiene ningún sentido si antes no somos capaces de franquearnos los goces que experimentamos en nuestra vida cotidiana en relación con cualquier mercancía, en el shopping, en la oficina, en la calle, en las librerías, en las disquerías, en las vacaciones, en los museos, en los supermercados: la fascinación siniestra que nos embarga al enfrentarnos a tal cantidad de dispositivos de gozo (de exigencia de goce), con el concomitante desorden pulsional que arrastra. No que el goce esté programado y calificado —incluso en la perversidad más singular—, crítica más que habitual al capitalismo desangelado; ni que haya una experiencia auténtica e intensa de goce, a diferencia de los incontables goces socialmente impuestos; ni tampoco que el malvado capitalismo en su madurez nos prive de las intensidades afectivas que disfrutaríamos en una comunidad no capitalista, no alienada, más “natural” y orgánica, más sexualmente liberada, subterfugios críticos para no asumir la complejidad existencial en la que se trama nuestra vida: es la sensación de goce misma, todas, incluso los goces exclusivos, la que se tiñe de un halo de falsificación en cuanto tomamos distancia de la experiencia, no porque sean falsos —¿quién estaría capacitado para decir “este goce es real, este otro es falso”?— sino porque en el inmenso circuito de los intercambios capitalistas de “bienes”, mercancías, afectos, personas, todos los goces parecen ser posibles, pues hasta la mercancía más ínfima se presenta para ser gozada sin culpa. Es la capacidad de experimentar goce de otro modo, no con otros objetos o imágenes sino de otra forma, lo que se obturó. Una vez más: no es remplazando lo explícito por lo velado como se logrará encauzar el torrente de nuestro goce, es explorando lo explícito hasta su propia oscuridad —que poco tiene que ver con sus “reales” condiciones de producción o circulación: la mujer es una esclava sexual, los porno star son actores, el sexo-al-desnudo es una ficción. La oscuridad anida en lo explícito.

VIII

Mirar porno quizás nos permita delinear el perfil de un nuevo tipo de ser humano, una nueva antropología hecha de naturaleza y artificialidad, de técnica y sensibilidad, de soledad y sexo. Nos gustaría hacerlo al margen de la discusión humanista o posthumanista sobre el universo de la técnica, sabiendo que no existió género artístico que se adaptara más rápido a la innovación tecnológica que la pornografía, desde el daguerrotipo, el estereoscopio, los cortometrajes mudos en la década del diez (Argentina en aquel momento fue el paraíso para filmar estas imágenes), la industria cinematográfica de la pornografía en los setenta, el video e Internet. La subjetividad a comienzos del siglo XXI se delinea y perfila preponderantemente por el medio audiovisual. Su ideal de transparencia y veracidad se encuentra tanto en el telediario como encarna en el texto porno. La cámara lenta, el zoom, el primer plano o la simple repetición de la imagen en un programa deportivo, por poner algunos ejemplos, no pueden no alterar el modo que tenemos de percibir los fenómenos. A eso habría que sumarle el procesamiento hogareño de todo este potencial de imágenes que posibilitan la webcams, las tablets y las filmaciones con los teléfonos móviles. Internet profundizó, agudizó y multiplicó ese deseo —cuya creación se le adjudicaba a la televisión o al cine— de experiencias reales y acontecimientos auténticos que caracterizan la identidad mediática, que viene acompañado con la imposibilidad, la incapacidad de experimentarlo como su marca de fabricación. La experimentación consiste en la misma frustración de no poder experimentarlo. Si en un lugar todo este dispositivo de imágenes únicas e idénticas a otras miles comenzó a reunirse es en el porno, género tan minusvalorado y despreciado como incomprendido. Y quizás nos resistamos a comprenderlo porque tememos que el aburrimiento que se le impugna, la repetición, la tautología, el exhibicionismo y la redundancia que caracterizan a su lógica argumentativa, la carnalidad y la sexualidad sin afecto que representa, termine reflejando el perfil de nuestra identidad real y auténtica. Confiamos que el porno nos permita esbozar una Teoría de los Medios Actuales y Futuros.

[1] El renombrado filósofo Pierre Lévy esquematizó la historia del espíritu humano en tres grandes códigos de comunicación: el de la oralidad (fundado en la memoria humana, en la narración y en los ritos), el de la escritura (basado en la interpretación silenciosa y en la teoría), y el de la informática (sustentado en la modelización operacional y en la simulación como forma de conocimiento, en donde la materia se vuelve información y el cuerpo humano un signo entre signos), en L’Intelligence collective. Pour une anthropologie du cyberespace, La Découverte, Paris, 1994.