Temblor de clase: reseña de la novela “El nervio óptico”, de María Gainza

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Temblor de clase: reseña de la novela “El nervio óptico”, de María Gainza

07 Marzo 2021

Por Dani Mundo | Foto: Roxana Schoijett

 

Creemos que las nubes han sido injustamente estigmatizadas.

Estamos en contra del elogio al cielo azul.

Société des Nuages

A veces me parece que los libros y las novelas empezaron a sufrir una vida en tres tiempos, semejante a la de las noticias o las series en el cable: un primer momento, cuando recién aparecen, cuando todo el mundo habla de ellos, ese instante de urgencia en el que cualquiera te espeta: “¿Pero no viste tal cosa? ¡Esta buenísima!”. Luego, un segundo momento menos frenético, cuando el tiempo pasa, cuando las reseñas en los llamados “suplementos culturales” menguan, cuando desaparecen de las vidrieras y comienzan el lento declive hacia el olvido y las mesas de saldo de la calle Corrientes. El tercer momento acontece cuando es reemplazado por otro libro u otra serie.

Es ni más ni menos que la espectacularización fatal de la cultura, su agotamiento. El pensamiento y el arte se vuelven mercancías y objetos de consumo intercambiables por la última novedad del mercado progre. Esto murmuraban los filósofos hace cincuenta años atrás, hoy lo advierte cualquier despistado. Me gusta que mi primera lectura de El nervio óptico (editorial Anagrama, 2017) ocurra cuando la novela anda por su sexta reedición. Me gusta también que un amigo me la haya recomendado (me prometió prestármela, pero nunca lo hizo), y que yo la haya comprado en la librería del barrio. Hacer una reseña o una lectura de un libro regalado como “prensa” me parece un chantaje. Así está la crítica literaria en nuestro país. Seis reediciones quieren decir que no tengo que publicitarlo para su venta, ya tiene el aval de su público. Me gustaría detenerme en lo que fueron para mí las cuestiones medulares del texto, esas que me movilizaron lo suficiente como para tener la necesidad de escribir sobre él.

Ni bien leer las primeras páginas me invadió ese sentimiento que me invade cuando llego tarde a una fiesta —confieso que me gusta llegar tarde a las fiestas, cuando los que quedan ya están bien colocados: todo fluye con amor o con odio ahí, nada de medias tintas, ya nadie se engaña con apariencias progresistas, los maquillajes empezaron a borronearse y es probable encontrar a un amigo abrazado al inodoro. La fiesta empieza cuando se pierden las formas. La narradora pertenece a una familia de alcurnia, conocieron Europa antes que las masas de la clase media, y vive el museo como si fuera su propio espacio de existencia. Gente culta, digamos. Pero en crisis material y simbólica. Éste es el sentimiento que me invadió cuando leí la primera página de El nervio óptico. Tenía la sensación de que la iba a pasar muy bien, que me iba a divertir y que también iba a empatizar. Arranca invocando una escena sanguinaria inmortalizada por Alfred de Dreux (pintor al que no conocía, aunque ahora sé que es muy famoso) en la que unos perros asesinos están por darle caza a un pobre ciervo. ¿A quién estará simbolizando ese ciervo? En el relato, a una amiga de la infancia que murió por un tiro perdido al lado de un coto de caza. Vaya símbolo. Prometía sangre el libro. No sangre roja y chorreante, quizás, pero sí conflictos familiares y de clase que siempre son entretenidos. Ni bien empecé, no pude levantarme más de la hamaca paraguaya. Es un libro que se lee de corrido.

Que lo haya leído de corrido, sin poder parar, puede tener diversas interpretaciones, desde que es una novela pasatista y veraniega, como tantas a las que nos tiene acostumbrado la editorial Anagrama, hasta que es una novela densa pero escrita con mucho respeto y cariño por su lector. Gainza es muy amable con su lector. Se huele la síncopa de la editorial independiente, donde conoció su primera edición, Mansalva. Al lector es como que lo va cortejando hasta lograr que a éste no le moleste su propia ignorancia, esa ignorancia que los aficionados al arte solemos cubrir con algunos datos de color. Gainza es una erudita. Su manera de moverse por la historia del arte, deteniéndose en pequeñas anécdotas que no se leen en un libro de Gombrich, me hizo acordar al maestro de la amabilidad, el inigualable John Berger. Sentí que la prosa de Gainza no quería exhibir su erudición; su gran erudición y su intelectualidad ceden frente a la Gainza narradora. Podés ver con claridad las situaciones, las habitaciones y los personajes que se van describiendo y narrando, y también ves, como por el rabillo del ojo, los conflictos psíquicos y sociales que acosan a los personajes. Algunos los menciona Gainza. Es una novela que merece y que hasta exige una segunda lectura —lo haré cuando termine esta reseña escrita en caliente.

Mi relectura no está motivada por el contenido intelectual del libro, que es mucho y que es lo que en un momento empieza a inclinar el relato hacia una zona de confort, digamos (muy suavemente sobre el final gana el dato de la especialista por sobre la intensidad de la narradora), sino que precisamente es por otra cosa por lo que volvería a leerla, por cómo logra que la densidad intelectual de lo que está narrando se entrecruce con anécdotas cotidianas de la protagonista, sin que el lector note el salto de un mundo al otro, hasta el punto de que varias veces me pasó que necesité volver atrás para recordar dónde había comenzado ese relato que ahora estaba terminando. Me encanta la digresión. No me gusta el término rizomático porque me parece un tecnicismo de moda, pero podría decir que el estilo de Gainza es rizomático.

El punto más alto de esta forma divagante de narrar lo encontré en el segundo episodio, cuando introduce la historia de nuestro gran pintor manco Cándido López —en verdad, tal vez ésta sea la anécdota que más me gustó, pero hay por lo menos diez otras divagaciones que voy a releer con mucho placer. Es muy triste todo lo que le pasa a López a lo largo de su vida. Ese capítulo termina con una de las moralejas más lindas del libro, una de sus escenas más inolvidables (para mí). La voy a contar, aunque alguno me llame spolier o aguafiestas. El momento es la madrugada. La narradora está durmiendo en la cama con su marido. Suena el teléfono. Los dos saben quién es, porque no es la primera vez que este amigo del alma de su marido llama a esas horas intempestivas. El marido se niega a atender. Ella contesta, charlan un rato, hasta que ella toma aire y le cuenta que están esperando un hijo. La situación se tensa. Entonces este ex cuñado de su actual marido la llama “Negra”, y no hay nadie más lejos de ser “negro” que esta chica/señora de clase media cool e inteligente: debe ser bien blanca porque escribe que “en medio de la noche oceánica su voz me dijo “Negra”, y con eso delató que no me conocía porque nadie que me haya visto me diría Negra”. Qué confesión dilemática. Conocer es ver. ¿Basta ver para conocer? No solo molesta el racismo que subyace, y que perturba a la misma Gainza; es como que se interroga, ella, una crítica de arte, si auténticamente alcanza con ver para conocer. Lo que el otro le contesta por teléfono surte el efecto de un cross a la mandíbula en la interlocutora, porque si bien escribe que al llamarla así es evidente que no la conoce (?), lo que le va a decir ahora da cuenta de la psicología profunda que maneja este señor jipón que estuvo internado en más de una ocasión por adicción. La narradora le confiesa y tal vez se confiesa a sí misma uno de los terrores más grandes que pueden invadir a una futura mamá. Y Charly, este amigo de su marido, le zampa esa verdad trascendental que ella no va a olvidar más: “Negra —e hizo una pausa—, nadie nunca está preparado para nada”. Qué simple, y cuánta sabiduría. Es cierto que es una sentencia universal aplicable a cualquier momento, y es muy probable que no haya sido la primera vez que Charly la pronunció. No importa. Era lo que la narradora debía escuchar para seguir respirando. Es más fácil confesarles a desconocidos los terrores secretos que a la persona que tenés durmiendo al lado. De noche, además, en la noche oceánica. En ese párrafo sentí ese temblor del que habla en otra parte la narradora, y que ella adjudica a los efectos que provocan algunas pinturas, que alteran los estados corporales y mentales de sus contempladores. Es un sentimiento que a mí también me ocurre con algunos libros, o con algunas oraciones o escenas sueltas de un libro, como ésta que acabo de narrar: “la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva”. Algo que te atrapa, te sacude y necesitás volver a ver o releer con cierta ansiedad. Qué linda palabra “cautiva”.

(Puede ser que esta escena me haya cautivado como lo hizo, además, porque a uno de mis amigos íntimos, de tez blanca, rubio, con ojos claros y doctor en filosofía política, incomprensiblemente yo también lo llamo “Negro”: “sos el único que me llama así”, me dice siempre; él me llama fenomenológicamente “Mundano”; son epítetos de cariño).

El gran tema de la novela, para mí, es la herencia. La herencia o legado social y familiar que vincula a una generación con otra. Quizás este tema me parece el central porque en estos días justo venía pensando en la cuestión de la herencia: ¿qué hace uno con la herencia? O mejor: ¿qué hace la herencia con uno? La narradora lo dice explícitamente, su derrotero fue de niña rica a adulta pobre aunque no tan pobre: “Un/a pobre con Osde”. Alguna clase social hereda bienes (y males); otras, en cambio, tan solo “heredan el viento”. Gainza pertenece a la primera. La generación de sus padres no supo o no quiso resguardar la herencia, y podríamos decir que la despilfarró. En este caso se heredan hábitos, no propiedades. Maneras de mirar el mundo. Sensibilidades. El nervio óptico fue la forma que encontró Gainza para desmontar y volver a organizar su sensibilidad. Hubiera podido quedarse en el lamento o en la repetición maníaca; lo elaboró, en parte, exhibiéndolo. No es la misma persona la que empieza a escribir un libro como éste, que la que lo termina.

En El nervio óptico no sólo está el tema de la herencia material frustrada, quiebre que se da entre la generación de la madre y la suya. Es también una ruptura cultural, la decadencia del poder simbólico y material de una clase social que fracasó en su proyecto de nación y de comunidad, y que corre a la embajada de EE.UU. frente al menor chispazo de fuego. Sin quererlo, la novela explica la crisis cultural que asola a nuestro país, porque la clase culturalmente hegemónica fue derrotada en su tarea de formación social. O simplemente abandonó los puestos de control. Se plegó al mercado. No sabemos qué hacer con la cultura. Es muy delicada esta denuncia que hace Gainza, pero muy certera. Muchas de las pinturas que refiere o las anécdotas que recrea provienen de nuestros museos abandonados, que sin embargo atesoran piezas muy valiosas. La clase media se apura a ir al museo ni bien pisa tierra primermundista, pero ni se le ocurre visitar el que está a la vuelta de su casa. Así de injusta es esta clase social. Gainza se burla a lo grande de esto, ella que recorre sola los silenciosos pasillos de estas instituciones venerables.

Si la herencia que se recibe sigue manteniendo su poder simbólico y material, el que hereda casi no advierte la visión distorsionada de la realidad que implica pertenecer a la clase social a la que pertenece: nunca se cae el decorado de su mundo de princesa incomprendida. Pero si la herencia está arruinada y en default, en ese caso el que hereda sufre en carne viva el desequilibrio que debe soportar para sobrevivir social y psíquicamente: finalmente pareciera que la escritura representa un exorcismo y una especie de expiación. En la novela de María se huele ese vértigo. Su pasión por el museo proviene de búsquedas personales, pero también forma parte de la herencia materna y familiar. No estar nunca preparado para la vida es equivalente a percibir el desfasaje de clase que se produce entre una generación y otra. La ruptura cultural que viven los que crecieron en los años menemistas —se quedaron sin guías y tienen que estar ajustando como pueden su brújula existencial— no es la primera vez que la juventud entra en lucha con el mundo que construyeron sus padres, un mundo injusto, desigual y acomodado a sus propios intereses. El nervio óptico relata esa lucha. Nos muestra la manera en que Gainza pudo apropiarse de los bienes del enemigo (simbolizado en su madre) y armar otro relato. Un relato íntimo.

Este libro, la primera novela de una prestigiosa crítica de arte, es una forma de tramitar esa herencia malsana. Su debe y su haber. Y creo que sale exitosa de la tarea. Me hizo acordar a Pasaje al acto, la segunda novela de Virginia Cosin, donde la narradora se despacha saldando cuentas con gran parte de su familia. Tal vez estas novelas dan cuenta de búsquedas y re-soluciones de situaciones familiares injustas y desiguales para con ellas. Incluso en la pequeña clase media alta las niñas mimadas se convierten en damas que tuvieron que inventarse solas, en contra de sus seres amados, a veces incluso en contra de sí mismas. Lo importante es que lo lograron.