Stranger Things: el "sottogoverno" rompe el espacio-tiempo

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Stranger Things: el "sottogoverno" rompe el espacio-tiempo

17 Agosto 2016

Por Lucas Malaspina

No se ve: se engulle. Los 8 capítulos que constituyen este nuevo gran éxito de Netflix actúan como una droga sintética de potencia inusitada. Mucho se ha dicho de las referencias de Stranger Things a Stephen King, Spielberg, George Lucas, y de su epiléptica conjunción de entrañables sonidos post-punk y new wave. Pero, ¿qué nos deja cuando se va máquina fantástica de nostalgias (y paranoias)? ¿De qué habla la serie, más allá de esta adictiva combinación de sci-fi y terror?

Aunque no seas especialmente devoto de las películas de clase B, ni de la temática científico-técnica a la que remiten muchas de ellas, Stranger Things revolverá en tu cabeza toda la estética y la emotividad que, todavía en los 90, se podía degustar en las sesiones de "Cine Shampoo" (eso a lo que accedía todos los sábados a la tarde, Canal 13 mediante, un pibe de clase media baja cuyos padres habían dejado de pagar la TV por Cable que otros aún disfrutaban en tiempos del menemismo): E.T., Volver al Futuro y aun Karate Kid (pero en la señal de las tres bolitas). Acá residirá seguramente una de las claves sentimentales de la serie: la referencia al "bullying" que todos sufrimos e hicimos sufrir, cuando ni siquiera se llamaba así; esas peleas entre proto-pandillas escolares en la primaria y también en "la prepa", tan estériles como formativas de la propia psicología y de la percepción de uno y/contra/entre los demás; los conflictos amorosos de la pubertad y de la adolescencia, el descubrimiento de esos incomprensibles códigos que permiten y bloquean las conexiones espirituales y sexuales; la distancia, en un mismo ámbito socio-educativo, entre las familias más acomodadas, y lo que se suele conocer como "white trash", representada genialmente en este caso por Winona Ryder y su familia, es decir núcleos de clase blanca trabajadora sin perspectivas de ascenso social, poco cultas y de modales torpes. Es decir, Stranger Things no habla sólo de las aventuras de un grupo de pendejos, habla de todas esas cosas que nos ahogan cuando empezamos a salir al mundo. La estigmatización, la inseguridad, la incomprensión. Nada nuevo ni demasiado profundo, pero efectivo por certero.

Stranger Things, situada en un pueblo estadounidense, Hawkins, en 1983, cuando todavía no se imaginaba que la Guerra Fría acabaría más temprano que tarde, exhibe un panorama sombrío y desolador, si se considera desde el punto de vista de la ideología que promulga el establishment yanqui. El detonante es la desaparición de un niño llamado Will Byers, integrante de un grupo de pequeños amigos estereotipados como "nerds", visiblemente destacados en ciencias exactas y naturales, fans de Star Wars y sobre todo de Dungeons & Dragons, un juego de rol que los capacita para afrontar gran cantidad de situaciones excitantes. Este hecho conmociona a toda la comunidad, empezando por su familia y sus amigos, y obliga al jefe de la polícia comunal, Hopper, a investigar lo sucedido.

En teoría, Will es abducido por un monstruo (Demogorgeon) que administra las extensiones de otra dimensión, "Upside Down", una suerte de "mundo del revés", una suerte de copia del propio mundo que habitamos, pero a la cual no se puede acceder normalmente. Los chicos se acercan a la comprensión de este mundo tras una charla con su profesor de ciencias, Clarke, quien les dice que si se aportara una enorme cantidad de energía, sería posible romper el espacio-tiempo y acceder a esta dimensión. Es entonces cuando la ficción ensaya una crítica política, y la serie se alimenta de una angustia exasperante, donde la libertad que promete el "sueño americano" y la utopía del "Estado de derecho" es sistemáticamente puesta en cuestión. En la zona donde desaparece Will, funciona un islote del complejo militar-industrial, perimetrado para impedir el acceso de la comunidad, bajo la fachada de una planta de energía eléctrica.

A fin de perfeccionar sus armas contra la Unión Soviética, la CIA había intentado penetrar en esta otra dimensión (hay una sutil referencia a la "teoría de las cuerdas", que habla de la posibilidad de varios universos simultáneos, aunque según el profesor de física teórica Paul Steinhardt, la energía de una planta como la de Hawkins, no habría podido permitir esa situación). Pero en ‘Stranger Things’, la CIA y el gobierno no sólo juegan con fuego, conjurando fuerzas que, como el brujo del que hablaba El Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, luego ya no pueden controlar y se vuelven contra la estabilidad que dicen procurar (cualquier similitud con ISIS es pura causalidad). Así el viejo mito de que los rusos usaban niños para experimentar nuevos desarrollos para-psicológicos como la telekinesis y la telepatía, aparece en este caso como una política impulsada por la CIA y el gobierno federal. Una distancia crítica que se permite este producto de Netflix, respecto a la inescrupulosidad de los servicios de inteligencia propios, quizás posible porque hoy la Unión Soviética ya no existe, y que contrasta con el tratamiento de la DEA en Breaking Bad, que aparece como un aparato impoluto desvinculado de las mafias de la droga. Esta distancia es llamativa, porque aunque va en línea con la percepción nada inocente sobre este problema en Homeland, The Americans o House of Cards, las referencias (de cualquier tipo) sobre el Evil Empire soviético brillan por su ausencia. Si se quiere, sugiere, de alguna forma, una introspección cultural negativa respecto al Estado de excepción y el discurso securitario, antes que una percepción nihilista o equidistante.

Una niña con una actuación descollante representa aquí el drama de una vida destrozada por la manipulación del ese Estado profundo y subterráneo que se protege y se reproduce a sí mismo más allá del personal político circunstancial que solemos elegir en las elecciones. La llaman Eleven (Once); los espías y científicos que colaboran en el proyecto se la han apropiado y despojado de su identidad original, negándole el contacto con su familia, y viviendo encerrada sin más contacto que con la gente que la usa como rata de laboratorio. La historia de Eleven, fuera de lo imaginario, encuadra en el perfil de un caso del Banco Nacional de Datos Genéticos, también podría sentirse identificada con Jacobo Timerman, el autor de Preso sin nombre, celda sin número... o con un recluso de Guantánamo. Por sus cualidades paranormales, la niña es utilizada para penetrar en el "Upside Down", pero tras su interacción con el Demogorgeon, logra escapar al mundo real y se hace amiga de los chicos, que buscan a Will. Ella tiene en claro algo: a los agentes y técnicos del "sottogoverno", que la persiguen para continuar usufructuando su poder, los denomina como “gente mala”.

Cada vez que el sheriff Hopper, medicado psiquiátricamente y con aparente propensión al alcoholismo, intenta atar cabos sobre lo sucedido, las fuerzas federales, en su afán por borrar los rastros de sus porquerías, aparecen ‘solucionando’ los problemas de investigación con los que se topa, arguyendo superioridad jurisdiccional: matan indiscriminadamente a un hombre que intenta ayudar a Eleven y también intentan lo mismo con los niños que buscan a Will, montan una escena donde supuestamente aparece Will, para así cerrar el caso, aunque el cuerpo es falso. Nada que envidiarle a Stiusso y compañía. Sobre el final, se comprende que Hopper sólo busca restituir el mediocre universo cotidiano de Hawkins, que aparece incidentalmente afectado por las tenebrosas inmersiones del cripto-Estado, y en vez de salvar a Eleven, parece aprovechar su "know how" sobre el proyecto para llegar a un acuerdo con la CIA. Hopper delata el paradero de Eleven, que es de este modo sacrificada a cambio de una colaboración del gobierno federal en el rescate de Will.

Eleven, suerte de mesías que puede traducir lo ocurre entre ambos mundos, y que sacrifica su estabilidad psíquica para enfrentar a la monstruosidad del "Upside Down" en beneficio de algo tan noble y ordinario como la amistad, es ocultada nuevamente por el Leviatán kafkiano. Este final (provisorio, pues ya se habla de una posible segunda temporada) es un mensaje profundamente escéptico, decepcionante, sobre el mundo. Los agujeros que se abren, y que permiten descubrir el funcionamiento de un sistema anti-humano, son emparchados con el egoísmo y la conformidad de un guardián gris que sólo quiere conservar su estrecho horizonte.