“Rocío”, cuento de Emiliano Ramos

  • Imagen

“Rocío”, cuento de Emiliano Ramos

21 Marzo 2021

Por Emiliano Ramos | Foto: Laura Elena Tasada

Rocío

Le gustaba sentir esa leve humedad fría sobre sus pies al caminar sobre el césped en las noches lentas de Beltrán. Cada vez que llegaba el verano esperaba con entusiasmo la llamada que le avisaba que tenía que prepararse, porque pronto pasarían a buscarla. Sabía que se quedaría un buen tiempo y sabía, mucho más alegre, que podría pasarse toda una noche en el extenso patio, caminando y buscando esa sensación agradable del verde suave y húmedo, hasta cansarse o irse adentro y evitar los mosquitos del verano musiqueante que va apareciendo con la caída del sol sobre la línea opuesta a la marca el río. El pueblo quedaba al norte de la gran ciudad, atravesado por la ruta y las vías del tren. A un lado de la ruta, hacia el río, desde casi el comienzo de la división del pueblo, estaba La Fábrica. Cada vez que llegaban a ese tramo de la ruta, antes de doblar hacia la poblada por calle Leleu, Rocía observaba la gran extensión del terreno que mostraba La Fábrica. Veía algunas de sus edificaciones, los árboles que formaban una línea impidiendo ver más allá, siguiendo su extensión paralela al río. Miraba todo el cercado de púa, los puestos de vigilancia. Todo era silencioso en ese pedazo secreto de las latitudes. Se detenía en los movimientos que había más allá, en lo desconocido. Ahí fabrican armas, pensaba, lo sé porque me lo dijeron la primera vez que vine; “como una juguetería para grandes”, me decían. Rocía siempre se sorprendía al llegar y observaba todo como la vez primera, con la misma fascinación. También, con la misma imaginación que resolvía todas sus incertidumbres.

Ese verano se podía quedar más tiempo en el patio, después de hacer sus tareas y cumplir sus severas obligaciones domésticas. Pese a aquello le gustaba llegar a ese momento y ponerse a leer las siluetas clandestinas en la poesía de Storni, o mirar los puntos titilantes de la altura imposible que establecía el cielo. Disfrutaba ese momento de libre respiración, de victoriosa alegría. Así eran los días, sus noches. Todo allí era demasiado tranquilo. No había nada de preocupante en un pueblo pequeño, distante de la urbe abanderada. Nada tampoco en la casa, salvo cuando Horacio se rabiaba por alguna cosa o se ponía insistente en alguna tarea determinada y se enojaba si no se hacía bien. Muriel no decía gran cosa y la impacientaba para que lo hiciera otra vez. Pero, pese a todo aquello, se podía decir, como decían las doñas, todo andaba bien. Rocía siempre esperaba su momento para liberar el cansancio del día. Era ese momento donde todo se disipaba con las raíces sobre la tierra, donde sus sensaciones encontradas la hacían libre, donde la dulzura rompía cualquier odio posible en la extensión de los terrenos.

Una madrugada en la que le costaba dormir por un golpe en su brazo, escuchó un gran ruido violento en una de las casas cercanas. Algunos gritos autoritarios y otros de angustia inconmensurable. ¿Será que le estarán robando?, pensó. Pero a la mañana siguiente nadie mencionó nada en el desayuno. Tampoco en el pueblo, cuando salió para la verdulería, nadie, ni en rumores, mencionaba nada de tantos ruidos, de tantos golpes. Solo alguna gente mencionaba el apagón de una de las cuadras cercanas. “Siempre pagando este pésimo servicio”, escuchaba decir con desdén.

Cuando llegó a casa, con todo lo necesario para hacer una tarta de calabaza, Muriel, apenas la vio llegar, le dijo quedamente que después del almuerzo se iba a ver unas primas, por unos días. En el almuerzo no se hablaron grandes cosas, pero todo andaba bien. Rocía saboreaba su porción de tarta con alegría de lo sabrosa que estaba, siendo la primera vez que se animaba a hacer esa receta improvisada pero de aromas coloridos de certeza. Terminaron y Muriel la ayudó a juntar y lavar los platos. Un saludo al rato se hizo con un abrazo ligero y enteramente cautelar. Un último saludo desde el cerco que da a la calle junto a Horacio les dejó una débil sonrisa. Después fueron para adentro. Horacio se puso a mirar televisión y ella a esperar la llegada del sol a la línea inicial de la noche.

Ya los grillos entonaban las notas negras de la noche y Rocía estaba caminando sobre la humedad enverdecida y fría del césped. Leía, lento, como gustaba leer versos con esa sensación bajo los pies, «cuando los capullos caen de la rama/ dos veces seguidas no florecerán», y repetía después, más lentamente, su sonido, susurrando. Estuvo así largo rato hasta que de golpe dejó de escuchar la televisión. Qué raro, pensó, es la hora de sus programas preferidos. Esperó un rato, con su lectura interrumpida pero con los pies sobre el césped, haciéndolos hacer pequeños círculos incompletos, hacia los lados, respirando el aroma de la tierra mojada exaltado por la amplia noche. Pero toda esa tranquilidad se interrumpió. El foco de luz del patio se apagó pero quedaron los de la casa encendidos. Se levantó del pequeño tronco donde estaba sentada y fue a ver qué pasaba dentro, y encender la luz nuevamente. Pero apenas atravesó el cuadrante de la puerta y avanzó unos pasos, las luces de la casa se apagaron y nada, a su alrededor, se veía, más que tenues siluetas ayudadas por la intensidad de la luna que entraba por los ventanales. Sintió un golpe fuerte sobre su espalda y cayó al piso, lanzando un grito incompleto. Pero no pudo levantarse porque en su cuerpo había manos que la sujetaban y multiplicadamente la tocaban por todos lados, en sus íntimos rincones. La forzaban contra una masa hostil y descompuesta que, silenciosa, en ese momento oscuro, concentraba la sistemática crueldad de una casa violentada. Los gritos se hacían imposibles y descoloraban cualquier esperanza de zafar de esas manos que parecían cien o miles: todas tenían un guante y todas tenían un anillo. En un quiebre conquistado de la fuerza, Rocía, con sus ojos verdes y desbordadamente húmedos, logró zafarse y corrió hacia la puerta que daba al patio. Corrió con todos sus miedos atravesando el cuadrante, sin mirar lo oscuro del ambiente ni ese rostro selvático refugiado en la oscuridad, y sus pies, que ya pisaban pesadamente el césped, se desvanecieron lentos, sobre el reciente rocío de la noche que se apagaba por un golpe ensordecedor, como el que siempre se imaginaba al pasar frente a La Fábrica.