Nac & Porn

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Nac & Porn

06 Enero 2014

SUMARIO // ESPECIAL PORNO: Presentación, por Daniel Mundo / Deseo y política: estilos radicales, por Luis Diego Fernández / Tesis sobre el porno, por Daniel Mundo / Los buen*s chic*s queer frecuentan las muestras de “arte postpornográfico”, por Leonor Silvestri / Sexo y erotismo en la vejez, por Gabriel Katz / El porno después del porno, por Laura Milano / La pornografía en el semiocapitalismo, por Florencia Marciani

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Presentación, por Daniel Mundo

El porno está de moda. Se organizan Jornadas en su honor, se lo debate en congresos y en dossiers como el que aquí presentamos. Se habla de él todo el tiempo y en cualquier lugar. Esta moda, sin embargo, es muy diferente de la que supo gozar en la década del setenta, cuando la industria cinematográfica de la pornografía arribó a las salas del circuito comercial, y las masas se volcaron a mirar películas XXX como nuevo entretenimiento. Hasta la virtualización de la imagen porno, hasta la aparición de Internet, la pornografía y sus ceremonias mantenían un carácter extraordinario para su contemplación y disfrute: había que traspasar los vidrios espejados de los cines condicionados, o había que acercarse al video, acuclillarse hasta alcanzar el último estante y seleccionar entre las decenas de ofertas cuál captaba el morbo propio de ese día. Hoy la imagen porno es cotidiana, tan solo un clic nos separa de ella. La era del porno se caracteriza por un orden discursivo muy diferente al que regía la producción y la contemplación de pornografía. La pornografía era un género despreciable, marginal, menor, que vivía bajo la luz de los Grandes Géneros de la Época Moderna; el porno es una lógica de diferenciación, y una codificación de la producción, circulación y consumo de textos audiovisuales.

La pornografía llega hasta la aparición de Internet: desde la novelística literaria (algunos hunden su origen en los vasos etruscos plagados de figuras con penes erectos, o en los murales de Pompeya), los daguerrotipos y las fotografías, las imágenes en 3D de los estereoscopios a fines del siglo XIX, los Stag Film hasta llegar a la gran industria en la década del setenta y su decadencia con la producción artesanal en video, todo este aquelarre de textos e imágenes implicaba un ritual de exposición muy distinto del que habilita la nueva tecnología de la comunicación: la soledad hogareña e íntima. En la pornografía como género había una historia, por mínima o insignificante que fuese; en el porno, aún hay una historia, pero se halla infinitamente más acotada que en la pornografía, dura segundos y es imposible recordarla porque no tiene el más mínimo criterio de verosimilitud. La tendencia es a reducir el argumento y empujarlo a su desaparición, cosa que los que critican el porno tanto como los que bregan por un erotismo más “humano” en lugar de la imagen híper explícita los sulfura, pues creen que el problema del porno radica en su obviedad, en su imposibilidad de ser narrado, en la redundancia de la imagen. Estos son los elementos constitutivos de la imaginación pornográfica, que impactan como un cross en la psique del contemplador. Para decirlo en una fórmula: el porno reniega de todo argumento. A la exhibición sin sombras no hay con qué darle. A los que les complace la literatura y confían en su poder formativo el porno se les impone como su enemigo… La lucha es moral. Nada de esto significa que se dejen de producir libros (muchos enfatizan con estadísticas que nunca se produjeron tal cantidad de libros como en este momento histórico), sino que los libros ya no participan en la formación de los sujetos. Harina de otro costal.

Muchos trabajos sociológicos siguen afirmando que el porno es uno de los negocios transnacionales más lucrativos, junto con la industria farmacológica, la militar, la droga y el merchandising para los recién nacidos; y sostienen también que el mayor porcentaje de los textos que circulan y se consumen por la web son pornográficos. Puede ser. Lo cierto es que estas estadísticas sobre la realidad virtual son imposibles de comprobar. Además, resulta peculiar que repitamos el mismo error de método, que reincidamos en lo que hacíamos cuando apareció la televisión, como si todos los estudios etnológicos llevados a cabo no nos hubieran enseñado nada de la importancia del contexto y la situación familiar o social en los que la pantalla está inmersa. ¿Cómo descubrir el auténtico modo en el que se consume este tipo de relatos audiovisuales? Es más, si uno enfocara el análisis en la producción de porno presentiría que la “industria” entró en un estado terminal, porque si bien el invento del video ya había afectado en mucho la maquinaria de producción industrial de pornografía, el mecanismo de compra-telefónica-venta-y-alquiler de video aun posibilitaba que el negocio sobreviviera de alguna manera —era supuestamente un satélite artificial del universo mafioso neoyorkino. Hoy esas maneras se revolucionaron. Hasta tal punto se trastocaron que no resulta descabellado pronosticar que toda la parafernalia de la producción de pornografía (con sus star systems, sus directores de culto, los millones de dólares recaudados, etc.) colapsó —lo que no significa, por supuesto, que el producto pornográfico desaparezca, ni que desparezca el deseo de ese producto. La imagen porno prolifera tanto o más que el deseo de verla.

Ahora bien, por paradójico que parezca, el estudio del género se relega, aparecen los prejuicios, una moral anticuada, una añoranza familiar. Desde hace años hay eventos similares al de los Oscars para festejar el año y galardonar algunas producciones y algunos directores, actores, actrices, etc. del rubro (el relato “Gran Libro Rojo” de David Foster Wallace es insuperable en la crónica de estas “fiestas”[1]). Hay trabajos serios que lo abordan, por supuesto, trabajos que ayudan en su compresión, pero en la gran mayoría de ellos la denuncia básica recae sobre dos tópicos: el consumo que realizan los menores (¡a ver si en una de esas lxs pobres vírgenes terminan aprendiendo a tener sexo por medio de estas imágenes aberrantes! Hasta no hace mucho los seres a proteger incluían también a las mujeres y a los pobres), y la explotación heterosexual de la mujer (“es una industria de hombres para hombres”). Otro escollo a superar radica en resumir al porno como sexo: el porno es sexo explícito, pero no explican qué entienden por sexo, como si no hubiera ninguna dificultad para ponernos de acuerdo sobre el significado del término. Aun en trabajos realizados por profesionales se da por supuesto muchas veces que eyaculación es sinónimo de placer, y que todos entendemos perfectamente a qué nos referimos cuando hablamos de deseo y de gozo.

¿Hay una industria nacional (nac&pop) del porno? La hay, pero tiene una envergadura semejante a la que tuvo en la década del setenta el rastrojero Siam en relación con la Ford. También hay algunas porno star argentinas, pero evidentemente no es esta “carne” la carne de exportación con la que contamos —esta constatación acaba con otro de los mitos argentinos: las argentinas como las minas más lindas del mundo. Lo son para nosotros, en todo caso. No es mucho, pero tampoco poco.

¿Se consume porno en Argentina? Sí, y mucho. Pero de nuevo, nada en comparación con lo que sucede en los países civilizados. No porque seamos más castos o porque culturalmente hayamos llegado a la conclusión de que el porno es aborrecible (estoy pensando si para “salir” del trauma del porno no habrá que dejar de aborrecerlo y comenzar a disfrutarlo: legalizar el porno, digamos), sino porque la distribución es ínfima en relación con lo que se comercializa en el Primer Mundo. Finalmente, habrá que aceptar que no sólo tenemos relaciones carnales con otros pueblos sino que estamos en el culo del mundo.

En su origen moderno, en el siglo XVII, la pornografía tenía como uno de sus objetivos la sátira y la ironía política. Era una época en la que la política, el sexo y el pensamiento estaban mucho más superpuestos de lo que nos imaginamos nosotros. No nos engañemos, aunque el sexo sea esencial en la definición de nuestra identidad social y psíquica, la pornografía, el género que se dedica a representarlo, siempre fue y sigue siendo considerado un género menor, o ni siquiera un género, tan sólo un adjetivo que descalifica inmediatamente a aquello que caracteriza. Así funciona todavía. La crítica literaria de la década del sesenta la reivindicó (mejor: reivindicó cierta pornografía literaria, principalmente al Marqués de Sade y a algún otro pornógrafo encumbrado que venían a completar el proyecto racionalista e inconcluso de la Ilustración). En esos años, contemporáneamente a estas apropiaciones que practicaba la academia francesa, la imagen se iba liberando de la censura (la imagen cinematográfica en particular; la censura se enfocó en el en ese momento nuevo medio hegemónico, la televisión), y al poco tiempo el sexo desatado irrumpiría en las salas comerciales con películas cuyos estilos van de Garganta Profunda a Último tango en París o El imperio de los sentidos. La liberación icónica del sexo vino acompañada por la reivindicación y el reconocimiento de otras formas sexuales, hasta no hacía mucho perseguidas, estigmatizadas, encerradas. La pornografía acompañó esta nueva confusión positiva, esta incapacidad patológica para empezar a definir lo normal (denunciando las definiciones a la mano de lo que es normal, por codificadoras, explotadoras y deshumanizantes). Sólo que esta misma incapacidad se volvió la nueva manera de vivir normalizado: el modelo encarnado en el andrógino, en el postfeminista, en el contrasexual, en el género transido, en el ciborg. Lo erótico y lo sexual habían ganado autonomía. ¿El costo? Perder su vínculo inmediato con la política. Lo que apareció como un huracán liberador se confinó en un gueto específico, lo que tranquilizó tanto a críticos como a consumidores, pues a ninguno de los dos les interesaba estar en el centro de ningún huracán sociopolítico. Se creó un campo de necesidades y expectativas sexuales, lo que a su vez cambió de significado otros conceptos, como amor y erotismo. Algunos ven el fin de la familia, otros el fin de la hipocresía, otros consumen todo esto y mucho más. La pornografía fue la forma real que la sociedad se dio para representar y exhibir lo que se negaba a ver (función que también cumplen los noticieros o formatos como el de Gran Hermano, etc.). El sexo, hasta antes de ayer cornucopia de peligros mortales, hacia fines del siglo XX devino un imperativo de conocer y practicar, de disfrutar principalmente, de invertir, de poner en cuestión. Así, la pornografía se instaló como confín para perversos que transitaban los degradantes escalones de los cines condicionados para apoltronarse en una butaca húmeda, en una sala vacía en la que de tanto en tanto un gemido desgarraba el silencio reinante. Esos individuos eran anormales. Con el porno desapareció esta calificación de anormalidad. Los que acolchados en su cama hurgan la virtualidad para descubrir SU imagen deseada, en cambio, son individuos muy normales que buscan imperativamente satisfacción aunque sea por medios que sabe o considera espurios; obsesivos sexuales que canalizan su energía sublimando o virtualizando la realidad, inventando un nuevo sexo. La liberación del estigma del que gozan los productores del género (directores, actores, actrices), no alcanzó aún al medio ni a los consumidores.

Ahora bien, la lectura política del porno no debería perseguir, como se hacía en el siglo VXII, una burla culta para una elite ilustrada (¡llegó a haber pornografía en latín!), un problema de contenido, digamos: qué dice o qué muestra, de quién se burla. Esa clase ya no existe. La elite es chabacana en su profundidad, burda en su protocolo. Le gustaría el aplauso de las masas. Por eso, antes, el porno exhibe otra cosa, exhibe la capacidad explícita de acción desbordante que tienen los medios de comunicación, espacio de la política y a la vez actores políticos de peso: el medio en el estado más puro de su acción. El porno transcribe y encarna la fórmula ideal de la lógica mediática. Hoy, al igual que en el siglo de Descartes, el porno da cuenta de una interpretación política de la sociedad: la maquinización y mediación de las relaciones carnales, la apatía amorosa y el frenesí sexual contenido, la atomización y el individualismo y el ansia de emprender cruzadas colectivas por causas banales, en fin un placer autista que hace comunidad desintegrándola. Lo que está en cuestión es si esta desintegración es todo lo mala o todo lo buena que aseguran que es. Una sociedad que se vanagloria de consumir porno (las inquietudes que acosan al dossier nacieron un mediodía, cuando Andy Kusnetzoff y su equipo radial se pusieron a contar por la radio lo que habían hecho la noche anterior), pero que no encuentra las palabras para narrar la experiencia porno. Es casi imposible que comprendamos qué implica el porno si seguimos negándonos a aceptar que la barbarie no es lo otro de la civilización sino su materialidad misma, su excedente. La sociedad del espectáculo no renunció al sentido, como le gusta repetir a los situacionistas de segunda generación, pues habría que empezar a reconocer que el sinsentido y la banalidad extrema tienen una significación fundamental. La comunidad virtual de estas individualidades lo que pone en común son sus fantasías vicarias, para bien y para mal, ¡más allá del bien y del mal! Hoy por hoy el imperativo ordena comunicarlo todo y todo el tiempo, y hacerlo de modo compulsivo, cementando la mirada del consenso. La política que muestra y denuncia el porno no puede no dar cuenta de esta realidad.

En sus orígenes modernos, cuando el capitalismo recién comenzaba a poner en acción sus engranajes de explotación, la pornografía fue el único género que le dio voz a la autodeterminación y el ascenso social y económico de un actor social que por su género y su profesión estaba irremisiblemente silenciado. La prostituta libertina encarnaba esta figura (Fanny Hill es sin duda la novela más famosa, pero es una entre cientos). La mujer solo podía vencer en la lucha social vendiendo su cuerpo y su sexo. Por lo menos en el imagino masculino que la inventaba. Nada de esta fantasmagoría se perdió. No tengo dudas que la porno star ya es aceptada y festejada como la heroína del principio de exhibición total. Una actriz porno, Shane Diesel, dijo alguna vez que la mayoría de los hombres se ponen increíblemente nerviosos cuando ella se les acerca: “Abrazo a un tipo y se pone a temblar de la cabeza a los pies. Puedo hacer que hagan todo lo que les digo”. Están consumiendo en carne viva una imagen olvidada pero presente (¿no consiste en esto el hecho traumático, acaso?). No son las actrices ni los productores los estigmatizados o los que tienen vergüenza ahora, son los consumidores. Porque el porno indaga y muestra las potencialidades e impotencias de la sensibilidad y la percepción de los hombres y las mujeres que lo miran. La actriz no le teme a una habitación en la que la esperan cinco hombres con Viagra.

La Argentina acaba de instituir una de las leyes más progresistas de las que regulan el campo audiovisual internacional. Sobre la pornografía, apenas se hace alguna mención en el artículo 107, sobre el final de la ley, en donde se confunde lo pornográfico con la violencia, lo obsceno, lo morboso, lo sórdido, en fin sexo explícito “sin fines educativos […] o sin una finalidad narrativa que lo avale”. Cualquier cosa o nada. No constituye una falencia de la ley, más bien esto da cuenta del grado de permisividad audiovisual en el que vivimos, porque incluso esta regulación tan amplia evidentemente no afecta en nada la circulación y el consumo por Internet. ¿Quiere esto decir que ya no hay manera de detener el fluir pornográfico? ¿Que no hay límite y todo puede verse, una sociedad que hace de la intimidad un espectáculo y del pudor una antigualla? En principio aseguraría que sí. Pero como la luz requiere de la sombra, la visibilidad de una invisibilidad, el interior de un exterior, etc. el porno pareciera requerir todavía de algo invisible, ilegal, imposible de visibilizar: el snuff constituye el alimento concentrado de esta sospecha.

La pornografía siempre fue un discurso irreverente, que se burlaba del sexo instituido, de los temores y deseos sexuales que trastornaban y trastornan a la sociedad. La mayoría de las leyes en todos los países del mundo que regulan los textos audiovisuales, la Argentina incluida, para no decir las leyes penales que hasta hace menos de medio siglo prohibían y castigaban la producción y el consumo de pornografía, y que hace cien años encarcelaban y habilitaban asesinatos, no censuran casi ningún tipo imagen, porque esa imagen es transnacional e indetenible. Si a comienzos del siglo XXI la ley condena algo es el abuso criminal que sucede frente o detrás de la pantalla —bandas internacionales de pedofilia, trata de mujeres, esclavitud sexual, etc.—, no lo que aparece en la pantalla, aunque todavía pueda oírse de vez en cuando alguna voz iconoclasta que clama por los principios morales que se están derrumbando. Obviamente, si siempre hubo una dificultad epistemológica para definir la imagen pornográfica, se debió a que no podía caracterizarse sino por los prejuicios y los gustos sexuales y morales del que juzgaba. Una definición arbitraria y difícil de argumentar. Pues si se lo pudiera definir sin matices y con una claridad total (como el término “cama”, por ejemplo) posiblemente el miedo que se le tiene y el peligro que supuestamente acarrea se difuminarían como las estrellas cuando sale el sol.

La idea del peligro continúa. Pero ahora no sabemos bien a qué le tememos. Lo que hoy sí sabemos es que nuestra fantasía es indetenible. Pero estas conquistas ¿amplían nuestra sensibilidad, nuestros deseos, nuestros campos de posibilidades, o si los limitan, o los extinguen? Este tipo de ambivalencia es propia de los discursos audiovisuales. Si estamos del lado de los humanistas que creen que la esencia de la comunicación se inscribe en lo incomunicable, que a la luz radiante del perpetuo mediodía espectacular habría que inventarle una sombra, que incluso en la imagen más explícita, obvia, repetitiva, mecánica, es posible desgranar, como en un pestañeo, el gesto humano que la maquinaria porno pretende obturar y excluir de su visibilidad total, la lucha recién comienza, y al enemigo no le terminamos de armar su perfil: es nuestra cara reflejada en la pantalla apagada. Si creemos, en cambio, que el ciborg es un destino consumado, que la integración de carne-técnica-y-medios es irreversible (y el alma, una reliquia), que la conexión es mucho más importante que lo conectado, que no importa lo que se diga o muestre porque solo importa que se lo diga y muestre, el porno se presenta como un archipiélago proliferante del que apenas conocemos algunas islas pequeñas. Los trabajos que se presentan aquí son exploraciones singulares en el territorio Porno, un territorio audiovisual en el que la pornografía como género caducó, en el que el deseo cambia sus objetos y sus métodos de búsqueda, en el que el placer se difumina hasta confundirse con el imperativo de ser feliz y encontrarse a sí mismo con el que nos bombardean los dispositivos mediáticos.

El presente dossier, entonces, no pretende agotar el territorio a explorar, da cuenta a lo sumo de islotes aislados. No podía ser de otro modo. Nos encontramos en una situación histórica en la que el campo se astilla y extiende desde un porno feminista o postfeminista, un porno queer, un postporno, un porno filmado por ex actrices porno, un porno gonzo, un porno cristiano[2], hasta lo que sobrevive de la pornografía propiamente dicha. ¿Y la publicidad? ¿Y los primerísimos primeros planos de la herida en el telediario? ¿El porno acaso no se va imponiendo como la lógica a la que tienden a plegarse los medios audiovisuales? Dos ensayos, el de Florencia Marciani y el mío, son una especie de reflexión general sobre lo que un poco apresuradamente llamaría pornocultura, un modo de reflexionar sobre los vínculos intersubjetivos en la época de Internet.[3] El trabajo erudito de Luis Diego Fernández gira sobre las necesidades que viene a satisfacer o pretender satisfacer el porno, y relaciona al género con algún afluente de la tradición libertaria. Laura Milano aborda al porno desde lo que su crisis terminal habilitó, la necesidad de registrar postpornográficamente las nuevas sexualidades que pulularon y pululan en la primera década del siglo XXI. Gabriel Katz relata la larga vida que tiene el porno, extrayendo estas esperanzas de la sexualidad rediviva de la tercera edad: la imagen social de la vejez retarda décadas con respecto a su experiencia real. Leonor Silvestri cierra esta compilación fustigando con su breve manifiesto la necesidad de sacudir los oídos y terminar con la hipocresía sexual en la que sobrevivimos. Por último, las imágenes de David Cronenberg que acompañan estos textos fueron seleccionadas y recortadas por un equipo aleatorio de expertos: Sabrina Barbalarga, Mariela Genovesi, Ana Lucía Centeno y Lucas Bazzara. A todxs mi agradecidimiento.


[1] Debo el conocimiento de este desopilante relato a Juan Liefeld.

[2] Es en Brasil. Ver: http://www.acontecercristiano.net/2012/01/en-brasil-haran-cine-porno-para.html.

[3] El concepto de pornocultura lo tomo de Naief Yehya: Pornocultura. El espectro de la violencia sexualizada en los medios. Del autor, igualmente, el imprescindible sobre esta problemática es Pornografía. Obsesión sexual y tecnológica, México, TusQuets, 2012.