Museos en remate: el ajuste también llegó al patrimonio
Desde que asumió Javier Milei, el ajuste no se detuvo. Cerraron museos, despidieron directores, se camuflan aranceles, se vació la formación en museología, se recortó el CONICET y las universidades públicas entraron en emergencia. La historia no se cuida: se liquida.
La salida de Gabriel Di Meglio del Museo Histórico Nacional no fue una excepción, fue una continuidad. Después de todo, un director que triplicó las visitas, modernizó el espacio y acercó la historia al público no encaja demasiado en un modelo de gestión donde todo se mide con la lógica de una planilla de cálculo.
Si no se puede justificar con un número, se recorta. Si no rinde en términos de mercado, se descarta.
En octubre de 2024, el Museo Nacional de la Historia del Traje cerró sus puertas. El argumento: “pocos visitantes, muchos gastos”. Como si la memoria tuviera que comportarse como una serie de Netflix o demostrar su utilidad en vistas y likes. Si no es viral, se archiva. Si no vende, se embala.
Si Walter Benjamin decía que toda obra cultural es también un documento de barbarie, el gobierno actual directamente se saltea la obra y deja la barbarie sola, sin notas al pie.
En paralelo, otros espacios nacionales sufrieron el mismo destino, aunque con menos prensa: el Museo Casa de Yrurtia cerró sus puertas sin aviso oficial; el Museo del Grabado quedó paralizado por falta de personal; y lugares como la Casa de Ricardo Rojas, el Museo Sarmiento o la Casa Nacional del Bicentenario operan con programación mínima o nula.
El ajuste no distingue entre escultura, grabado o historia doméstica: si no factura, se apaga. Patrimonio, modo avión.
Mientras tanto, algunos museos nacionales ya empezaron a cobrar entrada. Eso sí, con marketing de manual: lo llaman “contribución voluntaria”, como si fuera un concierto indie en el que vos decidís cuánto poner… hasta que un día dejan de preguntar y te cobran igual. La cultura, versión plan demo: probás gratis un día al mes y después, la historia, a cuotas.
En el nuevo museo ideal de la Argentina libertaria, cada obra viene con código QR, cotiza en bolsa y si no genera dividendos, se subasta por Mercado Libre.
Hasta el día de la fecha, la única Escuela Nacional de Museología sobrevive en modo reality: sin sueldos desde principios de 2024, docentes y estudiantes sostienen la formación a pulmón, mientras el Estado desaparece del mapa.

La misma lógica se aplica al corazón del conocimiento argentino. El CONICET —símbolo de la inteligencia científica nacional, orgullo cultural de varias generaciones— sufrió recortes históricos: becas caídas, proyectos paralizados, equipos desmembrados. Para este gobierno, el método científico es simple: hipótesis, ajuste, silencio. Todo lo demás es ideología. Si antes el saber era estratégico, hoy parece un lujo escandinavo.
Las universidades públicas no corren mejor suerte. Con presupuestos licuados, emergencia energética, salarios congelados y un presidente que vetó la ley de financiamiento, las aulas resisten entre marchas, paros y pasillos sin luz. Estudiar sin frazada ya es una conquista. La educación pública, esa rareza tercermundista que formó generaciones, ahora es exhibida como una excentricidad que convendría revisar. Con suerte, algún día será Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Post mortem.
Todo encaja: primero los despidos, después los cierres, luego los aranceles encubiertos y finalmente, el apagón del saber. Lo que queda es un país reducido a piezas sueltas, como si el patrimonio fuera un mueble de IKEA: se entrega en partes, se arma en casa y, si falta algo, mala suerte.
La Argentina de Milei no es solo ajuste económico. Es también ajuste cultural, simbólico y patrimonial. En este nuevo régimen de verdad, los museos, la memoria, la ciencia y la historia son los primeros en entrar al remate. Y lo peor: ni siquiera aceptan devoluciones.