Madres de la patria

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Madres de la patria

18 Octubre 2016

Por Karina Bonifatti

Para que naciera la patria hace dos siglos, hizo falta que algunas mujeres pasaran por muchísimos trabajos, trabajos de parto de su cuerpo vivo y joven: 16 son los de María Josefa, 20 los de Agustina, 15 los de Paula... Las mujeres parían en sus casas porque los nacimientos todavía no habían ingresado en el proceso de medicalización (en la ciudad de Buenos Aires la primera maternidad se funda en 1892, y habrá que esperar hasta 1940 para que la mayoría de los partos dejen de realizarse en las viviendas con la asistencia de comadronas y se realicen en maternidades).(1) Son cuerpos extenuados de parir, mujeres de su casa, que no brillaron en las artes ni en las ciencias, pero que atravesaron dos mundos: el colonial y el revolucionario. Casi todas querían que sus hijos fueran curas o comerciantes, pero muchos serán hombres de armas llevar, ¡y polemistas! Sarmiento y Alberdi, que empezaron a discutir por 1850 y hacia 1880 todavía no habían parado, tienen curiosamente dos experiencias diametralmente opuestas con relación a la madre: uno la ausencia total, el otro la presencia hasta la ancianidad. Asimismo, no en todo, pero sí en mucho, la gran diferencia entre San Martín y Rivadavia tiene que ver con su historia familiar: qué hizo cada uno con la experiencia de la madre que ya no está…

Lo cierto es que si alguien se ocupó de escribir sobre una madre de prócer fue solo para influir en la opinión pública del hijo; de lo contrario, solo se ha dado de ellas una fecha, un lugar de nacimiento, un abolengo. Es problema porque cuando se escribe sólo informando la escritura queda presa; es preciso que la escritura esté suelta para que diga la experiencia. Es lo que intento. Único modo de incorporarlas en el teatro del drama nacional mostrando que no solo fueron protagonistas por donar sus joyas o coser banderas y uniformes para sus hijos, sino por haberles dado la vida, y por haberlos acompañado, siendo responsables, para bien o para mal, de la personalidad de cada uno de ellos.

María Josefa (porteña). Es bastante común leer que María Josefa era santiagueña, pero Manuel Belgrano dejó escrito en su Autobiografía que su madre era natural de Buenos Aires (el santiagueño es el padre de ella, Juan González, y sus hermanos José y Gregoria González, la abuela de Castelli). En Belgrano y su sombra, Miguel Bravo Tedín narra con bastante gracia cómo en 1998 se encuentra por azar con las cartas que María Josefa González Casero escribió al Virrey Loreto y al mismísimo rey Carlos IV: son extensas y muestran meridianamente a una mujer valiente, clara en sus conceptos, afligida por la difícil situación en que se encuentran su marido (preso por cerca de tres años en su domicilio a cal y canto), ella y su numerosa familia…

Tanto en su testamento como en el de Domingo Belgrano figuran los 12 hijos vivos; 13 es la cantidad que citan los primeros investigadores que se ocuparon del tema. Bartolomé Mitre cita 11; Raúl Molina, 14, con datos biográficos de casi todos; Martínez de Sucre fue el primero en dar a conocer los nombres completos de los 16 hijos: 1ª María Florencia (1758), 2º Carlos José (1761), 3º José Gregorio (1762), 4ª María Josefa Juana (1764), 5º Bernardo José Félix (1765), 6ª María Josefa Anastasia (1767), 7º Domingo Estanislao (1768), 8º el prócer: Manuel Belgrano (1770), 9º Francisco (1771), 10º Joaquín Cayetano Lorenzo (1773), 11ª María del Rosario (1775), 12ª Juana María (1776), 13º Miguel (1777), 14ª María Ana (1778), 15ª Juana Francisca Buenaventura (1779) y 16º Agustín Leoncio (1781).

Paula (sanjuanina). Aunque el hijo haya dejado escrito que vivía en una condición vecina a la indigencia, la Sra. Albarracín logra que dos esclavos le hagan los cimientos de la casa, y tiene a Toribia, que hace de todo por ella: lava, cocina, cuida a los niños, mientras ella va a la iglesia tres veces por semana. Había heredado el telar de su propia madre (antes propiedad de su abuela), formado por no más que cuatro puntales, cuatro travesaños y dos palos para enrollar la tela. Después se lo quedó Sarmiento, aunque una de sus hermanas tejía, lo necesitaba y lo quería (lo confiesa él mismo: su egoísmo). Escamoteos, énfasis, traiciones del lenguaje alrededor de Paula inmortalizada en su telar. Habrá que seguir leyendo, despejando la adecuación de valores universales que sufrió su retrato. No hay otro modo de vislumbrar algo singular de esta mujer, la hija de Cornelio y Juana, la esposa de Clemente, la madre de Sarmiento y todos sus hermanos.

Paula muere el 21 de noviembre de 1861. Él está yendo a San Juan el 22. Le escribe ese día una carta: No le permito morirse antes que yo llegue. Pero ella ya está muerta. Se lo dice a Sarmiento un sacerdote que se cruza por el camino. Le ha dejado, sin embargo, un mensaje, que el sacerdote le da: su madre lo bendice, agregando: No pude esperarte más.

Agustina (porteña). Si una madre lleva la batuta en todo, corre el riesgo de que sus hijos también quieran hacerlo, y lo logren. No le pasó esto a Agustina con su segundo hijo varón, Prudencio, un muchacho más bien callado, algo torpe al hablar; tampoco con el menor, Gervasio, más contestador. Pero el mayor, que Agustina dio a luz la noche del 30 de marzo de 1793, había heredado el don, el defecto, la gracia o la manía –según cómo se mire− de llevar la batuta. Hasta Ramos Mejía, aunque diga haber vislumbrado en el carácter de la madre de Rosas manifestaciones claras de un estado nervioso acentuado, de un histerismo evidente, se ve obligado a reconocer que era caritativa y solícita con los pobres, para quienes fue una verdadera providencia. También la describe azotada por esas efervescencias indomables que agitan tanto la sensibilidad femenil. Y con ojo médico, dice criticándola: En la vivacidad de su rostro, en su andar firme y resuelto, y hasta en los destellos de sus ojos brillantes y convulsivos, podía descubrirse una naturaleza llena de vida. Como complemento al diagnóstico, señala que solía vérsela con un ancho pañuelo de seda en la cabeza por padecer de fuertes y repetidas cefalalgias. Posiblemente le resultara más cómodo moverse con un pañuelo sujetándole el cabello, ¡con todo lo que hacía! Lo lleva puesto en el único retrato de ella que se conserva (de Pellegrini). Es cierto que “hay madres que abandonan a sus hijos”; pero este refrán es el que menos conviene a Agustina López de Osornio: mientras vivió, no le sacó un ojo de encima a ninguno de los suyos. Sus hijos la amaban con delirio.

Josefa Rosa (tucumana). Es imposible no pensar el contraste que haría un hombrecillo delgado, de bajísima estatura y pelo negro, como era Salvador Alberdi, al lado de una mujer alta, delgada y rubia como Josefa Rosa Aráoz de Balderrama (o Valderrama). Pero el hijo no ve ninguna negatividad en tal contraste; y escribe que su madre era alta como la compañera obligada de un hombre de pequeña estatura. Entre lo poco que se sabe de esta mujer excepcional, gran lectora de poesía, quizá autora (no se conservan escritos suyos), suele enfatizarse que ejecutaba con gran gusto el clave. Murió poco después de poner en el mundo al prócer. Algunos dicen en el parto, pero él dejó escrito: Mi madre al morir me bendijo, teniendo yo cinco meses. La frase es famosa: Mi madre había cesado de existir, con ocasión y por causa de mi nacimiento. Puedo decir, como Rousseau, que mi nacimiento fue mi primera desgracia.

María de la Ascensión (porteña). Es la madre del Coronel asesinado por la Santa Liga Político-Masónica de Buenos Aires (como él mismo la llamaba). Se va a casar con José Antonio Do Rego, un hombre que enseñará a sus hijos esta regla: Lo importante es el propio valimento. En la casa donde le dio la vida, calle Juan D. Perón al 200, algo sabían de lealtad y coherencia. Dicen que la actividad de una madre en el periodo de gestación influye en la personalidad del niño. Pues bien, su quinto embarazo coincide con su actividad constante a favor de la reincorporación, como rector del Colegio, de Juan Baltasar Maciel (2). En el otoño de 1787, María hace reuniones en su casa, organiza mítines para que el virrey Loreto le devuelva el cargo a Maciel; le entrega un petitorio con firmas de los vecinos anunciándole que en su casa se van a rezar novenas para que Maciel vuelva a ser rector; y a todas estas actividades de protesta, a los 25 años, va con Dorrego en la panza… Dorrego hablaba, denunciaba, no se callaba nada. Ella pudo verse y escucharse en él por poco tiempo: 16 años. Los días de María se terminaron el 17 de marzo de 1803.

Pero… ¿parían solas? No. He aquí el testimonio de Ana Negrete, que asistió a mil partos, de los que se muestran y de los que se ocultan. Antes de morir, instruyó a su hija: Nosotras, las que tenemos y usamos el oficio de comadres para partera, somos obligadas a guardar el secreto en el cumplimiento de nuestro oficio y, así, no conviene el que yo te diga quiénes son sus padres porque vos lo podrás contar a otra y de ahí quedará infamada su madre y sus parientes. Con que yo lo sepa, basta (3).

Rosa o Gregoria. No se sabe si el Padre de la Patria fue el quinto y último hijo de Gregoria Matorras (española) y Juan de San Martín, o si fue el hijo único de la unión clandestina entre Rosa Guarú, niñera suya en Yapeyú, y el expedicionario Diego de Alvear. Sostienen la hipótesis de la madre guaraní diversos documentos y especialmente la tradición oral: Rosa Guarú era la indiecita que tuvo un niño, y la familia San Martín lo adoptó como propio, pero ella siguió en la casa cuidándolo, criándolo, hasta que se fueron a Buenos Aires. El niño tenía entonces unos tres años y le prometieron que iban a venir a llevarla a ella, pero no aparecieron más. Rosa Guarú los esperó toda la vida. Cuando atacaron y quemaron Yapeyú, ella se fue a la isla brasilera, estuvo mucho tiempo allá y volvió. Levantó un ranchito por Aguapé, y mantenía la esperanza de que volvieran. Le tenía un gran apego a José Francisco. Nunca se casó, aunque tuvo otros hijos... (4) El video “Mestizo” (que acompaña la 3ª edición de El secreto de Yapeyú) reúne todos los datos bibliográficos, testimonios orales, declaraciones de funcionarios y periodistas, más las gestiones realizadas en los últimos años para elucidar la cuestión. Estudios diversos, por ejemplo del historiador correntino Hernán F. Gómez, el periodista Isidro E. Nin, que manejan datos concordantes con los del cura Eduardo Maldonado, y otros autores indican que Rosa Guarú (bautizada como Juana Cristaldo) habría nacido alrededor de 1760 en Yapeyú, de donde huyó a Aguapé en 1817 por la invasión de los portugueses; regresó en 1840 y murió pasados los 110 años (en la zona era común la longevidad).

No se ha reparado suficientemente en una peculiaridad del lenguaje de San Martín: en muchas cartas, en vez de decir “yo”, en primera persona gramatical, se refiere a sí mismo en tercera persona. Es común que el primer pronombre se reemplace por una fórmula distanciadora, por ejemplo cuando se escribe “quien les habla” o “el abajo firmante”. Hay otras fórmulas para no decir “yo”; dos que usaba San Martín eran el hijo de mi madre o este Hijo de Puta.

 Notas:

(1) Datos tomados de Nari, M., Políticas de maternidad y maternalismo político, p. 19.
(2) Episodio tomado de Brienza, H., El loco Dorrego.
(3) Lesser, R., La infancia de los próceres, pp. 18-19.
(4) Esto es lo que los tatarabuelos de María Elena Báez relataron a sus hijos y nietos, y ellos a su vez transmitieron a los biznietos y a ella. Los pobladores antiguos de Yapeyú, y especialmente las mujeres más añosas, como Zoila Daniel, Elisa Coronel y Yuntina Ferreira, conocen la historia, aunque la cuentan con muchas reservas, sólo si se les pregunta. Lo único que admite la versión oficial es que Rosa Guarú fue la niñera del Libertador, y los yapeyuanos guardaron el secreto de que era su verdadera madre. (Chumbita, H., en: http://www.pagina12.com.ar/especiales/sanmartin/pag07.htm).