"Los pichiciegos", la primera novela sobre Malvinas

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"Los pichiciegos", la primera novela sobre Malvinas

02 Abril 2012

“Los pichis”: fue una mañana de bombardeo. Estaban en la entrada y en la primera chimenea y nadie se animaba a bajar al almacén, porque la tierra trepidaba con cada bomba o cohete que caía contra la pista, a más de diez kilómetros de allí. El bombardeo seguido asusta: hay ruido y vibraciones de ruido que corren por la piedra, bajo la tierra, y hasta de lejos hacen vibrar a cualquiera y asustan. Algunos se vuelven locos. Fumaban, quietos. El Ingeniero calculó:
–Si se derrumba la chimenea, el que esté abajo, en el almacén, se hace sándwich entre las piedras...
Entonces nadie quería bajar. Tenían hambre. Con toda la comida amontonada abajo, igual se lo aguantaban.

Fumaban quietos. Seguían las explosiones, las vibraciones. A veces se oía una explosión y no vibraba. Otras veces vibraba y nada más, sin escucharse ruido. ¡Qué hambre!

–¡Qué hambre! –dijo uno.
–¡Con qué ganas me comería un pichiciego! –dijo el santiagueño.
Y a todos les produjo risa porque nadie sabía qué era
un pichiciego.
–¿Qué...? ¿Nunca comieron pichiciegos...? –averiguaba el santiagueño–. Allí –preguntaba a todos - ¿no comen pichiciegos?
Había porteños, formoseños, bahienses, sanjuaninos: nadie había oído hablar del pichiciego. El santiagueño les contó:
–El pichi es un bicho que vive abajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura –una caparazón– y no ve. Anda de noche. Vos lo agarrás, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza arriba. ¡Es rico, más rico que la vizcacha!
–¿Cómo de grande?
–Así –dijo el santiagueño, pero nadie veía. Debió explicar–: como una vizcacha, hay más chicos, hay más grandes.
¡Crecen con la edad! La carne es rica, más rica que la vizcacha, es blanca. Como el pavo de blanca.
–Es la mulita –cantó alguien.
–El peludo –dijo otro, un bahiense.
–“El Peludo” le decían a Yrigoyen –dijo Viterbo, que tenía padre radical.
–¿Quién fue Yrigoyen? –preguntó otro.
Pocos sabían quién había sido Yrigoyen. Uno iba a explicar algo pero volvieron a pedirle al santiagueño que contara cómo era el pichi, porque los divertía esa manera de decir, y él les contaba cómo había que matarlo, cómo lo pelaban y le sacaban la caparazón dura y cómo se lo comían.
Contaba las comidas y quería describir cómo era el gusto del pichi, por qué era mulita en un lugar y peludo en otro. Cuestión de nombres, se dijo.
–¿Saben cómo se cazan los peludos en La Pampa? –preguntó alguien.
Nadie sabía. Fumaban quietos. Muchos seguían sin hablar, por respeto a las vibraciones, a las explosiones; tenían miedo.
–¡A tiros ha de ser! –contestó uno.
–No –dijo el otro; era un bahiense –, se lo caza con perros: va el perro, lo olfatea, lo persigue y el animal hace una cueva en cualquier lado, para disimular la suya, donde esconde las crías, y en esa cueva falsa se entierra y queda con el culito afuera. Entonces lo agarrás de la cola y lo quitás...
–¿Y los perros?
–Ladran: respetan al dueño. Pero tenés que enseñarlos primero, si no te lo deshacen a tarascones. Después podés dejarlo panza arriba y cuando juntaste varios los carneás, clavándoles cuchillos de punta en las partes blandas del cogote. Las mujeres saben pelarlo. A veces... –iba a contar pero una vibración fuerte hizo caer más piedras por el tobogán, que era la entrada, y uno dijo “socorro” y alguien “mamá”, a lo que comentó Viterbo que no jodieran, que no se dieran más manija, que si no muchos se iban a volver locos y que siguiera el bahiense la historia.
–A los perros les gustaría matarlo. De dañinos, más que por comerlo. Pero a veces –decía– el peludo se atranca en la cueva. Saca uñas y se clava a la tierra y como tiene forma medio ovalada no lo podés sacar ni que lo enlacés y lo hagas tironear con el camión. ¿Y sabés...? –preguntaba a la oscuridad, a nadie, a todos–. ¿Sabés cómo se hace para sacarlo?
–Con una pala, cavás y lo sacás... –era la voz del Ingeniero.
–¡No! ¡Más fácil!: le agarrás la cola como si fuera una manija con los dedos, y le metés el dedo gordo en el culo.
Entonces el animal se ablanda, encoge la uña, y lo sacás así de fácil.
–¡Así se hace con el pichi! –confirmó el santiagueño, contento.
–¡Y tienen cuevas hondas, hondísimas, de hasta mil metros, dicen...! –comentó el tucumano que casi nunca hablaba.
Nadie creyó. Seguían los bombardeos. Fumaban quietos y escuchaban. Pocos querían hablar. Él dijo con voz medio de risa, medio de nervios:
–¡Mirá si vienen los británicos y te meten los dedos en el culo, Turco!
Algunos rieron, y otros, más preocupados por las bombas y por las vibraciones, seguían quietos, fumando, o sentados contra las paredes de arcilla blanda y la cabeza entre las piernas. De a ratos les llegaba el zumbar de los aviones y el tableteo de la artillería del puerto. Era pleno día sobre el cerro. Tenían hambre, abajo, en el oscuro. Desde entonces, entre ellos, empezaron a llamarse “los pichis”…