Literatura sub-20: “Calle París”, de Tomás Borges

  • Imagen

Literatura sub-20: “Calle París”, de Tomás Borges

07 Febrero 2021

Por Tomás Borges | Ilustración: Gabriela Canteros

 

Eran las 19:00h, caminaba por la Avenida Principal, saliendo de la Universidad. Había sido un largo y pesado día, más de lo normal. Mis pies marchaban, uno delante del otro, sobre pisos idénticos, grisáceos y sin sentido alguno. La tarde no había sido lluviosa, las nubes no permitían ver más allá y lo único que notaba al ver a mí alrededor era lo triste del respirar cotidiano. Llegaba ya a la plaza principal, “el parque Kendall” apodada así por su fundador, un antiguo filósofo. En el parque hay una zona de descanso, con un largo banco que encara a la calle París como vista principal. Sobre aquel banco hay un pequeño letrero, que reza “no hay peor engaño que el que se hace a uno mismo”, de las frases más célebres del gran Arthur Kendall. Me senté en este banco un momento, pues mis piernas estaban cansadas de recorrer infinitamente los mismos senderos. Observaba tranquilo lo gris de la aburrida ciudad, tan triste y vacía que no me inspiraba si quiera escribir una canción, una melodía o un poema. No había ni una luz. Yendo y volviendo, la vista hacia los mismos lugares, con lentitud y desánimo, encontré un fin a aquel infinito gris que me rodeaba, que me ahogaba. Una luz. Sí, era aquello una luz seguramente. Tan llena de luz y color, era definitivamente un ángel. Mi vista se detuvo, junto con mi corazón, que generó una sensación de saciedad y vértigo en mi estómago. Era la luz, era la oscuridad también. Lo veía en el color de su pelo quizá, en su mirada tan inocente y Dorada tal vez. Un sentimiento desconocido se apoderó de mi cuerpo; un dolor punzante y hermoso; un temblor feroz dentro mío y un calor abrazado por fuera. Aquellos ojos, aquella nariz, aquel cuello blanco y brillante, aquella presencia en sí, me volvía impotente, insignificante, inferior. Sentí de pronto su mirar, sus ojos fijándose en los míos; ese brillo Dorado en sus ojos y esas delicadas facciones. Esas perfectas curvas y esa expresión en su rostro fueron aplastantes. No soporté, me quebré, bajé la mirada tímido cuál niño de primaria que siente el amor por primera vez. Cerré mis ojos fuertemente y suspiré buscando fuerzas para volver a combatir esa penetrante mirada dorada, pero al levantar la mirada no estaba, todo era gris igual que antes.

Corrí hasta mi departamento, con el rostro iluminado en alegría y el pecho lleno de sentimientos confusos. Entré al departamento con velocidad y torpeza, llevándome un instrumento por delante que ya no recuerdo si era un violín, una guitarra o algo más. Tomé una hoja y un lápiz rápidamente, que sin que lo note, se transformaron en un pincel y un lienzo. Pinte durante horas sin saber qué hacía como en un trance. Pincelada tras pincelada, esa inspiración se volvía más fuerte y el amor más grande. Sentía algo que había olvidado ya cómo se llamaba… pasión. Tras un largo tiempo pintando, había terminado mi obra. ¿Era al fin aquello que yo esperaba? ¿Era mi obra maestra? ¿El amor y la pasión habían dado resultado? Lo veía, lo tenía frente a mis ojos, y sin importar cuánto mirará no la encontraba. Era un rostro hermoso pero no era aquel rostro perfecto. Estaba abatido y frustrado, como suele suceder. Esa noche no dormí muy bien tampoco la siguiente, o la otra. Mis pensamientos me invadían, me carcomían el alma. Era una mezcla entre la frustración y tristeza de no poder reflejarla, pero la alegría de saber que existía y no podía contra eso.

Estuve una semana y media sin ir a estudiar, sin salir del departamento y sobreviviendo con lo que tenía allí. Lo había intentado, juro que lo intenté, pero por más que pensara, el fuego se había ido, la pasión desapareció y con ellos aquel perfecto rostro iluminado de aquel hermoso Ángel que se volvía cada vez más nublado para mí. Ni dibujo, ni pintura, ni música eran suficientes para expresarla, reflejarla, nada era capaz de tal cosa, yo tampoco.

Pasaron meses luego de eso, yo había regresado a mi vida normal. Todas las tardes al salir de estudiar pasaba por la esquina París y me sentaba en aquel banco a esperarla. Pero no había rastros de aquella luminosa figura, era un fantasma quizás y no volvería a aparecerse. No lo sabía, pero debía tener fe. No perder las esperanzas. Al llegar a mi departamento, soltaba todas las cargas y comenzaba mi segunda rutina, ya igual de monótona y depresiva que lo demás, dibujaba o pintaba, escribía, cantaba, pero nada, nada.

Meses después, mi pasión no era nada más que dolor disimulado y falso optimismo que me quemaba por dentro, no era más que una negación constante ante la verdad delante de mí. Ese iluminado rostro, fuente de amor y pasión, ahora no era más que odio y rencor hacia mí mismo, frustración y dolor. Mi departamento de paredes verde opaco e iluminación amarilla era un nido de ratas, hecho de obras fallidas esparcidas por el suelo. El fracaso me rodeaba, mi obra más importante era un lienzo “Loretta fur G”, que aún así era un trabajo incompleto más. Un retrato pegado en mi techo, sobre la cama, recordatorio constante de mi fracaso. Ese lienzo me costó casi una vida y no logró quedar la magnificencia de ese ángel dorado en él. Mi frustración había sido tal al terminarlo que mis uñas penetraron en él con rabia, lo coloqué en la mesa y vi en su rostro un ridículo vacío que colmó mi furia. Cuando quise reaccionar el lienzo estaba casi destruido y mi sangre estaba en él. Casi como un impulso di un último golpe con mi rostro en la mesa con el lienzo y ahí comprendí qué había sucedido. Aún años después de lo sucedido, lo que Loretta le hizo a mi rostro y a mi mente no se puede corregir…

Tres años habían transcurrido desde aquellos incidentes. Terminé mis estudios sin honores ni orgullo, sin alegrías o cariño, incluso sin compañía alguna puesto que ningún calor me dejaba satisfecho, ningún placer era hermoso y ninguna persona cotidiana mi saciaba, todos eran grises. Seguía viviendo en el mismo departamento y debía algunos meses de renta. Trabajaba en un lugar igual de gris por un sueldo mediocre, mis estudios no ayudaron mucho y todo allí carecía de sentido y color. No encontraba aquel brillo dorado, casi olvidado, en nada, ni nadie. Vivía en un triste mundo plástico gris. Aunque todo parecía negativo, mi esperanza no murió, era lo único que me mantenía con vida. Todos los viernes iba al lugar mencionado, a esa esquina Kendall y París de aquel fatídico día que no logró olvidar pero tampoco recordar con claridad.

Ese día cuya fecha me cuesta recordar, en el que todo esto empezó y luego un 30 de abril, tres años después podría recordar. Estaba en el largo banco de Kendall, como acostumbraba, más descuidado de lo que quisiera. No tenía más que un viejo pantalón beige, una gastada camisa verde y a cuadros y unos zapatos negros cuya base estaba despegada. Con mi oscura pero rojiza barba crecida y desprolija y mis anteojos negros, pegados con cinta, siendo sostenidos con mi pronuncia nariz aún deformada por Loretta. Mi vista paseaba por los mismos grises lugares, un tanto rojizos por el otoño pero no menos opacos y tristes. Pero en un momento mi vista se distrajo. Veía en la esquina una hoja roja que paseaba por la desértica calle a causa del viento. Esta hoja danzaba por los grises paisajes hasta que llegó a la esquina donde la vi a ella, la recuperé. Aquella figura llenaba mi alma nuevamente y mis ojos no sabían si creer o no, pero era real, tan real como la última vez, igual de hermosa y radiante. El problema llegó al tratar de acercarme, pues mi movimiento era involuntario y un tanto torpe, como si una fuerza superior tirara de mí hacia ella. Mis manos sudaban mientras mis pasos directamente marchaban, uno tras otro. Crucé la Avenida Principal sin siquiera notarlo, sin temor ni precaución alguna y cuando reaccioné ya estaba junto a ella. Inspiré con fuerza y suspiré para dejar de temblar y finalmente tomé su mano. La sensación fue única y cálida pero en cuestión de segundos apagó todo rastro de pasión en mí. Entré en pánico. Ella se volteó incómoda por la situación y quiso alejar su mano, pero la sostenía con fuerza. La sostuve hacia mí de tal manera que llegué a sentir su pulso nervioso y eso me agradó. Pero a ella no. Quitó su mano con violencia y se alejó más pero no se fue. El momento se volvió muy tenso y mi pasión se detuvo por completo. Estaba sediento de inspiración nuevamente y ella ya no me saciaba, no así. ¿Qué podía hacer? Si ella esperaba a alguien sólo se iría y no la podría volver a ver jamás. ¿Quién me proporcionaría ese sentimiento de saciedad y esa inspiración para hacer una obra? ¿Quién sería mi musa ahora?

Las preguntas me agobiaron y cuando reaccioné estaba corriendo hacia el departamento a una manzana y media de allí. Las calles estaban desoladas, ni un alma más que la de ella y la mía. Entré al departamento y con aire de frustración, más de la que había sentido antes en toda mi vida, estaba lleno de odio y oscuridad, lleno de negatividad. Lloraba por fuera y gritaba por dentro y no tenía nada más con qué desquitarme. Nada más que Loretta. La bajé del techo con ayuda de una silla y la lancé a la cama. Me arrodillé sobre ella, más lleno de ira y frustración que nunca antes. Comencé a golpear el lienzo, lo arrancaba y rasguñaba aún más dejando mis dedos y uñas heridas, pero no importaba, no sentía nada más que furia, sin pensar en lo que mi cuerpo hacía comencé a morder fuertemente el lienzo y a arrancarlo de a partes. Lleno de rabia y dolor, que sin notarlo, se fue transformando en algo más. ¿Era aquello eso que había perdido? ¿Era aquel sentimiento olvidado? Sí, era aquella fuerte sensación de vértigo, aquella saciedad en el pecho, esas flores en el estómago. Era pasión. Al terminar lo supe, era más que odio, era más que amor, era la oscuridad, era el vértigo. Se trataba de sentir el amor como un enamorado, el placer como un amante, la alegría de la obsesión, la profunda locura del arte. Eso era ella: arte puro y hermoso. Un lienzo en blanco, una oportunidad, una obra. Ahora sí pensaba, mi movimiento era voluntario y volvía así a Kendall, a la esquina París. Ella seguía allí, pero no era Dorada, no tenía esa inocente y brillante mirada de oro puro, era un rubí, era mi joya, mi piedra preciosa a punto de romperse en mil pedazos. Llegué velozmente a ella, esta vez será yo la fuerza superior que me empujaba a ella. Mi deseo lo hacía, reconstruyendo su imagen, haciendo de ella mi propiedad. Tapé su boca con un trapo húmedo que la dejó sin aire. Al cabo de unos segundos la calle desértica me facilitó el trabajo de correr con ella entre mis brazos hasta el departamento. Al llegar allí la até y la amordacé en mi cama sobre los restos de Loretta de manera natural, como si lo hubiera hecho miles de veces. Me arrodille sobre ella y comencé, encendí una vela para colocarla en la mesita de noche junto a ella, me acerqué, era una presencia débil pero aún igual de maravillosa y atrapante. Tomé la vela y me acerqué a su rostro para susurrar con una voz oscura y ebria de poder “Canta para mí” para dejar caer gotas de cera en su pecho. Ella cantaba. Un doloroso y bello canto de agonía. Antes era inferior a ella pero por lo que veía, por lo que sentía, debilitarla me saciaba de vida, de placer. Arranqué los botones de su camisa dejando expuesto el blanco y brillante pecho de piel blanca y suave. Mientras su dolor y agónica desesperación aumentaba, mi placer aumentaba, mi sed era saciada. Mi estómago subía y bajaba, mi corazón se aceleraba a tal punto que temía que se saliera de mi pecho. Comencé a desgarrarla su piel era suave y sencilla de romper, al igual que sus huesos. Mordí su cuello y hombros con tal intensidad que sentí un fuerte crujido, seguido de un grito ahogado en profundo dolor e impotencia. Llegado a un punto no pensaba en nada, me dejaba llevar. Sin notarlo la daga se había convertido en mi pincel. Ella en mi lienzo y mis labios estaban llenos de pintura. El Rubí se había roto en mil pedazos, su esencia me había saciado por completo, estaba ya ebrio de pasión. Ella logró hacerme sentir vivo, sentí la vida en su máximo significado, veía el color, sentía su arte. La belleza y violencia con la que se desarmaba y volvía armar era mi obra maestra y ya estaba terminada.

Tarde casi todo el día en plasmar tal perfección, tal sentimiento, en transformarme en un artista, en transformarla en una obra, mi arte. Pero al mirarla a los ojos todo se desmoronó, ella no estaba, no la reconocía. Ese cotidiano vacío en su expresión, esa gris mirada hueca no era mi obra, nuevamente no pude plasmarlo.

Un mes ya ha transcurrido, las noticias hablaban de aquella muchacha encontrada en Kendall con el estómago abierto, lleno de flores y órganos destruidos, mordidos y rasguñados. Una obra de arte más que termina en fracaso. Tengo suerte de no ser atrapado por una obra tan mediocre y ridícula.

Nuevamente estaba en Kendall y París, como todos los viernes miro lo gris en la gente: ya no busco aquel brillo dorado, ahora veo el rubí, ella está parada allí esperándome. El rubí se romperá en pedazos. Oh, mi preciada perfección, mi bello Rubí mi futura obra maestra.