La pornografía en el semiocapitalismo

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La pornografía en el semiocapitalismo

06 Enero 2014

Por Florencia Marciani

“Y si no sabemos más gozar ni sufrir con el otro, pues no sabemos más qué es nuestro propio placer, y lo buscamos compulsivamente no como se busca una experiencia placentera, sino como se busca un misterio más allá de lo inalcanzable, frenéticamente, con rabia, con humillación”

Franco Berardi

Describir el modo de experimentar la sexualidad por los hombres en un momento histórico particular indagando las prácticas, objetos y deseos que le corresponden puede resultar una empresa ambiciosa e inacabable, aunque no por ello imposible de formalizar. La dificultad de introducirse en los rituales más íntimos de cada sujeto, de examinar las superficies de los cuerpos, sustratos del goce, de indagar las formas de lo erótico, obliga a recurrir a su versión pública: la pornografía.

El placer colectivo y el sin-sentido

La pornografía (un género literario en sus inicios, devenido virtualidad en el actual mundo posmoderno) no es solamente capaz de condensar los avances técnicos de una época (de informatizarse y replicarse infinitamente en Internet, en su versión más avanzada) sino también de modelar la experiencia que los hombres manifiestan en torno a su sexualidad y al vínculo con el Otro. El porno trasciende la mostración del primer plano anatómico. La pornografía es un lenguaje.

En este sentido, el porno, lejos de constituir un acervo de imágenes y videos para el consumo del perverso, es la forma general que adopta una sociedad obsesionada por la autoproducción de la apariencia, el consumo del sexo, la banalización del erotismo y la vacuidad de los vínculos humanos. Para el sociólogo Christian Ferrer el género pornográfico transmite, además de una cantidad de estímulos placenteros para su público, un mensaje de felicidad compartida. Una felicidad que adquiere, en el plano sexual, la forma más pura del orgasmo. Y lo hace de acuerdo a la promesa de su acceso igualitario sin distinción de sexo, etnia o condición social.  Su profunda familiaridad con el género infantil, donde se manifiesta esta premisa, coloca al porno en un género mayor, un género “idílico”. Los actores porno y los personajes infantiles suelen atravesar peripecias que los devuelven, una y otra vez, a un nuevo estado de equilibrio y armonía, a un momento feliz. La particularidad de la pornografía radica, sin embargo, en su omnipresencia: lejos de limitarse su acceso a la posibilidad de conexión a la Red, la misma interpela a todos los sujetos de manera universal desde esferas diversas que comparten, sin embargo, la insistencia en la exposición y la desnudez.  El sexo siempre ocupa el centro de la escena del discurso público. A veces lo hace de manera burda, a veces mediante insinuaciones, pero siempre delineando un contexto de hiperexpresividad que ya no puede ser pensado a partir de la figura de la represión: la cultura no coarta las libertades eróticas sino que hace hablar al sexo para gobernarlo.

La importancia de comunicarlo todo y todo el tiempo (compulsivamente, como en el porno) sea, tal vez, el rasgo representativo de las sociedades posindustriales. Fue Michel Foucault quien describió la gran empresa de incitación a los discursos propia de una configuración social donde la administración de la vida se alza como objetivo y la sexualidad, lejos de ser reprimida, es permanentemente suscitada. El sexo aparece como el elemento especulativo por excelencia de un dispositivo de sexualidad organizado por el poder que adoctrina y normaliza. Aunque este proyecto de “puesta en discurso” se remonta a la antigüedad, el mismo se yergue como norma general a partir del siglo XVII.

Existe así cierta continuidad entre la confesión sacerdotal, la literatura erótica y la pornografía que circula en Internet como modos a través de los cuales la cultura ha intentado elaborar el deseo sexual. Vale hacer una salvedad: el porno trasciende la representación del acto amatorio. Es, en realidad, un modo de concebir el vínculo social posmoderno, que es fundamentalmente virtual y que se encuentra fundado en la hipercomunicación por la comunicación misma, devenida sin-sentido. El porno muestra y habla, pero no dice nunca nada.

Hipersexualización, deshumanización

Franco Berardi se pregunta qué ocurre cuando el estímulo proveniente del ambiente excede la capacidad de procesamiento de los seres humanos y encuentra que la obsesión es el resultado de la hipertrofia del estímulo. Y en la obsesión siempre está presente la necesidad de realizar un ritual que, como un hechizo, permita mantener unido al mundo.

“Masturbaratón” (como un compendio de rituales autocomplacientes) es el episodio que le permite a Slavoj Žižek, en un intento de deconstrucción de la lógica del mundo posmoderno, ejemplificar los rasgos que adopta la sexualidad en el capitalismo tardío. Se trata de un evento que se llevó a cabo en San Francisco, como iniciativa de una empresa de salud sexual con el objetivo de recaudar fondos. En él, cientos de hombres y mujeres se propician placer a sí mismos en una manifestación de “libertad erótica” la cual es celebrada en comunidad y fogueada desde los organizadores del evento a partir del lema “¡échate una mano!”, en un intento de combatir una cultura que aparentemente suprime la capacidad innata del hombre para el placer. Para Žižek: “La postura ideológica que subyace a la noción del Masturbaratón está marcada por un conflicto entre su forma y su contenido: construye una colectividad a partir de los individuos que están listos para compartir con otros el egoísmo solipsista de su placer estúpido”[1]. La red social Poringa, cuyo lema es “placer colectivo,” es otra muestra de la pretensión de autorregular el deseo sexual fagocitado por el mercado que ha transformado el sexo en una experiencia autista. Es, como dice Bifo, el “acto mudo”[2].

La pornografía en tanto marca de época y en tanto género que nutre desde los lugares más recónditos de la Red  las nervaduras de placer humano, constituye un ambiente de sobre estimulación. Como contrapunto aparece la des-sensibilización, la apatía, la frustración. Todas ellas son psicopatologías que manifiestan la tensión a la cual se someten los hombres que, en su afán de regular el propio deseo, postergan la elaboración emocional del Otro. “El tiempo de las caricias no puede ser acelerado por mecanismos automáticos”[3], afirma Berardi. Son consecuencias de la “demasiasitud”: cierto sentimiento oceánico de eternidad e inacabamiento. No es casual la pregnancia que ha tenido el término “estrés” para resumir patologías típicamente psicosociales. Con él se nombra aquella dimensión de la vida que resulta excesiva y que debe ser objeto de regulación y control.

¿Qué tipo de sexualidad corresponde a este mundo? Un tipo de sexualidad guiada por un mandato que en la posmodernidad regula nuestras vidas en sentido amplio y que puede resumirse en la fórmula lacaniana “¡Goza!”. El éxito social, la conquista amorosa y sexual, el bienestar espiritual son el horizonte, siempre inalcanzable, de una formación social que se pretende democrática en su intento de habilitar vías para alcanzar el bienestar de los hombres, el gran orgasmo colectivo.

La ciberdemocracia y la ilusión de libertad y autogobierno como promesa de las redes sociales son expresión de un capitalismo que padece lo que Berardi denomina sobreproducción semiótica: “Un régimen semiótico puede calificarse de represivo cuando en el mis­mo a cada significante le es atribuido un único significado. Hay quien no interpreta correctamente los signos del poder, quien no saluda la bandera, quien no muestra respeto hacia el superior, quien trasgrede la ley. Pero el régimen semiótico en el que nos encontramos nosotros, los habitantes del universo semiocapitalista se caracteriza por el exceso de velocidad de los significantes, que estimula una especie de hipercinesia interpretativa”[4]. Es el mundo atone de Alain Badiou: un mundo que ya no puede dar sentido a una realidad que se presenta bajo la forma de la multiplicidad[5]. Una realidad tan plural como las prácticas sexuales que subyacen a cada subgénero pornográfico. ¿Y cuál es el fundamento de este caos? La ausencia de un “significante-amo”, un centro, en sentido derrideano, que  establezca un eje en torno del cual organizar el juego de la significación.

Sobre la imposibilidad de amar

“El proyecto milenario masculino, perfectamente expresado en nuestra época por las películas pornográficas, consistente en despojar la sexualidad de toda connotación afectiva para devolverla al campo de la pura diversión, había conseguido realizarse por fin en esta generación. Lo que yo sentía, esos jóvenes no podían ni sentirlo ni comprenderlo exactamente, y si hubieran podido habrían experimentado una especie de incomodidad, como ante algo ridículo y un tanto vergonzoso, como ante un estigma de tiempos más antiguos”

Michel Houellebecq, La posibilidad de una isla

La sexualidad en el imaginario de Michel Houellebecq, como experiencia deshumanizada, se expresa como el efecto no deseado de una revolución sexual que en la década del ’60 pretendió liberar a los hombres alegando el “derecho natural al placer”. El imperativo de goce, acabó, por el contrario, traduciendo la experiencia en la búsqueda compulsiva de una satisfacción alejada de la gracia o la empatía. Alejada del amor.

En La posibilidad de una isla, Daniel sufre la exigencia de los discursos “juvenilistas” que lo llevan a embarcarse en una intensa aventura sexual con una joven actriz porno en un intento de satisfacer las demandas de deseabilidad que le exige la sociedad francesa. Las mismas demandas que introducen a Bruno (uno de los hermanos protagonistas de  Las partículas elementales) en el turismo sexual y los mercados de la carne.

El falso placer compartido de los rituales masturbatorios en San Francisco o de la viralización de videos caseros en las redes sociales es, en realidad, expresión de una inflación semio-erótica y de un aislamiento individual incapaz de componer un suceso significativo para los hombres. Su consecuencia más palpable es la imposibilidad de fundar el encuentro con un Otro, de transustanciar “el placer idiota y masturbatorio en un auténtico acontecimiento”[6].

En este mundo atonal, de hipersexualización y deshumanización, no habría que conformarse con la ilusión de un orgasmo colectivo y de cierto acceso universal a algo que (ya lo sabemos) tiene solo en apariencia la forma de la felicidad.

Bibliografía

  • Badiou, Alain, Lógicas de los MundosEl Ser y el Acontecimiento 2Buenos Aires, Ediciones Manantial2008.
  • Berardi, Franco, “Caída tendencial de la tasa de placer”, en Generación Post-Alfa, Buenos Aires, Tinta Limón, 2010.
  • Ferrer, Christian, “La curva pornográfica. El sufrimiento sin sentido y la tecnología”, en Revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica, número 5, Buenos Aires, verano 2003-2004.
  • Foucault, Michel, “La hipótesis represiva”, en Historia de la sexualidad. La voluntad de saber (tomo 1), México, Siglo XXI, 1978.
  • Žižek, Slavoj,  Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2009.
  • Huellebecq, Michel, Las partículas elementales, Barcelona, Anagrama, 2002.
  • Houellebecq, Michel, La posibilidad de una isla, Buenos Aires, Alfaguara, 2005.
  • Žižek, Slavoj,  Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2009.

[1] Žižek, Slavoj,  Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2009, p. 45.

[2] Berardi, Franco, “Caída tendencial de la tasa de placer”, en Generación Post-Alfa, Buenos Aires, Tinta

Limón, 2010, p. 203.

[3] Idem, p. 207.

[4] Idem, p. 220.

[5] Badiou, Alain, Lógicas de los MundosEl Ser y el Acontecimiento 2Buenos Aires, Ediciones Manantial2008

[6] Žižek, Slavoj,  Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2009, p. 45.