La mirada vaciada

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La mirada vaciada

10 Octubre 2016

Por Nuria Silva

Entre Los suicidas de Di Benedetto y su adaptación cinematográfica, dirigida por Juan Villegas, pareciera haberse llevado a cabo un proceso cuasi taxidérmico. La prosa del novelista tiene una potencia visual que la estética del realizador aplana a fuerza de soliloquios cuya inmutabilidad es igualable a la de la puesta en escena, sin contrastes ni densidades. El tono monocorde de la voz de Daniel Hendler forma un tejido natural con la prácticamente monocromática fotografía de Paola Rizzi. Planos medios, estáticos, un montaje sin notorias alteraciones ni disrupciones, la voz en off que nos cuenta menos de lo que nos lee, el sonido ambiente que impera sobre la escasa música incidental, la predominancia del color azul, personajes impávidos y más, explicitan la voluntad de despojar al lector, ahora espectador, del espeso y temperamental idilio tanático que propuso el escritor.

El distanciamiento es una constante en el cine de Villegas. Las descripciones formales dadas en el párrafo anterior pueden describir, con mínimas variantes, la puesta en escena de Sábado (2001) que de todas maneras (y en parte) elude la absoluta monotonía recurriendo a la comedia y a personajes tan autómatas como los de Los suicidas pero más caricaturescos y absurdos. Esta última no puede escapar al análisis comparativo con la obra original, en el que la contraposición resulta evidente y llamativa. Con este texto me interesa menos proponer una valoración final del resultado de esta operación (aunque sea inevitable) que señalar los puntos claves que la constituyen.

Todo lo que en la novela es detalle en la película es un fuera de campo indiscernible. Pero la noción de fuera de campo en la versión de Villegas excede lo que está más allá de los márgenes de la pantalla, el decorado o el detrás de cámara. Todo lo que es imagen en la novela, en la película es pura oralidad, pero arrastrada por el decir apático de Hendler que no matiza o jerarquiza las palabras que componen cada línea. Cuando leí el libro tras haber visto la adaptación, no dejó de sorprenderme que varias de las historias y datos que el protagonista recopila en la investigación periodística -que a su vez reviste una indagación ontológica-, y que poderosamente se patentan en el imaginario del lector, en la película se tornan absolutamente anecdóticos.

Si bien el protagonista de la novela también resulta inconmovible, solitario, con una mirada más inquisitiva que sensible y cargada de una erótica corrosiva, obsesionado con el suicidio a raíz de los antecedentes familiares que empiezan a pesarle, la prosa no escatima al momento de describir de los objetos de su interés, estén vivos o muertos, sean personas, fotografías o recuerdos. Villegas en lugar de materializar dichas imágenes elige describirlas con palabras, y esta decisión formal nos aleja todavía más del ya distanciado protagonista. Como si en la negación de todo el imaginario visual descripto en el libro, el director estuviera planteando la imposibilidad o limitación cinematográfica a la hora de adaptar a determinados autores o determinadas piezas literarias. ¿Cuán innecesaria puede volverse una imagen literaria al ser explicitada por la cámara?

Pero Villegas también omite las citas cinematográficas que atraviesan la novela, que comienzan con Alphaville (Jean-Luc Godard) y culminan con Fahrenheit 451 (François Truffaut) y que resultan significativas por la intertextualidad propuesta: el suicidio del lenguaje, el fin de los géneros, el espectador consciente, erotismo y muerte sublimados hasta la impiedad.