Exilios #3: La calle donde nunca pasa nada

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Exilios #3: La calle donde nunca pasa nada

17 Septiembre 2016

Fue ahí, en dirección a la esquina, la del quiosquito, apenas un chistido en medio de la noche, casi un silbido sigiloso, muy sutil, como si alguien, en algún punto de la más cerrada oscuridad, se hubiese puesto el índice sobre los labios y preguntado en voz muy baja, un tenue secreteo, algo así como por favor, muchachos, ¿qué les pasa? ¿es que no se dan cuenta? Como la misma palabra lo indica, los muchachos son muchos y mucho más cuando se amuchan. Sólo la vejez del alma los ralea y dispersa, para solaz de los monstruos que pueblan la sombra. No es para menos: la derrota ha sido, es, será siempre muy dolorosa, muy cruenta, desgarradora. Y escépticos de por sí o acaso simplemente aterrados congénitos, cuando oyeron ese silbido sigiloso, ese secreteo tan sutil en la noche, muchos de los muchachos, ya entrados en años, pensaron por rutina que lo único que pasaba era, a lo sumo, que no pasaba nada. Al menos, por ejemplo, nada más terrible que largarse a llover. Entonces, se dieron vuelta en la cama y se abrazaron a la almohada, porque esa noche, como casi en todas, sólo llovió en sus sueños, aunque al día siguiente se despertaran, como siempre, con la boca reseca hasta la amargura. Estos muchachos, reciclados en personas prudentes, se acercaron a la ventana y, por supuesto, miraron la calle y no vieron nada, ni un miserable charquito.

– Lo que mata es la humedad...–, reflexionaron.

Otros muchachos, un tanto rechonchones y sólo fanáticos de lo posible y de nada más que lo posible, se fueron por las ramas y sólo creyeron que eran las hojas de los plátanos lo que el viento agitaba. Volvieron a la cama y, seducidos por el desliz de alguna travesura, siguieron durmiendo. Unos pocos muchachos, de sueños más ligeros y sonrientes, bien dispuestos, se asomaron a la ventana. Abajo, en la calle, sólo los restos de un diario que destilaba mentiras sobrevolaban la basura. El viento pretendía dar vuelta la página, y digo pretendía porque no lo lograba, tan groseramente pesado era el engaño. Y volvieron a la cama.

– Mañana será otro día...–, se resignaron.

Alguien, más atrevido, salió al balcón. Algo pasaba abajo, algo mágico, algo muy especial, muy sutil, y bajó a la calle. Es cierto, temblaban las hojas de los plátanos y, también era cierto, un diario, el susodicho, sobrevolaba la basura de la que formaba parte. Pero no todo estaba perdido, y al muchacho de sueños inquietos y entrañables no se le escapó el juego de las sombras que, como volanteadas al azar, correteaban por la calle, libres por fin de esa opacidad que recorre el mundo tras una derrota, sobre todo cuando ésta se ensaña tan cruel y es treinta mil veces negada.

– Sí, dije bien: treinta mil...

De hecho, después de tanta nocturnidad, amanecía. Y ese muchacho de sueños inquietos y entrañables allí se quedó un buen rato, asombrado por lo que acababa de pasar en esa calle donde nunca pasaba nada. Esa mañana no compró el diario. Tuvo la certeza de que el periódico que todos los días compraba en el quiosquito de la esquina era el mismo que había visto desde el balcón, sobrevolando la basura. No, su titular no decía nada de lo sucedido durante la noche, aunque todos, aún los indiferentes de ronquido más pesado, lo habían escuchado. Pero ese muchacho ya no se sorprendió por la transparencia del mundo a trasluz de los vecinos más madrugadores y de los cuerpos y objetos y conflictos y reparos que ya no se interponían a nada, ni siquiera a su propia sombra.

– Lástima que los demás no se den cuenta...–, pensó, sobre todo pensó, pero no sólo.

Y ese muchacho de sueños inquietos y entrañables vio en la vereda las manchas de pintura roja y negra. Era evidente que, a ambos lados de las gentes y de las cosas, de la intimidad más personal y la calle donde nunca pasa nada, más allá del ruido y el silencio, más allá de la negación y el miedo, todo era la misma historia de siempre, la misma y tozuda que puja por continuar y que, quién lo duda, continuará. Hasta tal punto que, por primera vez en siglos, acaso en milenios, cruzarse con un vecino ya no fue seguir de largo. Y los buenos días fueron buenos días. En la pared de enfrente alguien había escrito "resistir".