El lenguaje inclusivo y el poder de las palabras

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El lenguaje inclusivo y el poder de las palabras

06 Septiembre 2020

Por Pablo Melicchio | Ilustración: Matías De Brasi

Esta nota contiene lenguaje inclusivo por decisión del autor.

En la mesa familiar se abrió un profundo debate cuando una tía manifestó que el lenguaje inclusivo le parecía una fantochada porque alguien podría estar hablando de manera inclusiva y sin embargo ser un machista violento. Fueron mis hijos adolescentes, una vez más, los que dieron la lección y nos invitaron a pensar. Si bien es verdad que el discurso no es suficiente, y hasta diría que es muy probable que un psicópata utilice el lenguaje inclusivo más prontamente que cualquiera, las palabras, como los escraches, visibilizan lo oculto.

“Querido lector…”, o, “Los hombres de la historia…”, expresiones así, o similares, utilizaba en el pasado cercano, dando por sentado que ahí estaba incluida la mujer. Pero todo lo contrario, ahí estaba excluida la mujer, y otros géneros, fuera del discurso, como de tantos lugares. Es ni más ni menos que la potencia del discurso del patriarcado en el que me formé como ser hablante y luego como escritor. El debate que se dio en la mesa familiar ubicó muy bien las distintas posiciones. La tía, aferrada a la vieja escuela patriarcal, oponiéndose al uso de esa “pavada” del lenguaje inclusivo; los adolescentes, naturalizando su uso, críticos y tolerantes; y quienes visibilizamos el valor y el poder de las palabras y que ahora nos detenemos a repensar, paramos la pelota del discurso antes de escribir o hablar, y aunque muchas veces titubeemos, estamos convencidos de que el discurso es un instrumento del poder.

Con el lenguaje oral y escrito expresamos nuestra formación, nuestra ideología, nuestros pensamientos y emociones. Pero también está la comunicación no verbal, los movimientos físicos y gestuales. La violencia, como la belleza, puede vehiculizarse a través de las palabras y del cuerpo. Todo es expresión. ¿Qué decimos cuando hablamos? ¿Qué ocultamos? Las palabras sanan y enferman. La misma palabra puede tener distintos significados porque son significantes que siempre representan algo para cada sujeto. El lenguaje nos preexiste. Desde que irrumpimos en la vida nos hablan. Somos primero hablados y luego hablantes. Crecemos repitiendo, como loros, como loras, sin detenernos a pensar qué estamos diciendo en lo que decimos. Las palabras son significantes, significan algo, tienen contenido, por lo tanto causan efectos y afectan. Como la misma mano que puede acariciar o dar una cachetada, las palabras y los tonos pueden sanar o herir. Había un sketch en Todo x 2 pesos, el programa de Diego Capusotto y Fabio Alberti, que se llamaba HP, parodia de una novela en la que se usaba todo el tiempo la frase "hijo de puta", que dependiendo del tono y el momento en el que se utilizaba, cobraba determinado valor o sentido. Hijo de puta, entonces, podía ser una puteada para expresar enojo, o una manera de manifestar afecto, emoción. A su vez puede destacarse que el insulto "hijo de puta" mutó su carga, no significa ya socialmente lo mismo para muchas personas que hoy comprendieron su carga patriarcal. Y por otro lado, es pertinente establecer que lo silenciado deber ser leído como violencia también. En algunas tribus o pueblos originarios dejar de nombrar a alguien era una forma de castigo.

En algunas tribus o pueblos originarios dejar de nombrar a alguien era una forma de castigo. Determinados silencios deben ser leídos como violencia también.

El lenguaje es machista, predomina el género masculino como universal. Pero el lenguaje inclusivo llegó para destapar qué es lo que se dice en lo que se dice o qué se esconde en lo que no se nombra. El idioma está ligado al poder, por eso la real academia española, mayoritariamente compuesta por hombres, se opone, regula y no autoriza determinados significantes que empiezan a ser usados, que denuncian que en las palabras circulan ideologías. Pero las palabras se van imponiendo por el uso, nadie puede ni debe regularlas. El lenguaje debe ser libre y no sexista. Por sobre todo son les jóvenes quienes nos están hablando en un lenguaje que nos interpela, que invita a pensar y discutir el más allá de las palabras. Cuando nos comunicamos estamos diciendo más de lo que decimos. El androcentrismo, el punto de vista desde el lugar del hombre como única visión, está en crisis. El genérico masculino es parte de un pasado que se resiste a desaparecer, donde las mujeres y otras identidades de género fueron aplastadas también por las palabras. Paradójicamente se habla de "lengua materna" a la primera lengua o idioma que se aprende al nacer.

La lengua vive, muere o resucita en el uso. El movimiento del lenguaje puede movilizar a la reflexión, a la discusión del lugar que debe tener la diversidad. La “e”, la “x” o el “@” sacan a la superficie del habla lo que se esconde detrás del discurso único y por lo tanto violento. El lenguaje inclusivo es una pancarta de los colectivos que convocan a romper con el binomio masculino-femenino para que otras sexualidades queden representadas. Es el reclamo para que se visibilice la violencia cultural, que también es discursiva. El lenguaje no es inocente, es político, es ideológico, es militante. El uso del lenguaje inclusivo no alcanza, sería ingenuo pensar que con esto sería suficiente; pero hace ruido, incomoda, instala el debate para discutir el cambio necesario, para pensar que en lo que se dice o cómo se lo dice, o en lo que se calla, hay una historia y una intencionalidad. Es tiempo de diversidad y singularidad. Es interesante observar no solo con qué argumentos se presenta un lenguaje otro, sino también cómo y para qué se lo resiste, y por qué se busca conservar lo ya incorporado.

Es interesante observar con sólo con qué argumentos se presenta un lenguaje otro, sino también cómo se resiste o para qué, por qué se busca conservar lo ya incorporado.

Como sucedió en la mesa familiar, que el lenguaje inclusivo abra al debate, desnude el poder de las palabras, la importancia de los que decimos y callamos. Y nos ayuda no a ser más tolerantes –como si hubiera algo que tolerar–, sino a la verdadera integración de todos, todas y todes.