Buenos momentos con un genocida

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Buenos momentos con un genocida

31 Octubre 2013

Por Santiago Gómez

Saber que lo condenaron a cadena perpetua me puso muy contento. Me generó alegría la noticia del juicio a Hugo Jorge Delmé. Sabía que era coronel retirado del ejército, supe tarde que fue parte de un centro clandestino de detención en Bahía Blanca. Aunque celebro cada condena por el genocidio en nuestro país durante la última dictadura cívico-militar, esta la celebro más, porque tiene un agregado personal, no solo porque de niño lo quise a Delmé, sino por qué lo quise.

Vivía en el departamento de al lado. Nosotros en el décimo F y ellos en el G, de las torres que están en la esquina de Juan B. Justo y Murillo, del barrio de Villa Crespo. Digo ellos, porque hace poco lo llamé para pedirle una entrevista, creyendo que tenía prisión domiciliaria y cuando escuché a la mujer decir que acá no había derechos humanos, que él estaba en otro país en ese momento, confirmé que era todos iguales. El primer contacto que tuve con él fue a los tres años, apenas nos mudamos a ese edificio, en agosto del ochenta y tres. Una tarde regresamos de un paseo familiar y  nos encontramos con que nos habían tirado la puerta abajo, es la única imagen que me quedó. Mi padre me contó que Delmé se acercó y le dijo “se equivocaron de puerta”. Cuando me contó la anécdota, yo tendría doce años, ya estaban separados mis padre, yo entendí que en ese acto Delmé vino a disculparse, porque había sido para él. Para él, el padre de Diego, mi amigo, con quien nos pasábamos las tardes jugando a los soldaditos en el pasillo del décimo piso, con sus aviones militares de aeromodelismo. Pienso en las insignias que llevaban esos aviones y recuerdo las que Delmé me regaló y que llevé puestas en mi gorra.

Cuando mi padre me contó la historia, lo hizo convencido de que nos habían tirado la puerta por sus nueve meses de militancia en el partido comunista en los setenta. Le quedó la paranoia. Recuerdo que en las elecciones del ochenta y nueve, yo salía al balcón a gritar “¡Vamos Vicente! ¡Viva Izquierda Unida!”. Mi padre me retaba, me decía que entrara, porque Delmé me podía escuchar. En ese momento yo no sabía quién era Delmé, para mí era un militar más y como todo militar culpable de lo que habían hecho años atrás, pero yo estaba convencido que vivía en democracia, podía repetir el preámbulo de memoria. Mi padre se llevaba bien con la mujer de Delmé, Quita la llamaban, una ama de casa sumisa, que andaba el día de delantal, que obligaba a caminar sobre patines dentro del departamento con guarda de patos sobre el empapelado y que hacía un guiso de mondongo espectacular. Quita gustaba del estilo seductor y pícaro de mi padre, que siempre encontraba algo para alagarle, por pura caballerosidad. Como mi madre no hacía mondongo, cada vez que Quita lo hacía nos tocaba el timbre y la encontrábamos acomodándose el vestido con una cazuela de barro humeante, de las que se limpian con pan.

En tercer grado comencé a usar el pelo rapado. Pienso en mi padre y un cepillo y siento las cerdas en la cabeza al escribir esto, el golpe seco que las clavaba y escucho "quedate quieto", con los ojos llenos de lágrimas. Como lo peor que me pasó en la vida fue empezar la escuela, ya que no era prolijo y las palizas empezaron a ser más fuertes, cuando el peluquero me preguntó cómo quería que me lo corte, le respondí "rapado", así ayunaba por la mañana. Descubrí que a mi padre le gustaba cómo me quedaba, por lo que tenía el beneficio de que me alagaba. Para el primer invierno de pelo corto, me regaló una gorra de pana negra con visera como la de los marineros, porque me moría de frío. “Como la que usaban los Beatles”, dijo cuando me la regaló.  “Como la que usaba Lenin” me contó años después. Pero cuento esto, porque como a mí mucho no me convencía la gorra, mi padre me dijo “andá a pedirle a Delmé que te de unos escuditos que se los pongo, te van a quedar buenísimos”. Yo creí lo mismo y fui. A mí, que jugaba a los soldaditos, que jugaba con pistolas y ametralladoras, la idea me entusiasmo y se me endurece el cuerpo de saber que llevé sobre mi cuerpo insignias del uniforme de Delmé o de alguno de sus hijos, los dos mayores ya estaban en paracaidismo, y uno en los Cascos Azules.

Veinte años después, la militancia me permitió conocer al compañero Hugo Cañón, el Fiscal que declaró la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final. Orgulloso fui a contárselo a Pedro, la pareja de mi madre después que se separó de mi viejo. Pedro también fue vecino de Delmé, él vivía en el décimo C, pero él no actuó como mi padre, no es un cobarde. Él también dejaba que su hija jugara con la hija de Delmé, también sabía, como mi padre, de las denuncias contra él en revistas de los ochenta, pero cuando Delmé le fue a tocar el timbre por lo que la hija de Pedro le dijo a la suya, Pedro le contestó “es cierto, tu hija no tiene la culpa, pero en mi casa de los tipos como vos pensamos eso” y le cerró la puerta en la cara.

Todo esto lo supe a los treinta años, cuando contento le fui a contar a Pedro que conocí a Cañón y lo primero que me respondió fue: “el que metió preso a Delmé”. Me enfrié. Sentí asco, ganas de llorar, como las que me produce escribir esto, porque me acordé por qué disfrutaba tanto ir a lo de Delmé, por qué lo quise, por qué me divertía tanto con él: porque me hacía jugar a que desaparecía. Cuando iba a jugar a su casa, me decía que tenía el poder de hacerme desaparecer, yo tenía edad para creerlo, movía sus brazos en círculo sobre mi cabeza y decía “ya está”. Y Quita, sus hijos, Jano, Marcelo, hacían como que yo no estaba. “¿Y Santiago dónde está? Desapareció Santiago”, decía Delmé y todos se reían. El juego era divertido hasta que me asustaba, porque creía en serio que no me veían y ahí frenaban. Me parecía fascinante, como a todo niño le provoca fascinación el juego de la desaparición y aparición, por eso le pedía que lo repitiera. Pero el que me hacía jugar a eso, al que quise porque me hacía divertir mucho con ese juego, realmente tenía el poder de hacer desaparecer y lo hizo. Así que espero que no desaparezca de este mundo por mucho tiempo y espero sufra, realmente lo espero, por el asco que me produce cada vez que me acuerdo de esto, de haber pasado buenos momentos con un genocida.