Tribulaciones sobre la residencia del poder

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Tribulaciones sobre la residencia del poder

07 Septiembre 2016

 

Si lo que queda claro, luego del golpe de Estado en Brasil, es que la voluntad popular puede ser vulnerada por un grupúsculo de las élites políticas y sociales de Latinoamérica, lo que hay que hacer es fortalecer la mencionada voluntad popular. Si a ojos vista los únicos países que han podido soportar el recio atosigamiento de los medios de comunicación, de oposiciones que vindican tiempos truculentos y violentos del poder en Latinoamérica, han sido aquellos que han modificado sus constituciones en pos de sanear las democracias bobas –en palabras de García Linera- y encaminarlas a democracias participativas, lo que tendremos que hacer ni bien consigamos las posibilidades materiales históricas de ocupar el poder político, es refrendar nuevas constituciones junto a nuestro pueblo.

Para ello será necesario establecer y consolidar nuevas mayorías que interpreten los clamores de los sectores populares y mayoritarios y que a la vez interpelen a aquellos sectores que sin ser numerosos, constituyen sectores dinámicos y con posibilidades de virar hacia un lado u otro según el clivaje de los movimientos de la historia (incluye desde los partidos de izquierda tradicional hasta la clase media comprometida con la política ocasionalmente). Hace no mucho, Cristina Fernández de Kirchner –creo que en su despedida de la casa de gobierno, el 9 de diciembre de 2015- decía que no hay que bajar las banderas, sino enrollarlas para que vean los que están detrás. En esa metáfora sobre la ideología y el quehacer político, instaba a mostrar el camino, sin alharaca, a sectores que habían sido obnubilados por los cantos de sirena del egoísmo y el individualismo.

Lejos de discutir desde la comodidad de un escritorio las palabras de Cristina, me gustaría modificar un poco la metáfora visual por otra de carácter auditivo. Tal vez tengamos que dejar de pensar en un atrás y en un adelante, y lo que tengamos que moderar sea el volumen de nuestro discurso, manteniendo firmes las convicciones, pero bajando el volumen incluso, por momentos, hasta el silencio, para así poder escuchar desde todos los ángulos el mosaico mandálico que la posmodernidad y la amplificación de las voces minoritarias han instalado como una polifonía de demandas de variado calibre. No debemos buscar mostrar el camino de manera iluminada y vanguardista, sino que debemos constituir un discurso paciente y lo suficientemente elaborado como para que las millones de gargantas -no solo de nuestro país, sino de toda Nuestra América- puedan comenzar a transitar un camino más esperanzador y totalmente inclusivo.

Las mefistofélicas condiciones de intercambio que imperan en el mundo actual, guardan a su interior aberraciones cuyas entrañas nos proveen de herramientas heterodoxas para discutir el orden mundial. Y en ese sentido, es impensable la posibilidad de mantenerse como una isla al estilo Corea del Norte; todo lo contrario: la posibilidad de mantener los escasos centros de democracia popular en el continente (Venezuela, Bolivia y Ecuador) y ampliarlos, dependen de una mayor integración e intercambio de índole político, económico, social y espiritual entre los sectores de dirigencia política, sindical y la masa militante militante.

En ese camino estamos, pensaba hoy mientras recorría la marcha federal de punta a punta y cuando escuchaba desde el escenario al Secretario de Relaciones Internacionales de la CUT (Central Obrera más numerosa de Brasil), Antônio de Lisboa y a un compañero de la PIT CNT {1} de Uruguay cuyo nombre no recuerdo, y lo mismo pensaba cuando escuchaba a Pablo Miceli y luego a Hugo Yasky: el camino de unidad para enfrentar a los pocos actores con el poder suficiente como para querer hacernos hocicar se encuentra frente a nosotros, tanto en lo local como en lo continental. La única explicación que tendremos que darles a las generaciones venideras –parafraseando a Correa- es por qué no nos unimos antes.

La posibilidades que nos da la política son las verdaderamente reales, ya que solo la factibilidad de los programas políticos es lo que puede hacerlos realizables o no. Pero no solo la factibilidad es un elemento que permite consolidar un proyecto político, sino el reconocimiento de que el poder, el verdadero poder, proviene del pueblo. Esto es algo que deberían recordar aquellos compañeros que tienden a realizar alianzas espurias en función de la máxima que requiere la factibilidad de un proyecto para alcanzar el poder, olvidando que cualquier alianza está destinada al fracaso si no recoge las necesidades que una vez satisfechas le brinden felicidad al pueblo. No deberían los políticos pensar en términos meramente electoralistas -sin por ello olvidar que el poder político se obtiene mediante comicios en los cuales el sujeto eleccionario escoge entre un abanico de posibilidades- sino en términos de un eje programático que recoja momentáneamente ese poder residente en el pueblo y mande obedeciendo, esgrima el cetro del poder con una nueva constitución en la mano y la potestad plebiscitaria en la otra.

Históricamente los filósofos abocados a la política han abundado en la descripción de las degradaciones que moran al interior de las formas de gobierno; así, para Aristóteles había formas puras e impuras de gobierno, y mientras en la forma pura existía la monarquía, la aristocracia y la democracia, en la impura las mismas formas de gobierno degeneraban en tiranía, oligarquía y demagogia en el mismo orden. Platón, más conservador, hablaba de una forma perfecta en la que los asuntos de gobierno los manejaba la aristocracia (gobierno de los mejores), mientras que las formas imperfectas se encarnaban en la timocracia (gobierno de los honorables), la oclocracia (gobierno de la muchedumbre) y la tiranía (el tyrannos es un usurpador). Si nos venimos más acá en el tiempo, recordamos las disputas ideológicas durante el período independentista americano del siglo XIX, en el que partiendo de Francisco de Vitoria, hablaban de la retroyección del poder cuando el rey perdía su condición de soberano, la soberanía volvía al pueblo, de quien había emanado originariamente. En el período absolutista colonizador ocurría lo contrario: el rey firmaba las cédulas reales como “Yo, el Rey”. En el mismo sentido, los primeros contractualistas hablaban de una delegación del poder, perdiendo incluso algunas libertades, para así descansar tranquilo en que un poder estatal vela por la seguridad de uno (Hobbes). Pero no es nuestra intención efectuar un recorrido histórico sobre la filosofía política del poder, sino simplemente efectuar un punteo sobre algunas ideas básicas al respecto, así que iremos al conflicto en relación al poder en el presente.

Para efectuar ese salto, recurriremos a la lucidez de Dussel, que en sus 20 Tesis de política nos dice que el poder (al que llama potentia) es un poder consensual, que dimana de la comunidad. Nadie, según Dussel, toma el poder: “EI poder político no se toma (como cuando se dice: `-¡intentaremos por una revolución la toma del poder del Estado"!´). EI poder lo tiene siempre y solamente la comunidad política, el pueblo” {2}.

Pero el gran pensador latinoamericano -más latinoamericano que argentino- nos advierte sobre una posible corrupción del poder actual. Si bien la comunidad delega el poder momentáneamente a una construcción fenoménica en la que reside el Estado, y que llama Potestas, una vez recibido el poder, ese Estado puede administrarlo de buena o mala manera. Si lo hace de manera positiva, en procura de la felicidad del pueblo, será un poder obedencial. Ya no deberíamos estar ante el jefe de Estado que demuestra la autoridad diciendo al mejor estilo He-Man “Yo tengo el poder”, sino que nos deberíamos hallar frente a un líder que abriese las puertas de la sede gubernamental y dijese: “Qué precisan”. En caso de que el poder derive en la forma negativa de su administración, se establecerá un “poder fetichizado” que nada tendrá que ver con las necesidades de las grandes mayorías, y por lo tanto, destinado a licuarse nuevamente en las grandes mayorías (Dussel: 27).

No debemos olvidar que lo que mueve a los pueblos, lo que lo vigoriza, es el deseo de vida, un impulso de vivir siempre y contra toda adversidad; y aunque muchas veces los pueblos se adormecen, pueden y deben ser sacudidos de la modorra para que vuelvan a encaminarse en la senda vindicativa. En este punto no hay que confundir alegría con felicidad. La alegría es un estado pasajero que puede ser alentado con un poco de cotillón y una música pegadiza, con lo cual hasta un privado de la libertad, un enfermo o un marginado, puede momentáneamente esbozar esa mueca llamada sonrisa y experimentar cierto gozo en el alma; en cambio, la felicidad es un estado más duradero que no necesariamente necesita de muecas gestuales para expresarse, sino que estriba en una sensación estable de manifiesto bienestar comunitario. Los pueblos felices tienen un impulso de vida mucho más proyectivo que los pueblo alegres.

En estos momentos, algunos pueblos de Nuestra América están viendo sacudidas sus estructuras políticas y sociales por medio de estrategias que horadaron nuestra capacidad de comunicación directa con el pueblo a través de acciones concretas. La realidad se ha desdibujado al punto de que solo cuando corre peligro ese impulso vital, el pueblo se ve compelido a salir a manifestarse, a pedir la devolución del poder delegado. Esta semana de fines de agosto y principios de septiembre, y permítanme pecar de optimista a pesar de lo funesto de los datos, Nuestra América se vio sacudida por un golpe de Estado en Brasil, un intento de golpe en Venezuela, un conflicto serio con “cooperativistas” mineros que terminó con la muerte de seis personas, entre ellas el viceministro de Interior boliviano, y en Argentina sigue presa Milagro Sala y varios militantes más, al a vez que se asiste al ajuste más bestial desde los tiempos de Menem. Y si bien a corto plazo se espera un conflicto pedregoso y feroz, a largo plazo no puedo tener más que esperanzas, y sabido es que la historia, como la vida, se interpreta en plazos medianos y largos. No va a alcanzar con un títere que exija un bastón presidencial en forma caprichosa y luego no sepa qué hacer con él, o que lo vea solo como un objeto. En ese bastón presidencial estriba el poder que le otorgó el pueblo, y en caso de que no abra las puertas a las necesidades del mismo, solo lo volverá a observar cuando lo tengo que entregar oprobiosamente.

Por eso las palabras de un gran dirigente como Hugo Yasky nos abren un camino de acción posible y de unión programática forjada bajo diferentes miradas; por lo tanto, mucho más sólida gracias a su variada composición. No nos queda más que tener una paciencia ágil, de esa que no se queda esperando un segundo, sino que por el contrario, encuentra su razón de ser a través del continuo trasegar; no nos queda más que difundir la convicción de que solo aquellos que aspiran a un continente mucho más justo, libre y soberano, tendrán el tesón de elaborar estrategias muchas veces difíciles de dimensionar, pero inevitables para alcanzar un verdadero cambio en la sociedad política americana.

1 - Es una Central Obrera de las características de la CTA.
2 - Dussel, Enrique: 20 Tesis de política. Siglo XXI editores. 2006. Bs. As. Pág. 26.

RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)