Hace 30 años, en abril; por Gabriela Rodríguez Rial

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Hace 30 años, en abril; por Gabriela Rodríguez Rial

10 Abril 2017

La semana Santa de 1987 cayó en abril, como este año. El miércoles 15, a la salida de la escuela, mi hermana Lula y yo esperamos a papá y mamá, que nos vinieron a buscar en “la chancha” para ir a Mar del Plata. Era un Peugeot 505 típico de Sevel (caro y malo), y aunque se rompía a cada rato, lo amábamos con locura. Por aquella época, cada vez que viajábamos a la Feliz, nos alojábamos en el Hotel Realidad, que era del sindicato de empleados del Tabaco, ya que mis padres, dos abogados, los atendían todos los viernes, en una sede del barrio de Flores. Para mí, el “Realidad” fue el primer contacto con la belleza de esa ciudad entre aristocrática y popular, y también con el peronismo en su mejor versión: la que ofrecía una utopía real de trabajadores, trabajadoras y sus familias alojándose a pocas cuadras de la mansión Gainza Paz, en un edificio racionalista, con jardín, y servicios cómodos, pero sin ostentación. Ni grasa, ni mersa, ni pizza con champagne.

La noche del 18, tras una larga deliberación que nada tenía que envidiarle a la idealización arendtiana del ágora ateniense, fuimos a comer a una parrilla cercana. En el auto escuchamos la radio con atención: desde el día anterior, nos habíamos enterado que había habido un levantamiento de militares “carapintada”. Mi viejo no era de los que caminaban con la radio a transistores pegada a la oreja para escuchar los partidos de fútbol. Pero ese fin de semana largo, cuando bajaba del auto, encontraba cualquier excusa para buscar más noticias. En 1987 no había ni celulares, ni redes sociales, ni canales de noticias: un mundo incomprensible para cualquier sub-veinte. Esa noche del 18 de abril, en una calle oscura, paró el auto de repente. Nadie habló en 50 minutos, sólo el locutor de radio Mitre. Dentro del Peugeot se olía el miedo, como cuando años antes sonaba el portero eléctrico y no sabías a quién podían venir a buscar o quién te podrían decir que había desaparecido. Mi papá la miró a mamá, se dio vuelta, y dijo, “hoy comemos acá y mañana a primera hora nos volvemos: hay que ir a la Plaza, sí o sí”.

Y en el viaje de regreso a Buenos Aires nos convertimos en expertos en transiciones. Sólo se hablaba de la democracia, de su valor social, y político. No importaba de dónde viniéramos, si eras radical, peronista, comunista, intransigente, o lo que fuera: la democracia era de todos y todas; no podíamos volver a la noche oscura de la dictadura .Y quizás sin recordar que era suya, le robamos una frase proverbial a Juan Carlos Portantiero: la democracia es el límite entre la vida y la muerte. Volvíamos a Buenos Aires para que el pasado reciente no volviera jamás.

Lo que pasó el 19 es historia conocida por muchos. Pero hay dos hechos, uno que viví y otro que me contaron que no tantos recuerdan. Antes de ir a la Plaza, mi papá pasó por la Confederación General del Trabajo, ya que trabajaba como asesor de Saúl Ubaldini, la estrella sindical de la época. Años después me contó que cuando él estaba se aparecieron unos delegados de los carapintadas buscando “apoyo”. Bien aconsejado y con buen criterio personal, Ubaldini no los recibió. “Saúl, querido” (tal era su popularidad que hasta lo llamaban así, incluso quienes conducían un BMW por la Av. Libertador), se mantuvo junto al pueblo, que tantas veces había estado con él.

A la Plaza fuimos mi hermana y yo, aunque ella dice que se quedó con mi abuela, algo que mi madre desmiente. Estábamos con mis papás, y me acuerdo de que al lado nuestro había un pibe como de 20 años. Me debe haber parecido lindo, o no sé, porque lo registré. Cantábamos, gritábamos. Éramos miles. Creíamos que nuestras voces podían vencer a los tanques y la especulación política. Y salió Alfonsín, cansado, ojeroso, pero con su verba intacta. Las primeras palabras del discurso parecían envolverte en la creencia de que todo era posible, de que el pueblo era la salvaguardia de la democracia, de que habíamos vencido. Pero cuando dijo “la casa está en orden”, el sueño se desmoronó. El pibe, pelo castaño claro y con rulos al viento, miró para abajo, me miró a mí, directo a los ojos, eso quiero recordar, y me dijo: “nos cagó”. Tal vez en ese instante empezó el desencuentro, o el encuentro fallido, entre la política democrática, sus partidos, sus instituciones y sus gobiernos descoloridos, por un lado, y dos Generaciones, por el otro: la que tenía 20 a fines de los 80 y la que entonces arañaba los 10. Queríamos una gesta, y nos dieron una acuerdo entre bambalinas. Nacimos en una primavera democrática, y nos hicimos adolescentes en el otoño de la impunidad. Durante el secundario, la ley de Educación Superior fue la madre de nuestras batallas, que terminó en una victoria pírrica: no hubo arancelamiento, pero sí desfinanciamiento educativo. En la Universidad, algunos se enamoraron de las multitudes imperiales de Negri; otros y otras, de la fina estampa del sub-comandante Marcos. Y cuando el zapatismo, el movimentismo y el asambleísmo no fueron suficientes, volvimos a empezar. Tras el 2001, antiguas palabras poblaron nuestro vocabulario, hasta entonces plagado de posmodernidades, diversidades y letras de Bono: peronismo, nacional popular, conducción, burocracia sindical. A fines de esa primera década del siglo XXI, quisimos hacer una revolución cultural o seguimos insistiendo con la crítica social, cuando lo que nos pedían, propios y ajenos, era gestión.

Hasta hace unos meses hubiera dicho que mi Generación había superado el trauma infantil de Semana Santa después de la crisis de 2001. Hoy no estoy tan segura. Cuando los dinosaurios que creíamos extinguidos vuelven a aparecer, disfrazados de modernos corderos, sin historia, enemigos de la memoria, hay que recordar que no fueron los tanques, ni las leyes de “Obediencia debida” y “Punto final” los que metieron de nuevo a los carapintadas en los cuarteles. Fue la presencia y la convicción ciudadana. Por romántico e institucionalista que parezca, yo lo recuerdo así.

RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs).