Reflexiones sobre los diez años de justicia por los crímenes del terrorismo de Estado

Reflexiones sobre los diez años de justicia por los crímenes del terrorismo de Estado

24 Marzo 2016

Por Lorena Balardini y Andrea Rocha

Este año el 40° aniversario del último golpe de Estado coincide con los 10 años de la primera sentencia dictada desde la reapertura de los juicios. El juzgamiento de los responsables por crímenes de lesa humanidad se vio prácticamente interrumpido a partir de 1987, con la sanción de la ley de Obediencia Debida, y luego con los indultos concedidos a condenados y procesados en la década del noventa. Sólo los delitos de apropiación de niños, robo y violación sexual pudieron ser investigados.

La combinación de la movilización y el litigio estratégico por parte de las organizaciones de derechos humanos, además de un contexto político regional e internacional favorable a la sanción de graves violaciones a los derechos humanos derivó en una serie de decisiones judiciales que finalmente desmantelaron las barreras legales que imponía la amnistía entre los años 2001 y 2005. Los crímenes de lesa humanidad podían nuevamente ser objeto de investigación por los tribunales de todo el país. Esto dio lugar a un proceso de justicia sostenido en el tiempo que ha enfrentado y continúa enfrentando serios obstáculos, pero que no obstante ha obtenido importantes logros.

Desde hace años somos parte de un equipo de trabajo que se ha dedicado desde diferentes espacios a monitorear exhaustivamente el desarrollo de este proceso; desde ese lugar traemos aquí algunas reflexiones sobre las características más salientes de este proceso, así como algunos de sus más importantes aportes a la reconstrucción jurídica, social e histórica de los crímenes. Estas líneas que presentamos son además el resultado de la recopilación y análisis de las 156 sentencias dictadas al 1 de marzo de 2016 en todo el país.

Del “goteo” a las “megacausas”

El fenómeno de la reapertura tuvo dos componentes iniciales relativos a la tramitación de las causas. En primer lugar, los juzgados federales retomaron las investigaciones que habían sido interrumpidas por los efectos de las leyes de Punto final y Obediencia debida y los indultos. Aún antes del pronunciamiento definitivo de la Corte Suprema de justicia para dejar sin efecto estas leyes en el año 2005, las principales causas que habían comenzado a investigarse en los ochenta comenzaban a “reabrirse” en diferentes partes del país. Estas causas, que se habían iniciado con posterioridad al Juicio a las Juntas y habían sido impulsadas como recomendación de la sentencia de la Cámara Federal, ahora eran retomadas por jueces a cargo de juzgados en diferentes jurisdicciones.

En segundo lugar, como resultado de este viraje hacia la posibilidad de hacer justicia, cientos de víctimas y familiares de víctimas, así como organismos que actuaban como querellantes se acercaron a esos juzgados a ratificar sus denuncias anteriores o a presentar nuevas. Esto generó un movimiento inédito hasta el momento en el poder judicial. En este primer momento no primó la organización clara ni la estrategia para el juzgamiento: cada juez en cada dependencia organizó los casos de la forma que creyó más conveniente.

Es así que, en un principio, convivieron de acuerdo al criterio de cada funcionario judicial jurisdicciones con cientos de causas conformadas a partir de denuncias individuales, y otras en donde tramitaban las llamadas “megacausas”, heredadas de los ochenta, con un número elevado de víctimas a imputados identificados.

El más evidente indicador de la dispersión de los casos que provocaba la organización vigente al inicio de la reapertura tiene que ver con la cantidad de sentencias dictadas en los primeros años de juicios: fueron únicamente dos por año en 2006 y 2007, en relación a un total de 11 imputados y 47 víctimas. Por otra parte, esta forma de tratamiento de los casos impedía dimensionar la sistematicidad de los crímenes, pues juzgaban hechos aislados, sin conexidad, como si fueran causas por delitos penales ordinarios.

A partir de 2008, comienza a cambiar algo de esta forma de organización, en parte gracias a que los actores del proceso comenzaron a advertir varios problemas que implicaban más que un mal uso de los recursos judiciales. Si se continuaba a ese ritmo, no alcanzarían cincuenta años para dar un cierre al proceso de justicia teniendo en cuenta las causas pendientes. Es así que comienza a darse un fenómeno que hemos llamado de “acumulación” de causas, como modo de contrarrestar el juzgamiento por goteo. Esta estrategia fue impulsada mayormente por la entonces Unidad Fiscal de la Procuración General de la Nación (hoy Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad), y podría decirse que en buena medida ha contribuido a la aceleración.

Las estrategias de acumulación propuestas tuvieron importantes resultados en 2012. Hacia fines de ese año, comenzaron tres megajuicios en tres jurisdicciones del país: las causas “ESMA III”, en Capital Federal; “Arsenal Miguel de Azcuénaga y Jefatura de Policía II” en Tucumán y “La Perla”, en Córdoba. La tendencia continuó los años siguientes hasta la actualidad, con la formación de megacausas en las provincias de Santa Fe, Mendoza, San Luis, entre otras.

Los actores del proceso han reconocido que las megacausas son una ventaja desde el punto de vista jurídico, histórico y social, ya que logran obtener una justicia más representativa del fenómeno del terrorismo de Estado. También han remarcado que, más allá del número de víctimas e imputados que nuclee un juicio, la clave para su avance es la organización. Quienes no acuerdan con la acumulación sostienen que redunda en juicios larguísimos e insostenibles. Pero los juicios “chicos” (con bajo número de víctimas e imputados) no necesariamente son “cortos” ni más frecuentes. Un ejemplo de eso es la megacausa “Campo de Mayo”, que ha sido fragmentada y llega a juicio oral por partes. Hasta el momento se han celebrado diez juicios de esta megacausa, además de otros correspondientes a expedientes conexos, pero quedan decenas de partes elevadas, esperando debate oral.

Para que los juicios demoren lo menos posible, lo principal no es el tamaño de la causa, sino instrumentar medidas para agilizar el proceso y organizar el debate desde su inicio. En gran medida esa fue la intención de las “reglas prácticas” para agilizar los juicios orales por crímenes de lesa humanidad, dictadas en febrero de 2012 por la Cámara Nacional de Casación penal. Con indicaciones para ordenar y agilizar los debates, las reglas se aplican hasta la actualidad en la mayoría de las cortes del país. Lo cierto es que las dificultades de organización persisten. Es como si estos juicios hubieran de alguna manera “pateado el tablero” y demostrado las deficiencias del poder judicial nacional para el tratamiento de casos complejos.

Hoy notamos que existe una desaceleración en el ritmo de las sentencias dictadas por año, que no parece ser directamente resultado de la imposibilidad de manejar megacausas sino de una mala administración de los tiempos de los juicios, una suerte de “agotamiento” del proceso, cuyas implicancias aún son desconocidas.

Causas residuales: prófugos y nuevos imputados

Otra característica del proceso es que no se trató de una estrategia de persecución penal acotada y por casos paradigmáticos: el proceso está abierto y continuamente continúan siendo identificados nuevos imputados, incluso en el transcurso de los juicios orales. Esto ha dado lugar al fenómeno de causas “residuales”, que refiere a segundas, terceras y sucesivas partes de juicios emblemáticos en diferentes regiones: “La Escuelita” en Neuquén, “Base Naval” en Mar del Plata, “Guerrieri” en Rosario, “ABO”, “Vesubio”, “Automotores Orletti” en Capital Federal, “Arsenal” en Tucumán, entre otras.

Dos elementos constitutivos de estos juicios residuales demuestran aspectos problemáticos del proceso. En primer lugar, la cuestión de los prófugos. Muchos de estos juicios incluyen imputados que estaban evadiendo la justicia y no fueron ubicados a tiempo para integrar el primer juicio. Este fenómeno es “endémico” en el proceso argentino: entre 2007 y 2016 el número de prófugos ha oscilado entre un mínimo de 45 y un máximo de 60, y no ha tenido alzas o bajas abruptas. Se trata de una suerte de “elenco estable”, cuyos nombres propios pueden variar pero la cifra se sostiene.

Por tratarse sólo del 2% del total de imputados del proceso parece ser una cuestión menor; aunque han habido momentos complicados como la fuga de los condenados en San Juan, Jorge Antonio Olivera y Gustavo Demarchi, en 2013, pocos meses después de ser sentenciados. Más allá de los esfuerzos por encontrar a estas personas, es que es evidente que se trata de sujetos con recursos suficientes como para sostener la condición de prófugos en el tiempo sin ser encontrados.

En segundo lugar, un aspecto que ha incidido en la formación de causas residuales ha sido el apartamiento de imputados por cuestiones de salud o por ser juzgados en otras jurisdicciones. El caso de Luciano Benjamín Menéndez es emblemático en este sentido: ha llegado a ser requerido para ser juzgado en tres o más provincias a la vez. Este aspecto es uno de los elementos a repensar en la política de juicios: ¿vale la pena celebrar todo un juicio residual por un imputado como Menéndez, que ya cumple veinte condenas, teniendo en cuenta el elevado número de imputados que aún no han sido juzgados? Algunos de estos problemas continúan sin resolverse.

Los aportes de los juicios a la reconstrucción histórica del terrorismo de Estado

Cada juicio celebrado hasta la fecha es una contribución a la verdad sobre lo sucedido. Si bien por la lógica propia del derecho penal el eje de cada debate ha sido la atribución de responsabilidad de los imputados, los crímenes de lesa humanidad son de una naturaleza tal que exigen una mirada aún más profunda sobre los contextos en que estos delitos fueron cometidos. Es así como a partir de los testimonios de las víctimas sobrevivientes, de familiares e incluso de la declaración de historiadores, periodistas, sociólogos, entre otros expertos, se ha logrado avanzar hacia temas que no estaban previstos de manera clara al comienzo de este largo proceso.

Una de las primeras cosas que llaman la atención tiene que ver con nombrar lo ocurrido en Argentina como un genocidio. Dicho brevemente el debate jurídico a nivel interno ha girado en torno a sí lo ocurrido en el país puede catalogarse como la destrucción parcial o total de un grupo político y si esa figura se encuentra abarcada dentro de la figura de grupo nacional prevista en la convención. Las interpretaciones han sido diversas.

Durante el primer juicio celebrado en el marco del actual proceso de justicia se abordó ese debate. Los querellantes solicitaron que al único imputado, el comisario de la policía de la provincia de Buenos Aires Miguel Etchecolatz, se le cambiara la calificación legal y fuera condenado por genocidio. Luego de hacer un análisis sobre la figura, el tribunal desestimó esa solicitud particular. Sin embargo sentenció los hechos investigados durante el juicio configuran delitos de lesa humanidad cometidos “en el marco” del genocidio que tuvo lugar en la República Argentina entre los años 1976 y 1983. Esta fórmula sería repetida sin muchas modificaciones en otros fallos hasta 2011, cuando el tribunal de la causa “ESMA II” le solicitó a la Corte Suprema de Justicia que promueva ante los organismos internacionales la inclusión de la figura del perseguido político en el delito internacional de genocidio.

Por último, en 2014 en la sentencia en la causa “La Cacha”, el tribunal oral nº 1 de La Plata condenó a los imputados por los delitos del código penal y por el delito de genocidio, en una práctica que se extendió a otras sentencias de esa jurisdicción. Ninguna de ellas ha sido revisada aún por las instancias superiores, con lo cual aún resta conocer que opinará la Corte Suprema sobre esta calificación.

Otro de los aspectos jurídicos en los que más se ha avanzado ha sido en el de violencia sexual. La visibilización de estos crímenes ha sido una de las luchas más difíciles de llevar a cabo durante el proceso de justicia no solo por la dificultad que implica para las víctimas sobrevivientes abordar estos temas durante su testimonio, también y en gran parte por las dificultades de los operadores jurídicos para comprender lo sucedido.

En la sentencia de la causa Barcos, en 2010, se consideró, por primera vez, que los delitos sexuales cometidos contra las víctimas del terrorismo de Estado son un crimen de lesa humanidad, aunque todavía subsumido al delito de tormentos y no como un tipo penal autónomo. Esa interpretación se revirtió ese mismo año, en la sentencia por la causa Molina, en donde fue condenado el único imputado por dos casos de violencia sexual. En dicho fallo el tribunal aseguró que las violaciones “no constituían hechos aislados ni ocasionales, sino que formaban parte de las prácticas ejecutadas dentro de un plan sistemático y generalizado de represión llevado a cabo por las Fuerzas Armadas durante la última dictadura militar”.

En algunos casos los jueces volvieron a interpretaciones más restrictivas, en otros se avanzó un poco más. A medida que ha avanzado el proceso las víctimas han sentido la seguridad suficiente para ir abordando estos hechos y la justicia se ha vuelto un poco más receptiva. A diciembre de 2015 eran 65 los imputados condenados por delitos contra la integridad sexual entendidos como crímenes de lesa humanidad en todo el país.

Otro aspecto más extrajurídico pero no por eso desligado de lo legal ha tenido que ver con la ampliación geográfica y temporal de los delitos que han sido juzgados. El juicio por el Plan Cóndor es un ejemplo de los alcances geográficos del proceso de justicia. Durante el debate oral que está por concluir han podido declarar familiares de víctimas de las dictaduras de Uruguay, Chile, Brasil, Bolivia y Paraguay. Cada drama personal y colectivo ha permitido comprender el alcance de las dinámicas regionales de la represión, las formas perversas de coordinación represiva realizadas a través de los grupos de inteligencia y las debilidades del sistema internacional a la hora de evitar casos de persecución política como los vividos en el Cono Sur.

Sobre los alcances temporales vale la pena recordar que en un principio los límites los dio el inicio y fin de la dictadura. Sin embargo, en varios casos se ha podido demostrar que el secuestro, la tortura y la desaparición de personas fueron muy anteriores al golpe de 1976. El caso más emblemático fue el de la Masacre de Trelew, ocurrida en agosto de 1972. Durante el juicio celebrado cuarenta años después, se pudo comprobar que este hecho fue el acto inicial del plan clandestino de represión que sería implementado de manera masiva durante la última dictadura.

También han sido investigados los crímenes cometidos entre 1973 y 1975 por la Triple A. Recientemente un tramo de esa causa que se tramita en código viejo concluyó con la condena de tres integrantes de esa asociación ilícita. Sin embargo el avance de esa causa en donde incluso se encuentra vinculada la ex presidenta María Estela Martínez de Perón ha sido especialmente difícil aun cuando la investigación se remonta a 1975 y ha sido incorporado durante estas décadas un gran caudal de material probatorio.
En otros debates orales se han investigado crímenes cometidos poco antes del golpe en distintas jurisdicciones como en la causas “Masacre de Capilla de Rosario”, “Operativo Independencia”, “Caballero”, “Paco Urondo”, “Campo de Mayo VIII” y “Villa Urquiza”. En ellas se ha podido establecer cómo los circuitos represivos empezaron a operar antes de la dictadura con una modalidad particular que vincula a un sector civil específico: los jueces. En efecto se ha podido establecer que la legislación represiva adoptada durante el breve régimen democrático entre dictaduras, como la ley 20.840, habilitó el secuestro de personas que después de ser torturadas en lugares clandestinos de detención eran presentadas ante un juez para ser “blanqueadas” y pasar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional.

Y ha sido justamente el rol de los civiles en la dictadura el último aspecto que nos interesa destacar. Si bien en los últimos dos años se ha empezado a hablar de dictadura cívico-militar, el tema de la responsabilidad de civiles en crímenes de lesa humanidad se remonta a los inicios mismos del proceso de justicia. En el Juicio a las Juntas fueron denunciados sacerdotes, empresarios y funcionarios judiciales por distintas formas de participación que trascienden la simple complicidad con los autores materiales de los delitos cometidos.

Hasta la fecha han sido condenados 2 funcionarios judiciales: Víctor Hermes Brusa y Manlio Torcuato Martínez. Otros 52 más se encuentran vinculados a causas por crímenes de lesa humanidad. La dificultad en el avance de estas investigaciones ha demostrado el arraigo de prácticas poco democráticas al interior del poder judicial y la poca voluntad de autocrítica por parte de los integrantes de esa rama del poder público.

Esas dificultades no llegan a ser tantas como las que se presentan a la hora de investigar y sancionar a miembros de la iglesia y a empresarios. El único sacerdote condenado hasta la fecha ha sido Von Wernich —denunciado, como se dijo antes, durante el juicio a las juntas—. Otro sacerdote, José Mijalchyk, ha sido absuelto. Hasta la fecha la Iglesia se había resistido a aportar pruebas sobre casos de apropiaciones, entre otros delitos. Esa tendencia parece revertirse con el reciente anuncio del Vaticano de una apertura de archivos que había sido solicitada por el Ministerio Público Fiscal y organismos de derechos humanos.

En el caso de los empresarios se ha avanzado muchísimo en investigaciones como la realizada por el Programa Verdad y Justicia, la Secretaría de Derechos Humanos, el CELS y FLACSO que han permitido identificar empresas, víctimas, responsables y prácticas represivas ejecutadas durante el terrorismo de Estado. Esos avances, sin embargo, no han tenido correlato en la justicia, en parte por el poder que los implicados ostentan en la actualidad. Un primer paso se dio en 2012 con la condena de los hermanos Julio y Emilio Méndez quienes eran propietarios de una chacra que funcionó como centro clandestino de detención en el que estuvo secuestrado el abogado laboralista Carlos Alberto Moreno. Otro empresario, Marcos Levin, dueño de La veloz del norte, ha sido sometido a juicio y se espera para la próxima semana el veredicto. Dieciséis empresarios se encuentran vinculados formalmente a causas por crímenes de lesa humanidad.

Se ha tenido que avanzar en las responsabilidades más visibles e inmediatas para llegar ahora, cuarenta años después de lo ocurrido, a comprender que más allá de la persecución política padecida por las víctimas, el objetivo de la dictadura fue implantar un modelo económico particular cuyas consecuencias todavía padecemos. Este proceso de justicia que se ha caracterizado por la creatividad y la persistencia se enfrenta ahora al más grande desafío: hacer justicia en tiempos de CEOcracia.