La Masacre de Magdalena: entre la desidia judicial y la indolencia social

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La Masacre de Magdalena: entre la desidia judicial y la indolencia social

22 Octubre 2015

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

La noche del 15 de octubre de 2005, ingresaban al pabellón 16 de la Unidad 28 ubicada en el partido de Magdalena personal del servicio penitenciario empuñando escopetas con munición anti tumulto que fueron descargadas contra los internos que estaban peleándose entre ellos después que el servicio metiera a un preso que se llevaba mal con esa ranchada. No sólo dispararon a quema ropa con balas de goma sino que les tiraron los perros y empezaron a golpear. Ante la represión, algunos internos iniciaron un foco de incendio en el fondo del pabellón. En ese momento los penitenciarios se replegaron y cerraron la puerta con candado. 58 personas fueron encerradas en un pabellón en llamas. Las personas que debían custodiarlas, se retiraron para volver al rato a intentar apagar un incendio con mangueras que no sólo no llegaban hasta el pabellón sino que tampoco tenían agua. El pabellón se había convertido en un callejón sin salida: 33 personas murieron quemadas y asfixiadas. Muchos pudieron ser rescatados por los propios internos de otros pabellones que empezaron a romper las paredes del fondo para socorrerlos.

Si miramos la Argentina a través de la realidad carcelaria, podemos concluir que fue una década que se cierra con más preguntas que respuestas. El encarcelamiento masivo preventivo continuó escalando de manera sostenida. Si en 1995 la población era de 25 mil, diez años después había superado los 55 mil. Hoy, la cifra asciende a 67 mil. Y sólo en la provincia de Buenos Aires existen, según la Defensoría del Pueblo, 40 mil personas encerradas, de las cuales casi el 70% está con prisión preventiva.

Estas continuidades se explican no sólo en la falta de voluntad política y el clasismo judicial, sino en la indolencia social. Como dice el diputado Leo Grosso, “las contradicciones del modelo son las limitaciones del pueblo”, es decir, expresión de las batallas culturales pendientes, las tareas que quedaron inconclusas. Cuando decimos “pueblo” estamos hablando de la “gente” también, esto es, haciendo referencia a los ciudadanos temerosos que habilitan y legitiman las rutinas policiales, luego certificadas por esa gran maquinaria de convalidar letras y firmas que lleva la gran parentela judicial. En efecto, los diferentes actores que integran la agencia judicial (jueces, fiscales y empleados judiciales) son los encargados de empapelar a los jóvenes, de sepultarlos en expedientes ininteligibles y de difícil acceso, protagonistas del destrato y maltrato con el que se miden periódicamente los familiares que se arriman hasta los juzgados a preguntar por la causa de su hijo o hija.

Quiero decir: el aumento de la población encarcelada se explica no sólo en la selectividad policial y la burocracia judicial, sino en los prejuicios sociales que destila la vecinocracia a través del olfato social. Si la tasa de encarcelamiento no guarda proporción con la tasa de delitos, es decir, la población encerrada aumento de un modo desproporcionado en relación al delito predatorio en Argentina, ello se debe no sólo a que hay más policías en la calle deteniendo a los jóvenes que comparten determinadas características físicas y determinados estilos de vida o pautas de consumo, sino porque hay más vecinos alertas entrenados frente al televisor, que se pasan el día dándose manija escuchando radio. Vecinos que practican la misma puntería con palabras que tienen también la capacidad de hacer daño, de estigmatizar. La vulneración de derechos se explica en la afasia cívica militada por la vecinocracia. Porque los vecinos no sólo les niegan la mirada a los jóvenes sino que desautorizan e impugnan su palabra y la experiencia que sostiene esa palabra.

Estos años de impunidad, con un juicio que se demora en el tiempo –y que tuvo que sortear mil chicanas dispuestas por la gente que respondía al ex Alcalde Mayor, Ricardo Casal-, se explica no solo en la habitual desidia judicial, en la incapacidad para investigar que tienen los funcionarios judiciales, en el revanchismo de clase de la casta que la integra, sino en la imbecilidad social. Si en estos 10 años no se pudo llegar a una sentencia se debe a que las víctimas de la Masacre de Magdalena, son considerados ciudadanos de segunda, dueños de un estatus jurídico devaluado, personas que fueron despojados de sus condiciones de humanidad, que no merecen otra chance, que ya no están en la cárcel para que aprendan sino para que se pudran.
En definitiva, la Masacre de Magdalena tiene que ser la oportunidad para denunciar no solo la letanía judicial, sino la oportunidad para arrojar luz sobre la invisibilidad social, hecha de indolencia e imbecilidad.

*Docente e investigador de la UNQ. Autor de Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno y coeditor de Circuitos.