La proscripción como síntoma de una crisis más profunda
La ofensiva judicial final contra Cristina Fernández de Kirchner ha alcanzado un punto de inflexión que trasciende lo jurídico y se inscribe de lleno en la disputa por el poder real en la Argentina. Lo que está en juego no es la resolución de una causa penal ordinaria, que no resiste el menor de los análisis jurídicos, sino la consolidación de un modelo de intervención del partido judicial directa en la arena política, en beneficio del proyecto de desguace nacional que encarna el actual gobierno de Javier Milei como fase final del programa antinacional iniciado el 24 de marzo de 1976, y que se enlaza con el 16 de junio de 1955.
El fallo que dejó firme la condena a Cristina —y habilita su encarcelamiento a 6 años de prisión— es la culminación de una operación de disciplinamiento político diseñada por el núcleo duro del poder económico, mediático y judicial del país. Se trata de una acción coordinada entre actores que han usurpado funciones políticas por fuera de toda legitimidad democrática. En este sentido, puede afirmarse sin eufemismos que estamos frente a una forma de golpe de Estado en clave contemporánea: silencioso, técnico, revestido de moralismo y de legalidad aparente, pero con una gravedad institucional comparable a los momentos más oscuros de nuestra historia. En democracia.
La historia política argentina está atravesada por una práctica sistemática de exclusión de los liderazgos populares mediante mecanismos de fuerza, proscripción, fraude y violencia. Hipólito Yrigoyen fue depuesto por un golpe cívico-militar en 1930 que inauguró la "década infame", donde el voto fue sistemáticamente vulnerado a través del fraude electoral. En 1955, Juan Domingo Perón sufrió un bombardeo criminal sobre Plaza de Mayo que dejó más de 300 muertos. Pero no bastó con el exilio: durante 18 años el peronismo fue formalmente proscripto. No se permitía usar su nombre, sus símbolos, su doctrina. La proscripción no fue sólo jurídica, sino cultural y social. Fue el intento de amputar de raíz cualquier posibilidad de que los sectores populares volvieran a construir mayoría política.
En ambos casos, la clase dominante argentina, con apoyo de sectores civiles, eclesiásticos, partidarios, judiciales y militares, buscó sustraer del juego democrático a líderes cuya legitimidad nacía del sufragio popular y del vínculo con las mayorías postergadas. En ese marco, la actual persecución contra Cristina Fernández de Kirchner debe leerse en esta misma línea: no se trata sólo de una causa judicial, sino de un intento de proscripción política —no menos grave por ser encubierta en ropaje jurídico— que busca disciplinar, dividir, paralizar y desarticular al campo nacional y popular.
El lawfare ya no es simplemente una estrategia judicial para corroer liderazgos populares, sino el modo de gobierno mismo del liberalismo antinacional. No hay dictadura clásica, no hay tanques, pero hay proscripción, persecución, hubo bala en su frente que milagrosamente no salió, y una estructura de poder que decide quién puede participar políticamente en la vida democrática y quién no. Consumada esta condena, no sólo queda herida de muerte la posibilidad de una candidatura de Cristina, sino que se rompe el pacto democrático desde 1983. Lisa y llanamente.
Esto no es un episodio aislado, es la maniobra que faltaba para completar el dispositivo autoritario que sostiene al gobierno de Milei: primero fue el vaciamiento del Congreso mediante decretos y superpoderes, luego el ataque a las organizaciones sociales y sindicales, después el empobrecimiento deliberado del pueblo mediante tarifazos, devaluación de nuestra moneda y destrucción del poder adquisitivo del salario. Ahora, la avanzada final y a menos de dos años de gestión: eliminar judicialmente a la dirigente popular que aún conserva legitimidad electoral y capacidad de articulación política. Frente a este cuadro, el silencio o la equidistancia ya no son opciones ni éticas ni políticas. Defender a Cristina no significa negar sus errores de conducción que han favorecido el presente escenario, ni caer en el culto cerrado a su personalidad. Significa defender la posibilidad misma de una alternativa nacional, democrática y popular. Significa, también, resistir la instalación natural y definitiva de una dictadura económica sostenida por jueces serviles y blindada por medios de comunicación que operan como tribunales paralelos.
La ceguera en el análisis político y su factura
Si la historia vuelve a repetirse —como farsa, pero con consecuencias reales—, no es por fatalismo o designio de la providencia, es porque no supimos, no quisimos o no pudimos advertir a tiempo el proceso que se avecinaba. Los actores políticos de la democracia argentina, nacida en 1983, cometieron un error fundacional: colocaron en el centro del horror a los ejecutores —los militares—, pero dejaron fuera del banquillo a los verdaderos arquitectos del terror: los grupos económicos y financieros que diseñaron y capitalizaron la dictadura genocida. En nombre de la unidad nacional, se narró el pasado reciente como una tragedia puramente militar y se concentró allí toda la energía, como si el terrorismo de Estado hubiese sido una anomalía del orden institucional que se solucionaba manteniendo a raya a los militares vaciando a las FFAA, y no la fase más violenta del proyecto económico oligárquico que aún hoy nos gobierna y nos somete a diario.
Esa lectura simplista, aunque políticamente útil en el corto plazo, tuvo consecuencias devastadoras que hoy vienen asomando con toda su evidencia. Esa miopía permitió consolidar la impunidad de los civiles beneficiarios de la última dictadura cívico-militar en Argentina (1976–1983) que no fueron simplemente cómplices pasivos: fueron actores activos, impulsores e incluso arquitectos del modelo económico y político que impuso el régimen. Identificarlos con precisión histórica no sólo hubiese sido clave para hacer justicia, sino también para entender políticamente el andamiaje y la continuidad del proyecto neoliberal que sigue operando en la Argentina actual: La Sociedad Rural Argentina (SRA); el Grupo Techint; el Grupo Macri – Socma / IECSA; el Grupo Clarín; ACINDAR; La Asociación Empresaria Argentina (AEA) y sectores de la Unión Industrial Argentina (UIA); Ford, Mercedes-Benz, Fiat, La Veloz del Norte, Ingenio Ledesma; los Pérez Companc; Astarsa; Bunge & Born; Mercedes-Benz; la Asociación de Bancos Argentinos (ABA); estudios jurídicos corporativos; y todo el núcleo del poder empresarial que fue ideólogo, impulsor y beneficiario directo del golpe, y que entregaron listas de delegados sindicales, muchos de los cuales fueron secuestrados en operativos represivos dentro de las propias plantas. A todos ellos se les otorgó el privilegio del anonimato. Mientras los militares ocupaban el lugar de villanos unívocos en los discursos escolares y en las movilizaciones del 24 de marzo, los verdaderos ganadores de la dictadura amasaban poder económico, financiero y político en plena democracia. Tanto es así, que hasta alguno se dió el lujo de llegar a presidente, y algún otro, desde las sombras, lo consideró “un puesto menor”.
Una democracia mal parida
La omisión de señalar y juzgar con claridad a los verdaderos beneficiarios civiles del terrorismo de Estado no fue un descuido involuntario del nuevo régimen democrático nacido en 1983. Fue una omisión deliberada, estructural y profundamente funcional a los límites del proceso de democratización liberal que se impulsó bajo la presidencia de Raúl Alfonsín. La transición democrática, celebrada por amplios sectores como una refundación republicana, se construyó sobre un pacto implícito: reconciliarse con un sistema político abierto, si, pero sin revisar el corazón económico de la dictadura. Se juzgaron —con justicia y valentía— los crímenes más atroces de las Fuerzas Armadas, pero se dejó intacto el andamiaje económico del modelo neoliberal instaurado entre 1976 y 1983, por caso, la aún vigente Ley de Entidades Financieras.
Ese modelo fue una imposición estratégica de clase, cuyo objetivo fue disciplinar al movimiento obrero, destruir la matriz industrial sustitutiva de importaciones, voltear las chimeneas de Perón, abrir la economía al capital financiero transnacional y reorganizar socialmente a la Argentina según las reglas de “civilidad” de las potencias occidentales. En esa lógica, acordar con Alfonsín era tolerable para los poderes fácticos. Lo que debía quedar incuestionado no era sólo la titularidad del poder económico, sino también el relato histórico que desvinculó a esos actores civiles del horror dictatorial. La democracia liberal restaurada necesitaba construir un relato purificador, donde el problema fuera la “irracionalidad” de los militares, y no el proyecto de recolonización económica que se vino a ejecutar. Esta narrativa permitió aislar la represión de su finalidad económica, despolitizar el terror, y así garantizar que las élites civiles responsables del saqueo estructural conservaran su lugar sin ser interpeladas. En otras palabras, se juzgaron las formas, el método, pero no los fines. La democracia nacida en 1983 nació con una fractura constitutiva: la imposibilidad de avanzar sobre los verdaderos ganadores del genocidio. Esa fractura sigue vigente. Y explica por qué, casi cincuenta años después, seguimos discutiendo cómo desarmar un modelo de país basado en la exclusión, la valorización financiera y el saqueo externo que ha arrojado 50% de pobreza institucionalizada en una nación rica, grande y despoblada, pero sin dar con los autores del gran crímen nacional.
Desde entonces, la democracia argentina ha estado bajo tutela. No militar, sino financiera. Una dictadura económica sin uniforme ni cuartel, pero con oficinas en la City y terminales en Washington, capaz de vetar programas, disciplinar gobiernos, torcer la voluntad popular a través de corridas financieras, endeudamientos inducidos y ciclos de inflación planificada. Esto explica por qué Cristina Fernández de Kirchner —por haber osado tocar intereses, recuperar parte del patrimonio nacional, enfrentar ocasionalmente a los buitres, reindustrializar parcialmente el país y reconfigurar el clima político nacional con protagonismo popular, aún sin reformar estructuralmente la matriz del país oligárquico— se convirtió en blanco del mismo aparato judicial, mediático y financiero que nunca fue juzgado por su rol en los años más oscuros.
Pero pensemos, qué otra cosa le podría haber ocurrido al peronismo si no la de ir perdiendo su propia identidad con el paso del tiempo en el marco de este “Estado democrático”, formalista, alejado de toda posibilidad de volver a construir un “Estado soberano” como el de Juan Domingo Perón?. Las tres banderas del justicialismo, en la práctica, murieron con Perón, por eso llegamos a este escenario de potencial disolución nacional. La última versión progresista del peronismo, el de la “década ganada”, fueron los mejores gobiernos que el pueblo supo darse luego de Perón.
El desafío, el pleito por el sentido y el esclarecimiento del drama. Por eso, el presente exige una revisión radical del pasado. Ya no alcanza con conmemorar el Nunca Más. Ya no se trata de desapariciones masivas y vuelos de la muerte, sino de exclusión planificada, desnutrición infantil, hambre estructural, desindustrialización, desocupación, pérdida de soberanía, destrucción de derechos, suicidios por desesperación, jubilaciones reducidas a la nada, medicamentos inalcanzables, salud privatizada, educación desfinanciada. La muerte ya no llega con un golpe en la puerta a la madrugada, sino con una factura de luz impagable, con un recorte brutal del salario real, con un hospital sin insumos. No hay comunicados militares en cadena nacional, pero sí un relato mediático sistemático que justifica este sacrificio social como necesario, inevitable o incluso deseable ante una potencial “reconstrucción” desde las cenizas. Lo que está en marcha desde hace décadas es una política sistemática de destrucción nacional y exclusión social. Y, como toda política de exterminio lento, su peligrosidad reside en la naturalización, en la pasividad que genera, en el silencio con que avanza. Como vemos, un dispositivo menos brutal en las formas, pero mucho más sofisticado y eficaz, el cual nunca pudimos desactivar por ausencia de una lectura original y de fondo que nos proveyera de otra claridad y otra voluntad política.
El gran desafío del campo nacional y popular es invertir esa matriz. Nombrar a los verdaderos responsables, contar quién gana y quién pierde. Poner esos apellidos en las pancartas cada 24M y aprovechar esa fecha nacional para debatir y esclarecer al conjunto. Construir una memoria completa sin temor al barro de la historia, sin prejuicios fundantes de la inacción. Asumir que sin justicia económica no hay democracia posible. Que sin romper el pacto de impunidad con los poderes económicos de la dictadura, no habrá futuro para nuestros hijos, ni para los millones de trabajadores, jóvenes y jubilados que hoy son víctimas de una nueva forma de exterminio: el social, el económico, el cultural y, sobre todo, el de destino.
El efecto paralizante de la proscripción. La proscripción de Cristina Fernández de Kirchner no sólo representa un ataque judicial y político dirigido desde los sectores oligárquicos, sino que, en términos más complejos, y en el marco de las categorías menores de la dinámica política coyuntural, interrumpe y congela el desarrollo de la experiencia política del movimiento nacional, del peronismo y de amplias franjas del pueblo argentino. Se trata de una regresión forzada al momento del cierre del ciclo kirchnerista en 2015, con todas sus contradicciones irresueltas y su sistema de representaciones sin actualizar.
Ese congelamiento opera como una detención del tiempo político: en vez de avanzar en una discusión profunda sobre estrategias, liderazgos, reconstrucción del tejido organizativo y nuevos horizontes de sentido para las mayorías, el movimiento se ve empujado de nuevo a un escenario de resistencia identitaria, a una lógica de repliegue. Se interrumpe así la posibilidad de síntesis superadora y maduración, de ensayar nuevas formas de representación popular que surjan no de la negación del pasado reciente, sino de su asimilación crítica para que tribute a un diagnóstico lo más racional posible. Cada vez que el poder judicial ataca a Cristina, la fortalece momentáneamente y la provee de centralidad, pero nuestra política queda en suspenso, a la defensiva y sin iniciativa.
Este fenómeno tiene consecuencias gravísimas: en vez de pensar un proyecto de país en clave de futuro, volvemos a defender posiciones ya conocidas que no han venido arrojando buenos resultados, sin revisar ni superar sus límites. Y esa parálisis también es parte del objetivo del bando antinacional. La judicialización de Cristina funciona como instrumento de disciplinamiento colectivo. Obliga al movimiento nacional a cerrar filas, pero sobre heridas abiertas. Impide elaborar el duelo de las derrotas electorales y de conducción de los últimos años, y desactiva toda posibilidad de disputar el sentido común al interior de nuestras filas, por fuera del eje "con Cristina o sin Cristina", como viene siendo.
Lo más perverso del proceso es que, al pretender eliminarla políticamente, el poder real logra reinstalarla en el centro del escenario sin permitir ninguna evolución. La política deja de ser disputa por el porvenir y se convierte en un ciclo de defensa nostálgica permanente. Es el perfecto empate reactivo: mientras Cristina es atacada y el movimiento nacional la defiende, el país se hunde en una ofensiva neoliberal sin precedentes, sin una conducción estratégica a la altura del momento. En este contexto, la proscripción de Cristina no busca neutralizar una amenaza electoral concreta, sino cumplir una función política más profunda: hacia adentro, disciplinar al campo popular, inhibir cualquier intento de renovación autónoma bajo amenaza de castigo; hacia afuera, consolidarla como emblema del “populismo corrupto” y del pasado a sepultar, anclando al peronismo en una crisis crónica de legitimidad e identidad que impide toda recomposición estratégica. Pero, además, se busca tensar al máximo el escenario político y social, llevar la polarización a un punto de no retorno, donde toda disidencia con el orden neoliberal sea reducida al extremo más sintético posible: corrupción o libertad, barbarie o futuro, combustible para alienar el antiperonismo . Una sociedad partida, sin centro ni amalgama, es terreno fértil para el ajuste sin resistencia dentro de la lógica de la grieta.
En definitiva, la ofensiva contra Cristina no busca simplemente castigar un pasado, sino clausurar un futuro posible con protagonismo popular. No se trata sólo de excluir a una dirigente de peso, sino de inmovilizar al movimiento popular, impedirle reconstruirse, pensarse con libertad, rehacer su identidad. La proscripción pretende disciplinar hacia adentro y estigmatizar hacia afuera; impedir la síntesis, quebrar la continuidad histórica, fijar al bando popular en una escena de derrota sin salida.
Por eso, defender a Cristina —con sus límites, aciertos y responsabilidades— no es un acto de nostalgia, sino una afirmación política: es rechazar la condena de impotencia que nos quieren imponer, es sostener la vigencia de un proyecto nacional ante el intento de disolverlo en el país del neoliberalismo eterno. Si nos quitan incluso la posibilidad de reinventarnos, lo que están proscribiendo no es sólo a una persona, sino al pueblo como sujeto y protagonista de la historia.
* El autor es presidente de la Comisión de Desarrollo Cultural e Histórico “Arturo Jauretche”, de la Ciudad de Río Cuarto, Cba.