De la lucha contra la trata a la criminalización del trabajo sexual

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De la lucha contra la trata a la criminalización del trabajo sexual

06 Junio 2014

Por Deborah Daich (CAF, IIEGE, UBA) y Cecilia Varela (UBA)

En los últimos tiempos, hemos asistido al lanzamiento de un sinnúmero de medidas y acciones dirigidas a combatir la trata de personas con fines de explotación sexual. Los medios de comunicación anuncian, casi cotidianamente, procedimientos policiales y judiciales tendientes a desbaratar redes organizadas de explotación sexual. Imputaciones penales, allanamientos, cierres de whiskerías y cabarets, clausuras de domicilios, rescate de víctimas, entre otras medidas, son los materiales con los que los agentes de la política local (pertenecientes a un amplio espectro político) construyen imágenes institucionales de gestiones eficaces en la lucha de lo que se ha construido como la “esclavitud del siglo XXI”.

En un contexto global de campañas anti-trata y de crecimiento de las migraciones transnacionales de mujeres, la narrativa de la lucha contra la trata se ha constituido en el idioma privilegiado para canalizar una serie de ansiedades sociales y en un poderoso discurso que ha permeado las agencias gubernamentales, generando una serie de nuevas políticas y leyes. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de trata? ¿Qué es trata? ¿Qué tiene que ver con el trabajo sexual?

Aunque la categoría circula profusamente, no hay acuerdo en torno a qué cuestiones deberían ser conceptualizadas bajo esa etiqueta. En los años 90, la discusión tomó lugar en las arenas transnacionales, produciéndose acalorados debates entre distintos grupos, entre ellos feministas, en virtud de sus distintos posicionamientos en torno al estatuto de la oferta de servicios sexuales. Así, mientras las organizaciones feministas abolicionistas consideraron que cualquier colaboración en los procesos migratorios -para participar en el mercado sexual- podía calificar como “trata” (fuera la migración y la inserción en el mercado voluntaria o no), el feminismo pro-trabajo sexual aspiró a restringir esa categoría para las inserciones forzosas en el mercado. De esta manera, esta segunda posición distinguía entre prostitución forzada y libre, y aspiraba a dejar lugar para los derechos de las trabajadoras sexuales a trabajar, migrar y disponer sobre los usos del propio cuerpo.

La definición que propuso el Protocolo de Palermo, adoptada por nuestro país originalmente en el año 2008,  intentó saldar de manera ambigua estas distintas posiciones. Así, la “trata” buscaba capturar aquellas inserciones en el mercado cuando mediara “engaño, fraude, violencia, amenaza o cualquier medio de intimidación o coerción, abuso de autoridad o de una situación de vulnerabilidad, concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre la víctima, aún cuando existiere asentimiento de esta”. La solución de compromiso allí adoptada permitió la inclusión del “abuso de situación de vulnerabilidad” como condición a partir de la cual podría configurarse el delito de trata. Por otro lado, echar solo un vistazo al tipo penal permite saldar uno de los viejos mitos que circulan profusamente en el ámbito local: “la víctima tendría que probar que no habría consentido”. Por el contrario, la ley estipulaba claramente que si identificaba cualquiera de los medios comisivos (engaño, amenaza, etc.) no importaba el “asentimiento” de la víctima.

Desde la sanción del tipo penal del 2008, las organizaciones anti-trata (un amplio  espectro que incluye desde colectivos feministas autónomos hasta organizaciones vinculadas a la Iglesia Católica) se embarcaron en una fuerte campaña para la modificación del tipo penal de acuerdo a una perspectiva abolicionista. Apelaron para ello a toda una serie de estrategias: la circulación de estadísticas sobre supuestas “desaparecidas” sin ningún tipo de sustento ni rigurosidad científica, el “escrache” sensacionalista a prostíbulos, con cámaras ocultas que solo acertaban en sobreexponer a mayores riesgos a las trabajadoras sexuales, y la reactivación de leyendas urbanas tales como los secuestros de la “traffic blanca”, entre otros.

En ese marco, en diciembre de 2012 se dio a conocer el fallo absolutorio a los procesados por el secuestro de Marita Verón. El caso no se juzgó a través de la ley de trata porque en el momento en que desapareció Marita, ese tipo penal no se hallaba disponible.  Poco se dijo, en aquellas jornadas, sobre las pésimas y precarias condiciones en las que se desarrolló la investigación penal sobre el caso. Pero, en un clima de indignación social frente a la impunidad, el Congreso Nacional aplicó un viejo y conocido reflejo: el punitivo. Amplió así el tipo penal existente, de acuerdo a las demandas de las organizaciones abolicionistas, subsumiendo un amplio arco de inserciones en el circuito del sexo comercial bajo la categoría “trata”, y aumentó las penas previstas. Así, de acuerdo a la reforma del año 2012, todas las personas que migren o se inserten en el mercado a través de un arreglo del cual extraiga beneficios un tercero – independientemente de su voluntad - son consideradas víctima de trata o explotación sexual, convirtiéndose a la vez en objeto de políticas de “rescate” y “reinserción social”.

Así, mientras para el imaginario popular la “trata” remite a las inserciones forzosas en el mercado – la imagen de mujeres que son drogadas y forzadas, secuestradas y/o amenazadas–, el tipo penal de la “trata” dispone de la criminalización de una serie de prácticas vinculadas al mercado sexual mucho más amplia y la victimización de todas las mujeres que se involucren en el comercio sexual. Los colaboradores de los procesos migratorios, quienes frecuentemente provienen de las redes de conocidos y parientes, pueden ser considerados “tratantes”, independientemente de la autoevaluación positiva que las personas puedan realizar de su proyecto migratorio e inserción en el mercado del sexo. Las “terceras partes” (volanteros, recepcionistas, personal de seguridad) también pueden ser, y han sido, consideradas judicialmente parte de las organizaciones criminales. Y por supuesto, también los dueños de los establecimientos (whiskerías o privados), ya sea como “proxenetas” y cada vez más como “tratantes”, independientemente de que las trabajadoras – en un rango variable de arreglos económicos – ofrezcan voluntariamente servicios sexuales. Los agentes institucionales participan de estas confusiones respecto de lo que la trata es o debería ser –lo que las personas creen que es y lo que está en la letra de la ley. Así por ejemplo, el año pasado, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires organizó unas jornadas sobre trata donde mientras la mayoría de los funcionarios se refirió al Protocolo de Palermo (y  no a la ley nacional) para explicar el fenómeno, los operadores de servicios concretos dieron cuenta de la idea de trata como toda explotación sexual, ofreciendo ejemplos de allanamientos a locales donde se ejerce el trabajo sexual.

La prostitución, como intercambio pautado de servicios sexuales por dinero, forma parte de un mercado sexual más amplio, en el que conviven distintas actividades y arreglos posibles (industria pornográfica, sexo telefónico y/o virtual, baile erótico, “caño” y/o striptease,  esposas “por correspondencia”, turismo sexual, etc.).

La prostitución voluntaria, ejercida de manera autónoma o bajo cierto grado de explotación económica, lo que nuestras interlocutoras en el campo llaman “relación de dependencia” o  “trabajar para un dueño”, es en muchos casos una opción racionalmente sopesada y elegida que comporta ventajas económicas. Para la mayoría de las mujeres de sectores populares que ejercen el trabajo sexual, éste ha sido una vía de ascenso económico que les ha permitido costearse una casa, enviar a sus hijos a escuelas privadas, o incluso a la universidad. Como otras actividades laborales, y en especial como aquellas cuyas filas engrosan las clases populares, el trabajo sexual importa variados grados de explotación, sometimiento y violencia. A diferencia de algunas otras actividades, es socialmente estigmatizado y moralmente valorado.

Las investigaciones de corte empírico respecto del mercado sexual han demostrado que la prostitución no constituye un fenómeno homogéneo, antes bien, es diversa en sus manifestaciones y arreglos, en los contextos en los que tiene lugar, así como también en los variados grados de explotación y autonomía. Pero este tipo de investigaciones no suelen tener publicidad ni llegada a los públicos masivos. De aquí que el debate que prima en la agenda pública sea aquel que replica posiciones antagónicas e irreconciliables: de un lado, aquellos que sostienen que la prostitución es pura explotación y violencia; del otro, quienes sostienen que es una actividad laboral cuyos derechos deben ser reconocidos.

Lo cierto es que, entre tanto, las personas que ejercen voluntariamente el trabajo sexual siguen siendo socialmente estigmatizadas y penalmente perseguidas –aun cuando el ejercicio de la prostitución a título personal no constituye delito. La lucha contra la trata de personas es, hoy en día, la lucha contra la explotación sexual y, en definitiva, contra el trabajo sexual. Muchas de las políticas que se han tomado para combatir la trata penalizan el ejercicio voluntario del trabajo sexual, volviéndolo aun más precario. Así, por ejemplo, el decreto presidencial que prohíbe, en los medios gráficos, la publicidad de servicios sexuales ha significado, para las trabajadoras del sexo, la necesidad de publicar sus servicios bajo otros rubros y/o en otros medios con mayores costos. Al mismo tiempo, al asociar sus avisos con redes de trata, se estigmatiza todo comercio sexual. El requisito de visa para las migrantes dominicanas, pensado como estrategia de lucha contra la trata, constituye insignia de la discriminación antes que combate eficaz. La reforma de la ley de trata del año 2012,  la cual no distingue entre prostitución forzada y voluntaria, ha llevado a la realización de distintos operativos donde toda trabajadora sexual es considerada víctima. La victimización, moralista y moralizante, oscurece las historias, deseos y aspiraciones de estas mujeres; ¿negarles su voz, no es también violencia contra las mujeres?

Las nuevas leyes, decretos y disposiciones, originadas en el paradigma de la trata, han redundado en acciones que conllevan la vulneración de los derechos humanos de las mujeres que ofrecen sexo comercial. Así, en nuestro trabajo de campo hemos podido registrar muchos casos de robos y pérdidas de dinero, teléfonos celulares y objetos de valor durante los allanamientos y a causa del accionar de las fuerzas de seguridad. También hemos constatado que muchas trabajadoras sexuales se vieron expuestas a allanamientos reiterados, violentos y vejatorios que, en algunos casos, incluyeron la violencia sexual y los amedrentamientos. Algunos de estos allanamientos concluyeron con una clausura del domicilio personal de las trabajadoras, violando así una garantía constitucional. Hemos escuchado, también, relatos acerca de las vulneraciones en el derecho a la salud ya que, en el marco de los allanamientos se retiran como evidencia los preservativos (curiosamente, cuando los allanamientos son realizados por la Agencia de Control Gubernamental de la C.A.BA., se trata de los mismos preservativos que el gobierno de la Ciudad entrega a través de sus programas de salud). En las últimas órdenes judiciales de allanamientos, además, se ha solicitado la búsqueda y el retiro de las cajas de misoprostol (droga utilizada para realizar interrupciones de embarazo), mostrando así una interferencia en otras decisiones de las mujeres sobre sus cuerpos.

Finalmente, a través de estos operativos muchas de las trabajadoras son implicadas como partícipes de las redes de trata y explotación, por lo que son acusadas de tratantes o proxenetas y se les inicia causas penales. ¿Será que quienes ejercen voluntariamente el trabajo sexual no pueden ser, bajo este paradigma, otra cosa que víctimas o culpables?

La prostitución puede, en ocasiones, ser violencia contra las mujeres. Y la lucha contra la trata puede, en ocasiones, convertirse en violencia contra las mujeres trabajadoras sexuales.