Réquiem para un laburante

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Réquiem para un laburante

22 Noviembre 2013

Eran casi las cuatro y con la excusa de un almuerzo tardío, me fui para el boliche de Alfonso. Sabía que su padre andaba mal, que ya no tenía esperanzas. Y aunque me sentía avergonzado por no haber aparecido justo en ese tiempo, cuando más de medio año había comido de fiado aguantando el mostrador junto a los sepultureros de La Chacarita, tenía la tranquilidad de saber que Alfonso siempre entiende, que me quiere a pesar de esa incapacidad que tengo de estar junto a mis amigos cuando más se me necesita.

Yo terminaba a duras penas La ley de la ferocidad, una novela que él sabía, era sobre mi padre. Y sabía también toda la vida que se me estaba yendo en ese libro. Porque la relación con mi padre fue una relación difícil, igual que la de él con el suyo, José, un padre como mi padre, que fue el que empezó hace casi cuarenta años con el boliche (un puesto, en realidad, el 07, que estaba sobre la plazoleta de la estación Federico Lacroze, subte B, y que ahora derrumbó el derrumbador Macri) y que hacía un tiempo que Alfonso había heredado por destino.

Caminaba, dije, en medio de lo de siempre: viento, sonido de ramas a merced del viento, calma de cementerio a esa hora de la tarde un día de semana. Cerca de los crematorios, un hombre inclinado sobre una tumba cambiaba flores. Hablaba solo, o con la melancólica compañía del recuerdo de alguien. Yo volví a mi padre, era como si haber escrito no me hubiese alcanzado para nada, pensé en que publicar podía ponerle fin al tema. Pero en ese momento me di cuenta de que mi madre no iba a poder hacer lo que ese hombre estaba haciendo, no iba a poder cambiar las flores de la tumba de mi padre. Cuestioné su decisión de ser cremado, de no quedar en ningún lugar para no fomentar no sé qué negocio. Luego sonreí, y dije su nombre en voz baja. Inmediatamente pensé en el padre de mi amigo Alfonso, luego en mi amigo, y finalmente en mí. Lo que pensé me pareció en principio hermoso, pero después no, después me dejó desolado. Pensé algo así: el único reconocimiento que puede recibir una persona, si hizo las cosas más o menos bien para unos pocos, es alguien inclinado sobre su retrato, murmurando algo cotidiano, intentando inútilmente mantenerlo vivo en el recuerdo. Una plegaria humana, torpe, un monólogo acostumbrado, inevitablemente frío. El acto doméstico, universalmente repetido, de reemplazar las flores de su tumba.

Salí por Corrientes, crucé la avenida y de lejos me di cuenta de que Alfonso no estaba (cuándo él no está todo se mueve más lento detrás del mostrador). Pregunté, y un morocho me dijo que había tenido que irse de apuro a la clínica, que el padre estaba ya en las últimas. Dudé en ir, dudé en no ir (en éstos casos, casi nunca puedo escuchar lo que me dice mi voz interior, ni siquiera si dice algo, ni siquiera me acuerdo de que tengo voz interior), pregunté la dirección y el morocho me aclaró los tantos.
−No quiere ver a nadie −me dijo─, si querés esperalo acá, va a venir a buscar la guita.
−Dame un papel que le escribo una nota.

Me dio una servilleta y una Bic azul. Le escribí que había venido, que quería saber bien lo del padre, que me llamara, que no tenía crédito para comunicarme yo, que lo extrañaba y que lo quería. “Te quiero, loco” son las palabras exactas que puse antes de firmar la servilleta. Casi no termino de escribir que el morocho vuelve y me encara. Movía la cabeza.
─Murió, flaco −me dijo−, me acaban de avisar que murió.
Contuve eso que uno contiene en esos momentos. Exhalé eso que uno contiene en esos momentos. Arrugué el papel y lo tiré al piso: ya no tenían sentido mis palabras. Por unos segundos me quedé ahí, resbalando en la impotencia, mientras el morocho volvía a las copas y los coperos. Entonces tomé conciencia de que también le había escrito que lo quería, y que eso sí seguía teniendo sentido. Levanté la servilleta, la estiré y le dije al morocho que igual se la diera a Alfonso.

Fue al otro día que recibí su llamado. Le pedí perdón por mi ausencia. El me dijo que también me quería. Le expliqué el porqué de lo ambiguo del mensaje, esa casualidad escalofriante de que mientras yo escribía la nota su padre estaba muriendo. Que por eso la había arrugado, y que después decidí dejársela igual.
−Es bien de escritor −me dijo Alfonso, y se rió. 
Le pregunté a qué hora era la misa en el cementerio.
−A las cuatro, en la capilla principal −me dijo.
−Ahí voy a estar, Alfonso.
−No te preocupes, pero cuidate, loco.
−Ahí voy a estar −insistí, y colgué el teléfono.
Tampoco fui al cementerio.