El 17 de octubre y su épica, por Jorge Perrone
Jorge Francisco Perrone había nacido en el partido Gral. San Martín, un 3 de noviembre de 1924. Formó parte de una generación de nacionales preocupados por la cultura que produjeron ensayos, poesías, críticas culturales, revisionismo histórico y, además, emprendieron diversos proyectos culturales en los prologuémonos del surgir de aquel movimiento histórico encarnado y encarado por Juan Domingo Perón.
Aquel semillero de ideas y acción no pudo brillar ni ser reivindicado como lo fue la Generación del 37 o del 80. Simplemente porque esta generación del 40 (siguiendo la catalogación de uno de sus miembros: Luis Soler Cañas) no se preocupó en propugnar ideas eclécticas para fortalecer un progreso modernista, individualista y liberal sino, muy por el contrario, su eje siempre estuvo en pro de contribuir el fortalecimiento de aquel movimiento nacional que se había asomado de manera inédita e insurgente en aquel 17 de octubre de 1945.
La novela autobiografica escrita por Perrone al calor de los acontecimientos llamada "Se dice hombre" (1952), a diferencia de lo que se podría inferir, no profiere una apología del gobierno de Juan Domingo Perón sino que, por el contrario, resulta ser una expresión de una búsqueda política-cultural que identificaba a toda una generación de nacionales.
En ese sentido, no buscaba ser complaciente, sino que se manifestaba una mirada introspectiva (por parte del protagonista) que se mixtura con la mirada coral (los diálogos con sus camaradas). En ese sentido, el relato que describe Perrone en torno al acontecimiento germinal del movimiento peronista (aquel 17 de octubre de 1945) resume aquella tensión: la necesidad de aquella juventud nacionalista que integraba el autor por pertenecer a la muchedumbre (a diferencia de la izquierda que buscaba representarla).
Dentro del relato vívido de aquella movilización fundante, Perrone reconoce cómo aquella multitud de trabajadores hacían propias consignas de los nacionalistas asociándolas con la misión de la misma: exigir la liberación del coronel Perón. El protagonista de “Se dice hombre”, a diferencia de lo que acontecía en “El examen” de Julio Cortázar y de “La fiesta del Monstruo” de Borges y Bioy Casares, se “quita el saco” y empieza a gritar, buscando perderse entre la multitud.
Lo destacado del relato sobre aquel hecho histórico es que se detiene con aquel deceso del primer martir peronista: el joven Darwin Passaponti. De hecho, Perón no es el protagonista, es simplemente el canal que motoriza a la muchedumbre. Dentro de la reconstrucción que realiza Perrone, no es lo importante que Perón se reuniera con la muchedumbre, sino que aquella revolución real (es decir, aquel “subsuelo de la Patria sublevado” que hipotetizaba Scalabrini Ortiz) ya había emergido. Ahora era tarea de la juventud nacionalista interpelarla e interpretarla para que no quedara trunco la epica del aquel acontecimiento.
Comparto a continuacion el relato de Perrone:
La revolución. Suena un poco espectacular y se te ocurre que no tiene nada que ver con los porteros o los arrepentidos, que no tiene nada que ver con las pa-la-bras.
La cosa te alcanzó sorpresivamente.
Estabas parado en Diagonal y Florida. Unos gritos te llegaron de repente, haciéndote latir rápido el corazón. Cruzando por Cangallo, en dirección al bajo, un montón de muchachos iba dando gritos. Traían banderas.
-¡Queré-mos-a-Pe-rón! ¡Queré-mos-a-Pe-rón!
No supiste por qué, mas estabas seguro que ese grito era tuyo. Seguiste hasta la Avenida. Algunos negocios bajaban sus metálicas.
En las esquinas, pequeños grupos de gente hacían comentarios y miraban a cada uno que pasaba o se acercaba. Desde el fondo de la Avenida aparecieron otros muchachos. También venían con gritos y estandartes.
Ahora notaste su cansancio. Que cuando pasaron cerca de vos tenían las camisas sucias y mojadas de transpiración. Algunos callados, con un rumor pesado, de marcha larga, fatigada, de zapatillas que machacaban el asfalto.
Vos también quisiste gritar. El grito te vino desde adentro, lo tuviste en la garganta, y seguiste mirando con la boca apretada esto que sucedía.
Vinieron voceando la quinta, compraste "Crítica". En la primer página recordás que viste una fotografía, en la parte de abajo, en donde siete u ocho muchachones andaban por el medio de la calle, haciendo ademanes. Un título irónico y despectivo: "Los descamisados de Perón".
Venían mujeres; por la calle venían mujeres, muchachas de vestidos descoloridos, desgreñadas, con la cara arrebatada. Gritaban con voz ronca. Y también pibes.
Los comercios habían cerrado ya sus puertas. La ciudad iba asumiendo un aspecto de domingo, sin autos, cubierto ahora por toda esa gente que llegaba desde muy lejos del asfalto.
Aquel silencio plomizo de la calle, en días anteriores, se venía para abajo y estallaba en gritos y gente cansada, anhelante. Volviste para el norte, desde Esmeralda notaste que en algunos balcones habían aparecido banderas. En una esquina, un muchacho se trepó a la garita del vigilante, y desde lejos viste como hablaba a los otros, que escuchaban haciendo gestos y moviendo sus letreros.
Las palabras del muchacho eran confusas, embrolladas, rotas por el cansancio, pero los de abajo aplaudían. Hubieras querido encontrarte con un amigo. Pero era lo mismo. Cualquiera llegaba y te decía cosas, te tuteaba, ni siquiera suponía por un instante que vos pudieras no estar con él. No supiste como, te hallaste frente a la Iglesia de San Ignacio. En las verjas del Colegio Nacional Buenos Aires también había gente encaramada que arengaba a las columnas.
Te quitaste el saco, y empezaste a gritar. Andabas coreando estribillos. Descubriste un montón de consignas tuyas, aquellas por las que, por gritarlas, habían caído Lacebrón Guamán o García Montaño, consignas de tu nacionalismo querido que ahora encontrabas en boca de esta gente venida de Avellaneda o Barracas o San Martín.
La tarde había rodado hasta no dar más, volteando su último sol tras la cúpula del Congreso.
Poco a poco, la plaza de Mayo se fué cubriendo. Una multitud enorme la llenaba. Metían los pies ardidos por la caminata, en las fuentes donde se bañaban los gorriones. Otros andaban tirados por la tierra de los cante- ros. Otros llegaban con más banderas, y más gritos y más cansancio. Otros desde las ventanas del Banco de la Nación improvisaban más discursos.
Varios policías cerraban la entrada de la Casa de Gobierno, en donde las verjas de seguridad habían sido corridas desde las primeras horas de la tarde.
Las paredes de los edificios estaban llenas de leyendas escritas a tiza y carbón.
Tenías sed.
Al llegar la noche la multitud desbordaba hacia la Avenida, por la Diagonal, a lo largo de las calles adyacentes. Y una nueva grita fué tomando cuerpo. Empezó con un rumor apretado y ronco y el vocerío invadió todo el aire de la ciudad.
-¡Queré-mos-a-Pe-rón! ¡Queré-mos-a-Pe-rón! ¡Queré-mos-a-Pe-rón! ¡Queré-mos-a-Pe-rón!
Era un rugir endiablado, que lo convertía a uno en pedacitos, lo trituraba y acababa fundiéndolo en una so- la masa. Esa. Muchachones y muchachas con banderas y estandartes, y pañuelos en la cabeza, y alpargatas. Y hombres como vos, con el saco en el brazo.
Alcanzaste a ver que algunos aparecieron en los balcones de la Casa Rosada pidiendo silencio con las manos. Por unos parlantes colocados apresuradamente en los árboles de la plaza, se dijo algo así como que el coronel estaba enfermo, se nombró un hospital. Pedían calma y rogaban que se desconcentraran, que todo iba a arreglarse.
Te pareció que había pasado mucho tiempo desde esa tarde, desde cuando te sorprendieron los primeros gritos, ahí, en Florida y Diagonal; te pareció que esos hombres del balcón hablaban un lenguaje incomprensible, lleno de polvo, viejo, viejísimo. Hubieras querido explicarles que no entendías, que nadie entendía, que ustedes estaban para "lo otro", que "lo otro" tenía que suceder, que iba a suceder de todas maneras.
El griterío de la multitud desparramó en un guiñar de ojos las palabras de aquel hombre.
Oíste decir que otra manifestación andaba por la avenida Luis María Campos, frente al Hospital Militar Central.
Las horas comenzaron a amontonarse sobre este gentío del que formabas parte, que aullaba y se impacientaba, con un jadeo que había empezado hacía mucho tiempo y que no terminaría nunca. Desde aquí abajo ustedes gritaban como locos.
-¡No-nos-va-mos-sin-Pe-rón! ¡No-nos-va-mos-sin-Pe-rón!
Había gente encaramada en los árboles, en los faroles, en el techo de los camiones y los autos, en los edificios en construcción.
La noche era fresca, y se deslizaba hacia el río.
Una fuerza movediza, incontrolable, suelta, una fuerza que hubiera estado ahí, desde siempre, que podía tirar la ciudad, doblarla, volverla escombros, dejar todo Buenos Aires convertido en campo.
A veces la multitud ofrece un curioso aspecto. Asume la condición de un animal fabuloso con el hocico hacia el suelo, un hocico que percibe los olores más sutiles, más imposibles de alcanzar. Vos solo, vos en tu condición de hombre solo, nunca serías capaz de alcanzar, de ubicar, los olores en tal forma. La multitud siempre es un instinto. Está en posesión de la pureza. Aunque incendie tranvías o balee a otros hombres. Tal vez los ataque porque inconscientemente sepa que son hombres solos. La multitud odia al hombre solo. Es el que está en la otra vereda. Es el que está contra. Es el enemigo. Por él, es decir, contra él, se hizo la multitud. Ser hombre solo no significa una ubicación geográfica, de dentro o de fuera, geográficamente. Es una cuestión de olores también. El que conduce la multitud siempre está separado -geográficamente- de ella, pero ése es la multitud por definición, es el mito multitud. De ahí que esté al tanto de lo que la masa siente, quiere, ama, u odia.
El hombre será siempre multitud. Su soledad es una fuga. Cuando se encierra en su cuarto pierde el control de la realidad, se evade, es un extranjero. Los hombres solos pueden ser muchos, en ocasiones suman más que multitud. Pero nunca alcanzan la condición de multitud.
Son montón. Puede que en cierto tiempo la multitud se reduzca a uno. Ese único justifica la época y la salva.
Algo corrió entre el gentío. Algo sentiste que estalló como un pistoletazo en la vida de esa multitud que te estrujaba y ceñía como una enredadera. Había aparecido sobre el balcón central de la Casa de Gobierno, un hombre que movía los brazos en el aire. El hombre estaba un poco alejado de vos y no alcanzabas a distinguir su cara. Pero lo supiste instantáneamente, como lo supieron instantáneamente los que estaban por Tacuarí o más atrás, o más distantes. Un clamoreo que rajaba la ciudad como una granada:
—iPe-rón! ; Pe-rón! ; Pe-rón! Pe-rón!
El grito era ese. Pero quería decir, decía, otras cosas, muchas cosas más. Era una mezcla salvaje de hambre, de dolor, de esperanza, de fatiga, de alegría. El hombre estaba entre mucha gente, allá arriba. Pero era ése. Alguien agitó un pañuelo en el aire. Alguien encendió un diario retorcido como una antorcha. Y todo aquello fué un oleaje de fuego, brotando, viviendo. El clamoreo no acababa nunca. Te pareció que toda la vida habías estado aguardando este grito, este oleaje, esta furia, este fuego, pero desde muy atrás, desde siempre. Casi pensaste que desde el indio.
Cerca de vos, un hombre de barba sin afeitar, murmuró entre sollozos, con los dientes apretados:
-¡La rep... madre!
Tenía la cara llena de lágrimas, le temblaban los labios vueltos hacia afuera, afinados, endurecidos. Vos también lo veías todo turbio.
Y la grita continuaba como una manaza enorme que quisiera arrancarte todo lo que llevaras dentro: los huesos, la sangre, los nervios, las tripas.
Después, el hombre empezó a hablar, entrecortado, como si cada palabra tuviera que empujarla hacia afuera, hombreándola, roncamente, cálidamente. A cada sílaba la multitud lo interrumpía para seguir gritando. La voz te trajo un escalofrío. Ya no importaba lo que dijera. Estaba aceptado de antemano. Ya se sabía lo que iba a decir. No hacía falta decirlo, estaba dicho, sabido.
Darwin Passaponti tampoco entendía la revolución como una actitud en la cual influyeran ni poco ni mucho los porteros o los arrepentidos. Era el muchacho que te encontrás en el barrio, el muchacho que habla lleno de gesticulaciones, que patea una pelota. Cuando lo tumbaron a balazos frente a "Crítica"-justo a la altura del segundo árbol a la derecha de su puerta de entrada- viste el hilillo de sangre que corrió brillante y rápido hasta el cordón de la vereda, para acabar desplomándose sobre el asfalto de la avenida. Y el cuerpo fresco quedar apretado entre la camisa manchada de rojo y el cuadriculado de la vereda.
No supiste si gritó o no.
Si lo hizo, tal vez fueron los estampidos de las pisto- las los que no te dejaron oirlo. Notaste como abrió los brazos en el aire, como se enderezó todo, hasta la punta de los pies, y como la bala lo fué llenando, apretando, empujando hacia el suelo. Se te ocurre que murió alegremente. Morirse cara al cielo el cielo de Buenos Aires está muy cerca- es una hermosa manera de morirse.
Alguien lo levantó en brazos, y su figura se dobló como las cuerdas rotas de una guitarra.
Seguramente nadie le indicó cómo debía morirse, ni por qué. Ni qué cosa valía la pena de que él le entregara su vida.
Él era la multitud, pero de tiempo, superando su edad, aprehendido en el paisaje antes que nadie.
Lo que ahora se llevaban ahí en brazos, era lo que no podía borrarse jamás, lo que ya estaba para siempre, lo que nunca sería palabras."