De Devoto a la gloria: fútbol y la constitución de un modo del ser nacional

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    Festejos callejeros en Argentina durante mundial Qatar 2022
    Foto: Noelia Guevara
MANIFESTACIONES POPULARES

De Devoto a la gloria: fútbol y la constitución de un modo del ser nacional

30 Noviembre 2022

Quisiéramos esbozar algunas reflexiones -al modo de apuntes rápidos- sobre una cuestión que, para nosotros, cobra especial relevancia en estos días: la relación entre fútbol y nacionalismo. Relación por otra parte conocida y desde hace mucho tiempo, a la cual la ocasión de una nueva disputa de un mundial de fútbol activa con inusitada potencia.

En todo el planeta, pero aquí en la Argentina de modo particular, se desata un apasionado nacionalismo futbolero que hace que todo el mundo, durante un mes o durante el tiempo que dure la participación de Argentina en la copa, se vuelva un hincha furioso de la representación nacional en esa disputa.

Lógicamente, hay gradaciones y matices. No todos los que se vuelven hinchas de la Argentina lo hacen de la misma manera e intensidad. Algunos llegan hasta un estado exasperante de enajenación; otros, menos fervorosos, se suman a los sentimientos comunes sin llegar a tales extremos.

Pero con matices y gradaciones -podría decirse, incluso, que a pesar de ellos- todos nos convertimos, de pronto, en hinchas fanáticos de la camiseta que nos identifica.

Así podemos sufrir y gozar como cuando Arabia Saudita vino a borrar de un plumazo un estado de exitismo previo al que había alimentado la extensísima serie de 36 partidos sin perder -lo cual se vivió, literalmente, como una terrible catástrofe-, o como cuando Argentina pareció destrabar los nudos que le impedían aspirar a algo, primero por el siempre esperado gol salvador de Messi y después por el extraordinario golazo de un chiquilín de 21 años, Enzo Fernández, que hace menos de dos años viene realizando los primeros pasos de una carrera que pinta para muy promisoria.

De Devoto a la gloria, como suele decirse, los estados de ánimos comunes de los argentinos basculan, de tal forma, ciclotímicamente.

De manera que lo que sostiene el alma argentina es algo tan aleatorio, frágil y volátil como el destino que pueda tener la pelota en cada jugada de un partido de fútbol. Se trata, por cierto, de un asunto que cobra enorme significación. En primer lugar, por la falta de correspondencia y armonía entre los hechos y los sentimientos y, en segundo lugar -como consecuencia lógica de lo anterior- por lo desmesurado, hiperbólico y probablemente en el fondo injustificado vínculo que conecta una cosa con la otra.

Que un triunfo o un fracaso deportivo haga feliz o infeliz a todo un país es, a todas luces, un auténtico dislate, puesto que se supone que la dicha o desdicha de los pueblos se debe, indudablemente, a logros muchísimo más tangibles y concretos, que pueden abarcar desde auténticas gestas históricas libradas incluso por medio de la guerra hasta construcciones pacíficas a través de las cuales un pueblo obtiene verdaderos avances y mejoras en el orden de la vida comunitaria.

Sin embargo, en esa evanescencia intangible que representa la gloria o la tragedia mundialista se juega y se exhibe mucho de esa alma argentina. Porque de pronto y movida por las circunstancias toda una sensibilidad, una emocionalidad, se configura alrededor del devenir de la escuadra nativa en los campos de fútbol. Se trata, evidentemente, de una cuestión identitaria, de una posibilidad de reconocimiento que permite un fenómeno al que no debería sustraérsele la calificación de ontológico: el fenómeno de la constitución, si no de un ser, al menos de un modo de ser nacional. O, en otros términos: el fenómeno por el cual se configura algo a lo que podemos llamar, a falta de un nombre mejor, nuestra incierta, fluctuante y dispersa -pero no por ello menos real- condición argentina.

La experiencia vital que el fútbol transpone en un plano ciertamente simbólico, tiene mucho de mito, es decir de relato en el cual un conjunto de aspiraciones profundas, raigales y generalmente para nada conscientes son compartidas por todo un pueblo, se proyectan y se manifiestan.

La pregunta del millón sería, entonces, por qué el fútbol puede movilizar, con semejante fuerza, esa sensibilidad nacionalista. Muchos abordajes críticos lo han respondido de forma taxativa: el nacionalismo que genera el fútbol enajena a las multitudes, las aliena en sentimientos que las desvinculan de sus verdaderas necesidades y problemáticas, las somete a los intereses de los poderosos, que se valen de ellos para sostener y profundizar la explotación y el saqueo de las grandes mayorías subordinadas.

Esa visión, no obstante, puede ser parcial y sesgada. Que las grandes fuerzas que rigen al mundo buscan valerse del fútbol es una verdad de Perogrullo, refrendada por la evidencia obscena de que este mundial revela el poder infinito de los petrodólares árabes. Pero no explica todo, nos parece. Porque a pesar de la captura escandalosa que de este deporte practica el capitalismo actual, el fútbol sigue siendo, también, y, además, un evento mítico.

Con esto intentamos decir que, para nosotros, la vivencia, la experiencia vital que el fútbol transpone en un plano ciertamente simbólico, tiene mucho de mito, es decir de relato en el cual un conjunto de aspiraciones profundas, raigales y generalmente para nada conscientes (entendiendo por conciente aquello que pertenece al mundo del pensamiento y las razones lógicas) son compartidas por todo un pueblo, se proyectan y se manifiestan.

Así, podría decirse que, como toda comunidad -como cualquier comunidad- los argentinos vivimos porque nos sostiene una voluntad, por soterrada que sea, de ser. De ser lo que somos, por paradójico que esto suene. Y que esa voluntad siempre encuentra formas de revelación, por inesperadas que sean, que abarcan desde obras canónicas de nuestra literatura, hasta relatos, canciones e historias alojadas en la sinuosa, abierta y compleja memoria histórica colectiva.

Debería quedar claro, desde este punto de vista, que estamos hablando de mitos que componen comunidades populares, ateniéndonos tanto al sentido clásico como moderno del término pueblo, diferenciando estos mitos de aquellos que puedan generar los estratos dominantes y poderosos que rigen la vida de las sociedades.

Un enorme investigador y teórico ruso de la cultura del siglo pasado llamado Mijail Bajtin definió al carnaval como un momento puntual del año donde toda una serie de prohibiciones e interdicciones establecidas por el orden social quedaban suspendidas, posibilitando entonces la irrupción de prácticas culturales que las transgredían sistemáticamente. No ignoraba Bajtin lo que eso podía tener de concesión hacia los sectores sociales subalternos, con el fin de producir una válvula de escape momentánea, que garantizara la perpetuidad del sistema vigente.

Pero al mismo tiempo, Bajtin observaba que la cultura carnavalesca, por las mismas razones y por lo tanto de manera dialéctica, suponía una posibilidad cierta y real de que otras manifestaciones propias del mundo popular pudieran entonces emerger en la vida y el mundo, aun provisoriamente. No había para él, en consecuencia, un estado puro, y por lo mismo no dialéctico, de mantenimiento inmutable de las relaciones sociales.

Sería excesivo imaginar que lo que Bajtin postuló respecto del carnaval pudiera aplicarse sin más a la cultura del fútbol, aunque sin perder de vista por ello que, en su génesis y ordenación, la cultura del fútbol es una cultura carnavalesca. A la que el teórico ruso definía por su condición de mezcla e hibridez, en la composición de sus articulaciones simbólicas, la misma que también parece organizar a la cultura del fútbol.