La clase media en el sexo del futuro

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La clase media en el sexo del futuro

04 Julio 2018

Cada tanto recuerdo una frase que Mark Dery tira como al pasar en Velocidad de escape: el problema cuando pensamos en el sexo del futuro es que lo hacemos con imágenes del pasado agrandadas con una lupa (por ejemplo, un film de culto como Tetsuo, de finales de los ochenta, no podía representar al Hombre de Hierro si no era con un taladro descomunal en lugar de pene). Creo que Dery trataba de decir tres cosas: 1) que no tenemos la capacidad de imaginar, mucho menos de poner en concepto, aquello que no conocemos de alguna forma; 2) que no entenderemos nada del sexo mientras sigamos soldados al antropomorfismo y la figurabilidad (imagínense que hay que comprender “Cuadro Negro” de Malevich desde la Estética de Hegel); 3) que las múltiples formas de crear conceptos nunca se ven afectadas por el sexo, y así se paren conceptos célibes y asépticos. Esto ya no puede continuar.

Por otro lado, somos testigos de un momento histórico muy importante, porque presenciamos un “destape” del feminismo de clase media que trastocará, si ya no lo hizo, el orden político, sexual -y esperemos que también- económico vigente. No es la primera vez que las mujeres lideran un proceso que puede devenir revolucionario (recordemos el inicio de la Revolución Francesa, por ejemplo), pero creo que es la primera vez en la historia que lo hacen para derrocar la totalidad del orden patriarcal, machista, hípersexualizado, inhumano; en el que vivimos. Sólo alguien con muchos intereses en juego podría oponerse a este derrocamiento. A ese individuo o nodo informático no habría que perdonarlo.

Si alguna vez se imaginó como una liberación sexual lo que ocurrió en los años sesenta, ya no se puede seguir haciéndolo. Es verdad que esos cuestionamientos colaboraron, junto a otras razones, en la liberación de la representación del sexo, pero el sexo en sí, el acto sexual, se convirtió en ese momento en el gran combustible que necesitaba el capitalismo para reproducirse. Mientras pensamos que nuestro problema específico como sociedad es el consumismo; el sexo y la sexualidad se volvieron un campo de combate. ¿Es malo que esto suceda? Al contrario, nada despierta más las esperanzas de acabar con este capitalismo desalmado que conseguir que el sexo se vuelva lo que creemos que debe ser: puesta a prueba de nuestros límites morales, estéticos, genéricos, etc. Lo que esta puesta a prueba no podrá ser es la reconciliación de todos, todas y todxxxs en una gran bukkake en la que se mezclen la carne y los dildos. Más bien al contrario: debería acabar con cualquier ilusión de reconciliación. La clase que mayoritariamente está llevando adelante esta especie de revolución democrática radical es la clase media.

Es verdad que cuando uno habla de la clase media es como si lo hiciera con sorna y desprecio. Al clase media no le gusta llamarse clase media y siempre quiere ser otra cosa. Popular, digamos (esto también está desvirtuándose: mi hija de ocho años me informa, preocupada, que ella no quiere ser nerd, quiere ser popular). En mi caso no es así. No me gusta la clase media, pero eso no significa que no sea clase media y que la clase media no sea la mejor opción entre las diversas ofertas que tenemos a la vista. Es democrática. Es tolerante. Es ilustrada. Es idiota. Es cool. Es agresiva. Es impotente. Le gusta sacar ventaja. La opción de la clase media para enfrentar por fin verdaderamente la liberación de la sexualidad está llegando hasta límites insospechados, pues estamos empezando a darnos cuenta que a una sociedad hípersexualizada como la nuestra no la podremos derrocar con más sexo. Habría que destronar a la sexualidad del altar en el que la colocamos —¿imagínense una reunión social en la que alguien plantease que no tienen ningún interés en entablar una relación sexual, ni levantarse un chabón ni cogerse a la minita? No será bien visto, lo considerarán un chiste, le recomendarán que ingrese a Tinder. No podemos seguir concibiendo la sexualidad como la cifra de nuestra identidad o como el objetivo primordial, sino el único, de cualquier vínculo amoroso.

Todo esto puede terminar en algunos destinos bien distintos: 1) la clase media alcanza algo así como un punto de equilibrio entre lo que es y lo que desea, y logra imponer como pasión trascendental tener la cama Súper King cubierta con ositos de peluche multicolores; 2) la clase media se va de mambo y no comprende que pasado un límite tal vez no pueda detener la autodestrucción que emprendió, y acaba entonces por fin con los vínculos afectivos que, por otro lado, tiene en tal alta estima; profundiza el narcisismo y el individualismo (que tanto le preocupa y rechaza mientras cuenta los link en Facebook); y tritura la experiencia sexual hasta que implosione por las potencias contradictorias que colisionan en cada encuentro. Cualquier sexo (heteronormado, homosexual, lésbico, trans-, sado, maso, etc.) hoy es funcional a lo que se opone. Si esto no está claro, no hay manera de entender algo de lo que se está leyendo. La alternativa no puede ser la felicidad —la promesa de felicidad— en una matriz social que piensa que vino a esta vida de mierda a ser feliz. Ni el orgasmo conjunto y psicoanalizado en una lógica familiar donde todxxxs los miembros están siendo híperexplotadxxxs por la misma obsesión: cueste lo que cueste, “que me quieran”.

Ahora bien, lograr derrocar al sexo del pedestal psíquico en el que lo pusimos no significa un punto final o una meta en la que se acaba la historia. Habrá que concebirlo como un nuevo comienzo en el que la fusión humano-mediática será inapelable.