Valija con rueditas, miradas de hijas e hijos del exilio

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Valija con rueditas, miradas de hijas e hijos del exilio

25 Agosto 2021

Por María Schujer | Fotografía: Héctor Ortega (de la obra teatral Cosas pequeñas y extraordinarias, de Micaela Gramajo)

La rueda es una máquina simple creada hace unos cinco mil años. Sin embargo, antes de 1970 no existían las valijas con rueditas. A nadie se le había ocurrido la idea. Quienes tuvieron que ir al exilio escapando de la dictadura cívico militar cargaron las maletas literal y metafóricamente. Sus hijos e hijas eran demasiado chicos como para cargar nada. Fueron, de hecho, parte del equipaje. No cuestionaron su realidad, sino que hicieron suyo el relato del terror con la misma naturalidad con la que se desarrolla todo pensamiento mágico, religioso, simbólico: repitiendo y tomando como cierta la palabra de sus mayores. Sabían que pertenecían a otra cultura, entendían los motivos y aceptaban el estado de excepción que habían heredado. 

Entenderse y configurarse a partir de piezas sueltas de memoria propia y ajena, vivir en un estado permanente de fragmentación de los afectos y nostalgia por lo desconocido puede parecer, a primera vista, una maldición. No por nada el exilio representa uno de los castigos trágicos más visitados de la literatura y la realidad universal. Incluso existe un término sociológico que lo explica: la posmemoria. Acuñado por la académica Marianne Hirsch, la posmemoria se explica como un trasvase de recuerdos. Tras un trauma de dimensiones históricas, los recuerdos de una generación tienen tanto peso afectivo que terminan siendo asimilados como propios por la generación siguiente. Se configura entonces una memoria colectiva y plural que a la larga desafía las versiones hegemónicas del pasado.

¿Qué caminos recorrieron los hijos e hijas del exilio para discriminar los recuerdos ajenos de los propios? ¿Con qué herramientas se dieron a la tarea de desafiar ese relato hegemónico del pasado? ¿Cómo lograron, si lo hicieron, tomar distancia y fuerza para dialogar con un discurso que es constitutivo de su identidad sin ponerla en crisis?. 
En determinado momento, a estos niños y niñas valija les crecieron las rueditas y comenzaron a escuchar el pulso vital que los invitaba a indagar en el pasado de sus padres para comprender el presente propio. Empezaron a escribir, a filmar, a pensar, a dibujar, a bailar su propia historia. 

Estas reflexiones se ponen –literalmente– sobre la mesa en el documental Argenmex, de Violeta Burkart Noe. Un grupo de jóvenes que pasó la infancia en México se reúne para charlar sobre su experiencia. Entre la evocación y el reconocimiento mutuo, surge uno de los conflictos clave que deben enfrentar a la hora de construir un relato: la tensión entre una épica revolucionaria (la de sus padres/madres) y una lírica de lo cotidiano (el anhelo por la llegada de las encomiendas con cartas y alfajores). ¿Caben en la misma historia y con el mismo peso el zumbido de las balas y los cumpleaños sin abuelas?

Desarmar esta dicotomía falsa no fue fácil. Tal vez por eso, en un primer momento, las expresiones artísticas o de búsqueda de respuestas por parte de los hijos e hijas parecen un poco la continuación o el spin off del relato ya elaborado por la primera generación. Pero a partir del nuevo milenio, quizás producto de una combinación entre una madurez personal y una época signada por la crisis de las epopeyas revolucionarias, las obras de hijos e hijas se plantaron en otra parte. Comenzaron a interpelar el discurso heredado y lo articularon con nuevas estéticas, tecnologías, lenguajes y subjetividades.

El terreno de los documentales fue y sigue siendo transitado por cineastas brillantes, como Natalia Bruschtein y Valentina Llorens, ambas hijas del exilio en México y en Suecia. Sus obras, Tiempo suspendido y La casa de Arguello, respectivamente, hablan de sus abuelas: dos referentes claramente identificables en la Historia con mayúscula. Sin embargo, estas nietas esquivan la dimensión histórica y deciden poner el foco en la intimidad, en la fragilidad y en ciertos puntos ciegos que, aunque suene paradójico, solo es posible divisar desde la perspectiva que da la distancia. 

Por su parte, en su obra Cosas pequeñas y extraordinarias, la dramaturga argenmex Micaela Gramajo, da un paso más y presenta a una abuela anónima. En determinados momentos clave, la luz de un seguidor se concentra en una mujer del público; se le da un micrófono y, desde su asiento, ella lee las cartas que envía la abuela de la protagonista. Esta abuela aleatoria es todas las abuelas del exilio. Amorosa, encarna con el espacio vacío de su ausencia la marca más precisa y dolorosa de ese estado de excepción que es el exilio en la infancia. 

La generación de hijos e hijas consigue consolidar una voz. Empiezan a surgir obras audiovisuales, narrativas, poéticas y plásticas claramente diferenciadas. Algunas de ellas, incluso, constituyen una amenaza directa contra la hagiografía del discurso establecido. Un ejemplo es el ya mencionado documental Tiempo suspendido, en el que la nieta de Laura Bonaparte relata los últimos años de su abuela con alzheimer. Natalia plantea que es posible encontrar paz en el olvido. Y esta idea, que a primera vista parece poética, resulta violentamente disruptiva para un discurso que tiene a la memoria como bandera. Otro ejemplo conmovedor se encuentra en el libro La biblioteca roja, del artista plástico Tomás Alzogaray Vanella. El texto reconstruye la historia de su familia tomando como eje el intento de rescatar los libros que sus padres sepultaron antes de irse al exilio. Tras remover cuatro toneladas de tierra, al borde de un pozo cavado en su propio jardín “lograron rescatar dieciséis bultos (…). Quince de los bultos son libros”. El libro es una suerte de ensayo sobre la destrucción conceptual y material en el que se combinan la emoción y el rigor científico. En su novela Diario negro de Buenos Aires, Federico Bonasso relata un viaje a una región que creía suya, pero que solo conoció en el imaginario de la infancia. Como es de esperarse, el encuentro con la realidad es ríspido: “¿Existirá otro sitio desde donde pueda leer la comedia de Buenos Aires? Ahora esta soledad está despojada de su lacerante atractivo, aquel que cultivaba en la primera etapa del viaje, recién llegado de México. Caí en la trampa. Estoy lejos de todo aquello que amé alguna vez”.

Verónica Gerber, autora de Conjunto vacío (Ed. Sigilo en Argentina), una ¿novela? difícil de catalogar en la que se fusionan los lenguajes, escribe en el epílogo de la reciente edición mexicana (Ed. Almadía): “al experimentar con la autoficción sí descubrí que el único camino posible es desenterrar las preguntas. Las respuestas a menudo son construcciones individuales, y las preguntas, me parece, pueden llegar a configurarse como espacios en común; estados de irresolución permanente, pero compartida.”

Esta irresolución permanente y compartida que subraya Gerber es un eje clave sobre el que se arremolinan muchos de los relatos de los hijos e hijas. Uno de estos relatos es el documental Villa Olímpica (Recuerdos de un mundo fuera de lugar), próximo a estrenarse, de Sebastián Kohan Esquenazi. Para su realización, se llevaron a cabo cientos de entrevistas a los exiliados latinoamericanos que recalaron en los edificios de la Villa Olímpica y a sus hijos e hijas, pero en el corte final, se decidió eliminar las voces de los adultos, dejando solo el testimonio de sus habitantes más jóvenes. Fue una edición a conciencia: autorizar esas voces le permitió hacer una reconstrucción explícitamente subjetiva que rompe con las narraciones oficiales. Al respecto, Sebastián escribe: “A principios del siglo XXI, los niños y niñas de la diáspora ya éramos adultos, y nos tocaba contar la historia. Los códigos primarios bajo los cuales nos pensábamos no eran nuestros, eran de nuestros padres. No en vano nos contaron el cuentito de Pinochet antes que la de la Cenicienta. No en vano jugábamos a militares y guerrilleros en vez de a policías y ladrones. El trasfondo de nuestra cotidianidad siempre era dramático. Más o menos, pero lo era. En el medio de la normalidad siempre había una falta, una ausencia. Nosotros poníamos Parchís, pero al fondo se escuchaba Inti-Illimani o Mercedes Sosa. Nuestras vidas en ese lugar eran provisorias. No estábamos en estado sólido, teníamos poco peso específico y cierto grado de transparencia. En el medio de la trama y sin darnos cuenta, asumíamos como nuestras las carencias de nuestros padres y esa falta se colaba en el tono de nuestras interpretaciones.” (De su ensayo El hogar en la mochila, Revista Rapallo)

Por su parte, Micaela Gramajo se sumergió en la escritura de dos obras que abordan el tema del exilio de dos maneras completamente diferentes. Te mataré derrota relata un doble exilio, el de un abuelo polaco que huyó de los nazis y el de sus padres que escaparon de la dictadura con ella en brazos; y Cosas pequeñas y extraordinarias, una obra para público infantil que, con mismas dosis de humor y tristeza habla sin concesiones del tema del exilio y las desapariciones (que en el México actual se cuentan por cientos de miles). La obra fue escrita en coautoría con Daniela Aroio (hija de exiliados brasileños). Ambas vivieron una infancia de exilio y encontraron el tono y el color preciso para hablar de eso con otros niños y niñas.   

Micaela llegó a esta posibilidad después de transitar este camino de posmemoria y apropiación: “Porque esta historia -mientras me atravesaba y afectaba todos los ámbitos de mi vida- no era mi historia sino la historia de mis viejos. Les pertenecía a elles, a su generación, y nosotres, les hijes y nuestro exilio, quedamos relegades a una especie de exilio satelital. Y creímos que no teníamos voz para nombrar esa historia como nuestra. La escritura y puesta en escena de estas dos obras fue para mí el acto de nombrar esa historia como mía. Y poder decir este dolor es mío y también esta alegría es mía.” (De su investigación preliminar.)

Y es que, si, como se dice, la patria es la infancia, la segunda generación está logrando despojarse del peso histórico de haber sido feliz. Tienen valijas con rueditas que les permiten desplazarse del relato de sus padres. Poner el relato setentista bajo la lupa no significa ponerlo en jaque, revisar a las generaciones anteriores siempre es un ejercicio de crecimiento, pero en el caso de los hijos y las hijas del exilio es más que un simple acto de rebeldía; es un acto de amor. De amor a eso que se llama patria. Porque, a diferencia de sus padres, saben que puede haber más de una.

Colofón

Esta nota no es más que una invitación a visitar las obras de los hijos y las hijas del exilio, expresiones en las que se vale el humor, la subjetividad, la experimentación, la anti solemnidad, la fantasía y la incorrección política. Libros como La habitación alemana, de Carla Maliandi, Notas de escafandra, de Silvina Hermosa o las novelas de Laura Alcoba; El eco de las canciones, película de Antonia Rossi (en esta historia Argentina, Chile, Bolivia y Uruguay valen por igual); la difícilmente definible obra 80 Balas sobre el ala de Pablo Gershanik; el trabajo plástico de Mercedes Fidanza, Iztel Bazerque Patrich y María Giuffra; los delirios gráficos de Ernán Ciriani, Bruno Giletta y Tomás Alzogaray Vanella; la poesía de Miguel Martinez Naón, Alejandra Szir, Martín Gambarotta, Pablo Ohde; el material fotográfico y audiovisual de Valentina Siniego y María Inés Roque; y músicos y bandas como José González, Juan Sosa, El juguete rabioso, La musical mexicana, Liza Casullo, Las Adelitas. Y tantos y tantas a quienes pido perdón por no mencionar en esta referencia.

(Dibujo de Bruno Giletta)