La condena a los asesinos de Fernando Báez Sosa y una reflexión sobre los alcances de la sentencia

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    Fernando Baez Sosa
    Foto: Télam

La condena a los asesinos de Fernando Báez Sosa y una reflexión sobre los alcances de la sentencia

22 Febrero 2023

El asesinato del joven Fernando Báez Sosa en Villa Gesell, por su gran difusión pública, da lugar al debate, serio y también desatinado, de varios temas. Aunque no pretendo ser dueño de ninguna verdad absoluta, solo Intentemos decir algo serio y proponer ideas para una discusión racional. El asesinato de Fernando fue un acto cruel, generador de enorme dolor. Es innegable. Y la condena a prisión perpetua de cinco jóvenes coautores de ese repudiable crimen, y de 15 años de prisión como partícipes secundarios a otros tres, también fue un acto generador de dolor. Dolor a cambio de dolor. En el análisis de estos casos, que logran amplia trascendencia y debate social, creo que se mezclan en el debate público cosas de distinta naturaleza, que merecen alguna reflexión. Una cosa son los crímenes del poder y de sus agentes que cometen atrocidades bajo su amparo, y otra cosa son los delitos comunes cometidos por las personas de a pie, los ciudadanos comunes. Aquellos son los únicos respecto de los cuales admito las penas máximas –aunque sé que esto muchos me lo discutirán y con fundamentos, imagino la mirada seria de la compañera Claudia Cesaroni-, porque allí a mi juicio no hay casi posibilidad de mensura del reproche: la suma del poder implica sumo reproche y consecuente castigo, no hay readaptación o "resocialización" imaginable en quienes actuaron el horror por convicción y lo reivindican, no se arrepienten y siguen manteniendo el dolor de las víctimas con su silencio, al mismo tiempo que tuvieron a su disposición el poder institucional, y se valieron de él, como escudo y arma imbatible de alevosía e impunidad. De allí que no son comparables los juicios y sanciones que se aplican por las revoluciones triunfantes contra los tiranos y genocidas o los juicios que se logran llevar adelante en tiempos de democracia contra genocidas de dictaduras pasadas, con los juicios y sanciones que se aplican a personas comunes que cometen delitos, aún los aberrantes. El delito común es siempre resultado de una construcción social que va moldeando desde la cuna al que termina tirando a una mujer bajo el tren para quitarle la cartera, al lumpen que ataca a un turista para sustraerle la cámara fotográfica, al excluido social desesperado que hurta o roba para sobrevivir, o a los jóvenes acomodados que en patota patean la cabeza de otro joven indefenso hasta matarlo. Claro que todos estos merecen una respuesta sancionatoria por parte de los jueces y de la sociedad.  

Pero son cosas de distinto abordaje, conductas que merecen análisis distintos, enfoques distintos. Por lo menos si es que pretendemos comprender racionalmente los fenómenos y cambiar algo que apunte a hacer justicia.  

El odio es un sentimiento anclado en el cerebro límbico, dominante de las emociones, donde anidan la ira y el sentimiento de venganza, por lo tanto irracional, no lo justifico en ningún caso. Videla, Riveros, Etchecolatz, Patti y demás genocidas debieron ser condenados y fueron condenados a penas máximas con fundamentos jurídicos y racionales sobre sus actos, no porque los odiemos. Los posibles 50 años, o 35 si es que se modifica el artículo 14 del Código Penal o se lo declara inconstitucional, que los jóvenes condenados en Dolores el 6 de febrero de 2023 permanecerán encerrados bajo un sistema penitenciario de hecho violento y brutal (muchas veces mortal) no les servirá ni a ellos ni a la sociedad nada más que para venganza, sufrirla o aplicarla, respectivamente. Eso es punitivismo, creer que el endurecimiento y la violencia estatal es solución para los conflictos sociales, generadores de la criminalidad de calle o el desborde violento de jóvenes que se creen superiores y “machos”, actuando en patota.  

El dolor a cambio de dolor es venganza. En los casos comunes, el derecho penal, que pretende como fin de la pena la readaptación social, en su larga vida, no logró aún demostrar cuál es el sentido de la relación entre crimen y encierro para cumplir con ese pretenso fin. Por qué al encierro de una persona, limitando al máximo su libertad de movimiento, y privándolo de gran cantidad de otros derechos esenciales, se le atribuye efectos de readaptación social. Sigue sin respuesta racional. Sigue siendo por lo tanto una mera herramienta de descarte, de aislamiento del resto, de inocuización, de la que el Estado echa mano dado que se ve necesitado de hacer algo, la ejecución de algo que duela, frente a casos graves de infracción de la ley. Por ello es que, en definitiva, de hecho, solo se traduce en castigo. Nótese que a los fiscales, en la jerga diaria tribunalicia, expresamente se les refiere también como vindicta pública. Venganza pública. Que encierra además una paradoja tampoco respondida: buscar la “resocialización” separando al sujeto de la sociedad. Cosa extraña, como buscar aprender a conducir sin subirse a un automóvil. 

A lo anterior se suma que, como digo siempre, todo crimen cometido por quienes no ejercen el poder es un fracaso social, del propio Estado que luego castiga. La producción de sujetos violentos es una paciente labor que comienza desde la cuna, la familia que ha tocado, los modelos de educación, los modelos que se replican en los distintos ámbitos de las relaciones sociales (grupos de amigos, clubes y sociedades barriales de pertenencia, grupos de creencias religiosas, etc.), los mensajes mediáticos dominantes y de las propias autoridades, que en sus búsquedas de votos recurren a exacerbar los sentimientos que ellos mismos han inoculado previamente en el cuerpo social, cuyas consecuencias buscarán después, vanamente, neutralizar con más dolor, expresado en reformas de la ley penal para hacerlas más duras, en una espiral delirante de progresión geométrica de dolores. La violencia que se expresa en un caso concreto es el último eslabón de una larga construcción social y cultural, que a su vez será el eslabón que dé continuidad a la espiral. 

Respecto de la cuestión que se ha planteado acerca de que la condena debe ser ejemplar ante la sociedad, en este caso ante jóvenes en situaciones similares, con un fin disuasivo, el tema merece una disquisición. Desde el punto de vista de la justicia, del derecho penal, la pena a aplicar al imputado por los jueces no debe ser seleccionada por éstos, pensando en el efecto que producirá en los demás ciudadanos. En tal caso se estaría violando el principio de la culpabilidad, que establece que la pena a aplicarse a quien se le comprobó la comisión de un delito injustificado debe ser seleccionada exclusivamente en base a las características de su conducta, la medida de su responsabilidad y el reproche concreto que le cabe a él, considerando las circunstancias que lo llevaron a delinquir. La índole de la conducta del sujeto a condenar es lo único que debe evaluarse y medirse para establecer la pena, de lo contrario se está usando a la persona a condenar, como objeto para fines alternativos, como cosa para enviarle mensajes a otros. Tal método es violatorio del principio del derecho penal de acto (lo que se sanciona es el acto concreto de la persona, a quien se le reprocha por su conducta, no para otra cosa ni por otras razones) y por lo tanto violatorio del único fin válido de la pena, que en teoría es la readaptación social del sujeto, o “resocialización”, como se repite habitualmente en el derecho penal. Esto es lo que debe estar en la cabeza de los jueces cuando, luego de encontrar probada la responsabilidad penal de un imputado, seleccionan la pena a aplicarle. Pero al mismo tiempo no puede dejar de reconocerse que, de hecho, una vez aplicada una pena –más en estos casos que logran importante trascendencia- produce inevitablemente un “efecto mensaje” hacia el resto de la sociedad. Esto no puede soslayarse, como no puede evitarse que, cuando al higienizarnos consumimos agua potable, pero el fin no es desperdiciar agua sino la higiene, aunque, de hecho, una considerable porción de agua se perderá. Estos son los dos aspectos que deben tomarse en consideración. Por ende, no es correcto reclamar a los jueces que apliquen una pena que sea ejemplarizadora. Lo correcto, legal y justo, es reclamar a los jueces que apliquen una pena justa según la conducta delictiva concreta cometida por el sujeto juzgado. Y que esa pena, en su ejecución, efectivamente sirva para la readaptación, reflexión y reeencausamiento de quien produjo un daño penalmente previsto, al momento de su vuelta a la vida en libertad. Si después, de hecho, la pena justa aplicada y ejecutada, produce efectos hacia el resto de la sociedad, no podemos evitarlo. Pero no debe ser ese el fin primordial buscado. Además, tampoco sabremos si esa pena y su ejecución producirán en realidad efectos sociales disuasivos o no, lo cual resulta muy discutido y dudoso. Miles de prisiones perpetuas se han aplicado en nuestro país, solo contando a partir de la sanción de nuestro actual Código Penal en 1921 –decenas de veces enmendado hasta convertirlo en un enredo caso indescifrable para nosotros mismos, los penalistas-, pero homicidios agravados que prevén la perpetuidad de la prisión se han seguido y siguen cometiendo. Y el agravamiento de penas, por ejemplo los desatinos derivados de la era Bloomberg, la pena de muerte en muchos estados de EEUU, aplicada con bastante asiduidad, no ha impedido que continúen cometiéndose hechos delictivos graves que conducen a iguales desenlaces.   

Por último las diatribas contra el feminismo, los progresistas y los acusados de “garantistas”, como si se tratase de ofensas, que sostenemos quienes pretendemos pensar antes que vomitar odio irracional, solo demuestran confusión conceptual. Feminismo o machismo no es reivindicar tener vagina o pene, respectivamente. La histórica opresión de la mujer por su condición de tal es una realidad que resulta incuestionable. Al igual que el machismo, el patriarcado y la persecución de quienes se sienten diferentes sexualmente. Las luchas por la igualdad de género, por la igualdad de trato, por la no discriminación, son igualmente históricas. La conquista de las garantías constitucionales –eso es el garantismo- establecida en los dos primeros capítulos de la Constitución Nacional, son logros indiscutibles conseguidos después de siglos de abusos y dolor ejercidos por los poderosos, en protección de las personas de a pie frente al poder abusivo del Estado. Negarlo es negar la realidad, es convertirse en los cardenales que castigaron a Galileo Galilei. Defender la racionalidad, detectar y modificar las fuentes que producen las violencias, y buscar alternativas al dolor y a la desigualdad, que funcionen como soluciones verdaderas y eficaces, nada tiene que ver con el encasillamiento despectivo de “feminista”, “progresista” o “garantista”. Tiene que ver con pensar con la corteza cerebral y no con el lóbulo límbico –que en algunos casos pareciera que lo hacen con el reptiliano-, para buscar superar verdaderamente los dolores, todos, y también los problemas y conflictos que nos presenta la vida en sociedad.