Golpe de escena: cuando la realidad pasa por arriba a la política
La muerte de Morena Domínguez, la niña de 11 años en la puerta de una escuela del partido de Lanús, en el contexto de un robo callejero violento, abre un campo de discusión que se solapa a una gran ola de indignación que, en vísperas de las elecciones, sospechamos les costará unos cuantos votos a varios candidatos. La política lo sabe, asestó el mazazo, por eso se declaró en duelo y levantó el cierre de campañas.
Hay que evitar las generalizaciones súbitas y transformar los casos extraordinarios en eventos ordinarios, pero también hay que evitar mirar para otro lado o esconder los problemas debajo de la alfombra, poniendo la paja en el ojo ajeno o tirarse los problemas unos a otros.
El acontecimiento que conmocionó al país es la expresión de un Estado que no está a la altura de los conflictos sociales con los que nos medimos hoy día en los barrios más pobres de las grandes ciudades. Pero también la expresión de un Estado tomado por el internismo y la rosca política y judicial. Una administración colonizada por la política, y una política que hace años se la pasa tomando selfies, hablando para la hinchada propia, haciendo la plancha, abocada al bacheo policial y pateando los problemas para tiempos mejores.
Mientras tanto la gente se queda no solo desguarecida, sino acumulando bronca y cansancio. La “derechización de la sociedad” y la “abstención electoral” que tanto preocupa a dirigentes y expertos hoy día son, una vez más, la expresión de la crisis de representación de larga duración. Y cuando digo “crisis de representación” no solo estoy pensando en la incapacidad de la política en general para estar cerca de los problemas cotidianos de los ciudadanos, sobre todo de los sectores populares, esto es, la discapacidad política para agregar los problemas de los vecinos de cualquier barrio de la gran ciudad, sino que también estoy hablando de la incapacidad o falta de voluntad de la policía para cuidar a esos vecinos, y, sobre todo, de la imposibilidad que tienen los vecinos para acceder a la justicia. Si los vecinos no se sienten cuidados por las policías, pero desconfían también de los operadores judiciales que se niegan o tardan años en canalizar los problemas con los que se mide la gente de estos barrios, entonces, en el peor de los casos, es de esperar que los vecinos empiecen a tomar las cosas en sus propias manos, o se expresen con consignas muy duras, incluso, odiosas. No hay que pelearse con la realidad ni enojarse con estas expresiones iracundas llenas de impotencia, sino desentrañarlas.
El telón de fondo del delito callejero y predatorio son los barrios desorganizados, económicamente desfondados, con grupos familiares implosionados y escuelas cada vez más impotentes para proponer vínculos morales y contener o procesar los problemas con los que llegan sus alumnos. Barrios asediados por delitos cometidos al boleo, protagonizados por jóvenes que viven a esos delitos de formas muy distintas. A veces como estrategias de sobrevivencias y otras veces como estrategias de pertenencia. El delito puede ser la oportunidad para comprarse una garrafa y pasar el invierno, pero también la manera de ganar la atención y el respeto del propio grupo de pares con los cuales se identifican, y otras veces una manera de divertirse o desquitarse la bronca que vienen acumulando. Delitos cometidos cada vez más con una violencia que ya no puede cargarse a la cuenta de la instrumentabilidad. Porque son eventos que tienen un excedente de violencia o una violencia que no guarda proporción con lo que se quiere conseguir. Delitos envueltos en violencias expresivas y emotivas, que son también la expresión del resentimiento y la rabia de los jóvenes o las ganas de divertirse o llenar el tiempo muerto con el que se miden. Jóvenes que se suben a una película que, está visto, no siempre pueden pilotear y puede costarles muy caro no solo a ellos sino a las víctimas de sus fechorías.
Los delitos callejeros, entonces, son muy complejos. Y cuando digo “complejo” no estoy apelando a un clisé para gambetear la discusión, sino para decir que estos delitos protagonizados por los jóvenes varones de estos mismos barrios son vividos de muy distintas maneras. Que hay que leer los delitos al lado de la desigualdad social, pero también al lado de la fragmentación social, de la presión que ejerce el mercado sobre estos jóvenes para que asocien sus estilos de vida a determinadas capacidades de consumo, al lado de la estigmatización social o las humillaciones de las que son objeto o de la adscripción de los jóvenes a determinados grupos de pares.
Pero sobre todo hay que leer los delitos callejeros y predatorios al lado del hostigamiento policial y el encarcelamiento masivo. Dicho en otras palabras: el problema es el delito, pero también las instituciones encargadas de controlar o perseguir ese delito. Las agencias que componen el sistema penal (la policía, los fiscales y jueces) forman parte del problema, recrean las condiciones para que se reproduzcan y se agraven. No estoy sugiriendo que la cárcel sea una “puerta giratoria” sino una manera de subirle el precio al delito. La cárcel no es una fábrica de delincuentes sino violencia. El sistema penal les permite a los jóvenes que pasan por primera vez por las unidades penitenciarias acumular el capital simbólico que después van a necesitar para moverse en esos barrios cada vez más violentos. Quiero decir, el sistema penal lejos de llevar tranquilidad a los barrios, le mete más presión, le agrega más violencia a la vida cotidiana.
En definitiva, el delito y la violencia agregada al delito tiene múltiples factores que el Estado no está pudiendo diagnosticar, agendar y abordar. Pero insisto: esto no solo es un problema de gestión o de incapacidad y falta de imaginación de los funcionarios sobregirados con la rosca política. Tampoco contamos con un Estado con la ductilidad o plasticidad para pensar multiagencialmente y poder atajar, contener y procesar el nivel de bolonqui que existe en los barrios populares. La realidad no se puede fetear. Hay falta de voluntad y mala voluntad, pero también hay un Estado que no funciona y una política tomada por la polarización política, incapaz para hacer los acuerdos que se necesitan para articular entre los distintos partidos, y las distintas agencias y poderes que compone un Estado para desarrollar políticas públicas de largo aliento.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Profesor de sociología del delito en la Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; Prudencialismo: el gobierno de la prevención y La vejez oculta.