Aniversario del golpe: la complicidad de la Iglesia

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Aniversario del golpe: la complicidad de la Iglesia

22 Marzo 2012

Este trigésimo sexto aniversario del golpe cívico militar de Marzo de 1976 trae consigo un significativo avance en la busqueda de Verdad y Justicia; avance que viene a responder a una clamorosa exigencia de nuestra sociedad, o de una gran mayoría de esta, desde la restauración democrática de 1983.

Tras haber sentado en el banquillo de los acusados y condenado a cientos de responsables de diferentes niveles jerárquicos de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, se ha comenzado finalmente a desplegar sobre la mesa de la justicia la imprescindible complicidad civil sin la cual la noche más tenebrosa de nuestra historia no hubiera sido posible.

Empresarios nacionales y multinacionales, medios de comunicación, periodistas, docentes, políticos, etc., fueron parte del pacto de sangre que enlutó a la Patria durante el terrorismo de estado.

En este entramado de complicidades, una de las más significativas fue sin duda la de la iglesia católica cuya jerarquía, en la que el sector conservador era ampliamente mayoritario y, en el marco de una interna virulenta que se arrastraba desde el Concilio Vaticano II (1962-1965) que enfrentaba a dicha jerarquía con los sectores renovadores que reivindicaban a los pobres e incluso participaban de las luchas populares, no sólo apoyó el golpe y su metodología represiva sino que, además, convirtió el genocidio en una especie de guerra santa que extirparía de cuajo al “mal” de la sociedad y de sus propias filas.

El arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado, Juan Carlos Aramburu y el cardenal Raúl Primatesta, arzobispo de Córdoba, a quienes se sumaría luego monseñor Quarracino, por aquel entonces obispo de Avellaneda, adquirieron a lo largo de la dictadura un protagonismo y un liderazgo desde el cual no dudaron en legitimar el accionar procesista pese a algunas críticas ambiguas deslizadas en unos pocos documentos episcopales o en reuniones reservadas con los jefes castrenses.

La primera carta episcopal después del golpe versaba en uno de sus párrafos:

"Hay hechos que son más que un error: son un pecado, los condenamos sin matices, sea quien fuere su autor. ... es el asesinar, con secuestro previo o sin él y cualquiera sea el bando del asesinado ... Pero hay que recordar que seria fácil errar con buena voluntad contra el bien común si se pretendieran. ..que los organismos de seguridad actuaran con pureza química de tiempo de paz, mientras corre sangre cada día; que se arreglaran desórdenes cuya profundidad todos conocemos, sin aceptar los cortes drásticos que la situación exige; o no aceptar el sacrificio en aras del bien común de aquella cuota de libertad que la coyuntura pide; o que se buscara con pretendidas razones evangélicas implantar soluciones marxistas"

Sólo un puñado de Obispos y Sacerdotes, entre quienes se destacaron por su protagonismo el obispo de La Rioja, monseñor Angelelli (asesinado el 4 de Agosto de 1976 al igual que el Obispo de San Nicolás, Carlos Ponce de León, lo fuera el 11 de Julio de 1977, en un falso accidente de tránsito), el de Goya, monseñor Devoto, el de Neuquén, monseñor Jaime de Nevares, el de Viedma, monseñor Miguel Hesayne, y el de Quilmes, monseñor Jorge Novak, mantuveron una actitud militante de permanente denuncia de las atrocidades que, sin pudor alguno, se cometían en pos de una supuesta “reorganización nacional”.

El nexo con la cúpula genocida se encarnó en Monseñor Adolfo Tortolo, vicario castrense y presidente de la Comisión Episcopal quien en 1975 anunció un inminente “proceso de purificación”. Después del golpe de Estado, afirmó que “los principios que rigen la conducta del general (Jorge) Videla son los de la moral cristiana”. Cuando La Argentina era un gran campo de concentración, defendió la tortura ante sus pares con argumentos de teólogos medievales.

Sobrevivientes de centros clandestinos de Entre Ríos declararon ante la justicia que el entonces arzobispo de Paraná recibió a personas secuestradas en su residencia, las visitó en cautiverio, vio cuerpos deshechos por la tortura y predicó el “por algo será” ante hombres que horas después desaparecieron para siempre.

Tres testigos contaron que el arzobispo los visitó en la cárcel y dio misa el 24 de diciembre de 1976. Dijo “a los comunes me los sentás de este lado, a los subversivos de este otro”, relató uno. “Le decían lo que pasaba y él se tapaba los ojos”, confió otro. “Dijo que, si alguien deseaba hablar con él, podía hacerlo. Yo le conté lo que sucedía y le pregunté por qué mataban gente. Tortolo me dijo: ‘Si ellos matan gente, las armas están bendecidas. Ustedes matan con armas sin bendecir’. Le aclaré que no había matado a nadie y me dio dos cachetadas porque no había dicho la verdad. Si alguien recibía una cachetada, era porque había dicho la verdad”, agregó el tercero. Murió impune en 1986.

De el dependieron los capellanes de las unidades militares quienes, entre otras hazañas, arrancaban información a los detenidos desaparecidos bajo secreto de confesión, información que luego era utilizada por los represores para avanzar con los interrogatorios bajo tormentos que combinaban las modernas picanas portátiles, adquiridas por la dictadura al estado genocida de Israel con técnicas propias de la tristemente célebre Inquisición que, en la edad media en Europa y a comienzos de la edad moderna en la América colonial, mancharon de sangre y horror las manos de una iglesia católica que, desde su alianza con Constantino en el año 312 de nuestra era, se ha venido preocupando más por acumular poder político y económico y por salvaguardar su estructura institucional a cualquier costo que por poner en práctica las enseñanzas del Nazareno.