Un bello clon

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Un bello clon

25 Noviembre 2018

Por Mariano Molina

 

El rock ya no nos representa sino en parte,

como el tango o la música romántica

(Pablo Dacal. Asesinato del rock)

 

Hace rato largo sobrevuela la sensación que el rock ha dejado de existir, al menos en los modos concebidos hasta la última década del siglo veinte. Esta idea se reafirma en la cotidiana complicidad de algunas bandas o artistas en actos demasiados benevolentes con un negocio necesario, pero que no pone límites para mantener cierto espíritu de origen. Si desde los primeros pasos el rock ha sido parte de la industria cultural contemporánea, también engendró, desde entonces, una cultura contestaria que se mantuvo por décadas.

Muchas veces se ha hablado de la cultura rock (el Indio Solari ha utilizado en varias ocasiones esta definición) como una forma de observar y transitar el mundo, un modo de atravesar por diversos carriles de la sociedad y pararse frente ella. En su idiosincrasia el rock también contiene una tradición anti-represiva y ha promovido al pacifismo en contra de las diversas guerras que se desarrollaban en el planeta. Son innumerables los gestos y actos de resistencia que esta cultura ha tenido frente a diversas expresiones del Poder a lo largo del tiempo. Incluso, cuando algunos de sus representantes tuvieran posiciones conservadoras, han convivido con esa cultura contestataria.

En Argentina el rock tiene más de cincuenta años, pero la denominación rock nacional nace -vaya paradoja- en la última dictadura militar, cuando se prohíbe la música en inglés por la guerra de Malvinas y las radios empiezan a difundir lo que hasta esos tiempos se denominaba música progresiva[1]. Y quizás la primera escena pública de este gran movimiento sea, precisamente, el concierto por la paz en medio de la guerra.

Es cierto que durante los sesenta y setenta no tuvieron íntima relación con la militancia, pero las almas fundadoras de nuestro rock nunca abandonaron el compromiso social y permitieron distintas expresiones políticas en sus conciertos. Desde bandas más pop a las más pesadas, siempre estuvo ese gen de resistencia y compromiso, con sus obvias variedades e intensidades. Durante años la cultura rock abrigó una forma de colectividad que contuvo ideales populares, progresistas y anti-conservadores, en un sentido amplio del término. Para decirlo más gráficamente, era muy difícil encontrar una persona que asistiera a un concierto de Almendra, Sui Generis o Los Redonditos de Ricota y luego apoyara a los militares, votara a la extinguida UCEDÉ o el menemismo de los noventa.

 

Uno de los grandes logros del capitalismo contemporáneo (o del neoliberalismo) es haber ocupado y conquistado gran parte de las simbologías que se identificaban con variadas formas de resistencia, incluso en las mismas sociedades capitalistas. Así, en el presente podemos observar a representantes o votantes de derecha utilizar vestimentas que hasta hace muy poco eran pertenencia del simbolismo hippie, escuchar a Los Redondos o Sumo, veranear en lugares naturales para salir de la ruidosa e invivible vida de la ciudad, consumir productos de pequeños agricultores, tener el arcoiris de la diversidad, construir casas de barro, llevar el pañuelo verde, acompañar los esfuerzos de algún comedor de la villa, usar un corte de pelo con cresta, llenarse de tatuajes, usar rastas o fumar marihuana. Muchos simbolismos y acciones que eran -mayoritariamente- rincones de sectores contestatarios o cuestionadores del statu quo, hoy son parte del paquete cultural hegemónico. Es decir, propiedad de la derecha.

En 2016, a meses de sufrir el nuevo gobierno, conversaba con una amiga sobre el éxito en estas rupturas que ha logrado esta derecha contemporánea. Para un amplio nosotros, lo que podemos denominar macrismo como idea/expresión representativa de la época, es un límite de vida. Allí no hay lugar posible. No hay negociación con esa forma de ordenar el mundo. Pero evidentemente que no es así para todas y todos. Incluso, debemos confesar que -probablemente- ese nosotrxs sea una expresión minoritaria. Hay muchas y muchos que no perciben en esa representación un límite, como tampoco lo encuentran en otras instancias de la vida. Y así, se auto-representan la vida feliz del mercado, que excluye dolores, contradicciones o conflictos. Quieren imponer(se) una vida sin límites, fronteras y enfrentamientos que -conceptualmente- es una cosmovisión negadora de las diferencias y, por lo tanto, cercana al autoritarismo.

Algo fue cambiando con los años. Algo más que un simple reencuadre comercial de la música. No causa sorpresa, entonces, que un personaje como Rolo, el cantante de la banda denominada La Beriso, enuncie las banalidades que expresó recientemente, cuando un sector del público entonaba cantos contra Macri. “Nosotros venimos a disfrutar, no tenemos banderas políticas. No vayamos en contra de nadie” afirmó, en una nueva versión del clásico no estamos contra nadie, mientras obligaba a callar al público.

Lo que sorprende (al menos para quien escribe) es la forma del acatamiento a la censura de esas canciones. Probablemente, nada más expresivo para la muerte del rock, que el silencio de la gente que cantaba contra el presidente, frente al pedido de quién tiene el micrófono del espectáculo. ¿Sería posible pensar algo similar en una cantidad de conciertos de rock entre los años setenta y nuestros días? ¿El público de Charly García, Fito Paéz, Sumo, Virus, Los Redondos, Divididos, La Renga, Los Violadores, Ataque, Todos Tus Muertos, Los Piojos, Bersuit y tantos y tantos se hubieran quedado en silencio frente a la reprimenda política desde el escenario? Es difícil imaginar esa escena.

Los intentos del cantante por acallar voces de protesta confirman el cambio de paradigma de la época.

Y si bien una importante parte de los músicos y bandas van a seguir dando lugar a diversas formas de la protesta social, es importante preguntarse por las condiciones para que esta censura tenga lugar. Algo de esta respuesta la vamos a encontrar en los productos que han terminado de imponerse en la cultura rock y algo -también- lo ha explicado Pablo Dacal en su manifiesto denominado Asesinato del Rock[2]. Pero si alguien todavía tiene dudas, hay que atender a lo sucedido en los conciertos de Roger Waters en Brasil, frente al fenómeno que allí se vive. ¿Cómo explicar los silbidos al autor de The Wall cuando se expresa políticamente contra el fascismo?   

En algún momento del mundo cambiaron las coordenadas y no nos hemos percatado del todo. Y de este modo, alguien puede conmoverse frente a la picadora de humanos de la película The Wall y luego molestarse con la crítica a Bolsonaro. O quizás alguien puede escuchar y bailar reggae jamaiquino mientras apoya la expulsión de inmigrantes o hace pogo con todo preso es político y luego pida la baja de imputabilidad. Esto sucede, nos guste o no. Lo podamos entender o no. Ya lo escribió George Steiner hace décadas: “Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”[3].

 

Hay un proceso económico-mediático-cultural sobre las subjetividades contemporáneas que degradan el contenido del arte en el instante que mistifican sus productos más visibles y vendibles. Hace muchos años Diego Capussoto explicaba, sobre su programa de TV, que el rock era un balbuceo de algo que ya no existe. En nuestro país, uno de los espectáculos musicales más importantes de los últimos años, es el festival Lollapalooza, un evento multinacional que se replica en diversos lugares del mundo. Allí, el público se divide por segmentos según el poder adquisitivo de la entrada (nada distinto a la sociedad), llevando las inconfundibles pulseritas de la diferencia. Y las multitudes compran los tickets en cuotas con más de medio año de anticipación, incluso sin saber quiénes serán los y las artistas del evento. Estar, pertenecer, diferenciarse, sentirse parte sabiendo que otros y otras no lo serán son tópicos de la época. En ese lugar, quién no tiene dinero para consumir, probablemente no pueda alimentarse durante las largas horas del evento, porque también se prohíbe el ingreso con alimentos, incluso un sanguche de jamón y queso para matar el hambre. Tan perverso y cínico puede ser el rock excluyente de estos tiempos. Tan encantador es el infierno de la industria cultural. Y todo bajo el merchandising de la rebeldía, lo alternativo y la libertad.

Entonces vuelve la pregunta. ¿Por qué vamos a sorprendernos con la censura de La Beriso a su público? Cuando analizamos los movimientos culturales de estos tiempos, se hace imprescindible recuperar un tema crucial que atravesó a la cultura rock: la contracultura como necesidad de supervivencia y resistencia. Alguna vez Charly García dijo que “tener un enemigo y defenderte de él te hace funcionar el bocho”. Por eso, no es retórica insistir que la batalla de fondo es la cultural. O la contracultural, para ser más precisos. No nos podemos permitir regalar el arte y nuestras resistencias más profundas a las banalidades de la época, que han dejado de ser amenazas y se convierten en un fenómeno totalitario. 

 

[1] Para conocer mejor este fenómeno recomiendo el artículo de Sergio Pujol “El rock en la encrucijada. Apuntes para una historia cultural de Malvinas” del libro Composición libre. La creación musical argentina en democracia (Editorial UNLP)

http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/musica%20y%20politica_pujol.pdf

 

[2] Manifiesto Asesinato del Rock. Autor: Pablo Dacal (2009) http://patologiacultural.blogspot.com/2009/01/asesinato-del-rock.html

[3] LENGUAJE Y SILENCIO. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano. George Steiner. Editorial Gedisa