The Smashing Pumpkins: la nostalgia, la melancolía y la infinita tristeza

  • Imagen

The Smashing Pumpkins: la nostalgia, la melancolía y la infinita tristeza

22 Noviembre 2020

Por Rodrigo Lugones | Foto: Paul Bergen | Ilustración: Matías De Brasi

Temo ser normal como todo el mundo
Estar aquí y morir entre los llantos
A la deriva entre los días.


Porque cada cosa que dije
Y cada sola cosa que he hecho
se ha ido y muerto


Como todas las cosas algún día deberían muy seguramente acabar
Y los grandes amores
algún día tendrán que partir


Sé que yo debo existir en este mundo
Mi vida ha sido extraordinaria
Bendecida, maldecida y ganada


El tiempo cura pero yo estoy roto para
siempre

“Muzzle”, Smashing Pumpkins

 

Mellon Collie And The Infinite Sadness es el tercer álbum (y además es doble) de los Smashing Pumpkins. Billy Corgan lo calificó como el The Wall de los años 90. Llegó a mí tarde, pero llegó justo en el momento indicado. La traducción exacta del nombre es un juego de palabras, el personaje de nombre Mellon Collie, produce evidente homofonía con “Melancolía”. Le sigue “and the infinite sadness”, la infinita tristeza. La cual impregna, de manera brillante, todo el álbum. Si hay un disco melancólico es este. Si hay un disco que hable del llanto de lo que pudo ser y no fue, de lo que fue y ya no es, es este, sin lugar a dudas. Es la melancolía y la infinita tristeza lo que desgarra a las canciones. Es la especial pluma que lograron en sus letras. Es la combinación de las melodías y sus fraseos entre rabiosos y desesperados. Es la impotencia ante el renunciamiento lo que resuena. Abre en la noche, con una frase notable: “Lo imposible es posible esta noche”. La banda, tal y como la conocimos, llegaría hasta este disco. Luego de una sobredosis, su tecladista Jonathan Melvoin murió. Él y el baterista Jimmy Chamberlin (el mejor que hayan tenido los Pumpkins), eran adictos a la heroína y alcohólicos absolutos. En plena gira de promoción del álbum, una noche de hotel de etílica heroinomanía acabó con Melvoin y terminó con el futuro de Chamberlin en la banda.

Una mañana de un martes feriado (un martes con sabor a domingo, esos domingos algo desgarradores, que nos van a devolver a un miércoles que será lunes, un miércoles de inevitable y triste rutina), estaba escuchando “Muzzle” a todo volumen en el garaje que hacía las veces de mi habitación, en la que en ese entonces era mi casa. “Muzzle” es una canción bendita de dolor. Catártica. Un vómito. Un grito  aterrador que busca encontrar un oído atento. Corgan pregunta a quien escucha si se detuvo a prestarle atención a todo lo que está diciendo. Se preocupa porque lo que tiene para decir llegue con claridad. Necesita que así sea.

Suena la puerta. Bajo la música. Corgan susurra.

- ¿Quién es? – pregunto.

- Soy yo, el vecino – responden.

Abro la puerta.

- Buen día, ¿cómo estás? Quiero mostrarte algo, a ver si te sirve – me dijo.

- Buen día, bien, a ver- contesté, algo confundido porque recién veía la luz del día.

- Mi hijo murió, no sé si lo sabías. Acá tengo algunas cosas que tal vez te sirvan, a vos que tocás música. Él las usaba.

Me lo dijo con una mirada que me desarmó y un gesto que no deja de impactarme. Ensayé unas rápidas palabras, mis sinceras condolencias, y un agradecimiento, de corazón, por un gesto que no sé si merezco, un intento, reflexiono, por continuar, en alguien más, el deseo de la vida de su hijo.

Todos los que nos sentimos parte del espíritu del rock and roll somos Mellon Collie, como también somos Pink, el personaje de la ópera rock The Wall, de Pink Floyd. Un ser atribulado y subjetivamente desarticulado. Repleto de pastillas, alcohol, drogas y las luces efímeras de un puñado de sueños derrotados. La necesidad de la creación, envuelta en el caos individual. El  no cuidado de sí. La autodestrucción. La vida que se consume antes de morir oxidada. La eterna juventud que no puede soportar el paso del tiempo. Así era el hijo de mi vecino. Las últimas veces que lo vimos estaba abrazado a una botella de ginebra. Tambaleaba. No podía articular con claridad un grupo de razonadas palabras. Estaba explícitamente quebrado.

Estuvo en coma. No podía ni hablar cuando salió de la operación. Murió.

Chocó, según se supo, mientras manejaba su moto. Se sospecha que el choque no existió, y que la policía lo golpeó hasta dejarlo inconsciente, y fraguó el “accidente”, como coartada. El último día del 2016 la familia no brindó. Cuando llegué a casa, después de la una de la madrugada, vi al padre solo en la puerta cubierto por un lóbrego manto de oscuridad. Ya no había paz en sus ojos. En la casa no había rastros de ningún festejo. Su cara lo decía todo. Lo buscaban hace más de dos días. No lo encontraban. La desesperación y la pérdida de la esperanza dibujaban la inexpresiva intranquilidad que mostraba su rostro.

Esa mañana, como les decía, estaba escuchando a los Smashing Pumpkins en el garaje (se habían cumplido 20 años del lanzamiento del disco, hacía más o menos un año). Recién me levantaba y entré el cono del parlante imantado que me regaló el vecino, una caja negra de aglomerado para colocarlo, y los cables llenos de polvo. Empecé a recordar las tardes en el fondo de mi casa, cuando cortando el pasto escuchaba cómo zapaba encima de las canciones de Zeppelin. Cómo reproducía, exactamente, todo lo que Jimmy Page hace en “Whole Lotta A Love”.

Supongo que la historia del hijo de mi vecino me viene a hablar de mi propia historia. Siempre asocié la imagen de Germán, a la de mi primo Adrián. Escuchaban la misma música y eran casi contemporáneos (a los dos les gustaba My Bloody Valentine o Elliott Smith). Los dos tomaban Clonazepam en gotas o en comprimidos biranurados (las benzodiacepinas ayudaban, tal vez, a calmar cierto ardor lógico que produce la existencia, un ardor que llega a morder el alma). Los dos fumaban marihuana, veían películas independientes y escuchaban bandas impronunciables de países ignotos, o viejas glorias de la escena internacional.

Perfectos suicidas que morían porque olvidaban que estaban vivos. Se dejaban morir porque no podían, todavía, encontrarle la vuelta a la cuestión de la vida. Perdidos en sus universos internos, inexplicables, intransferibles, pero tan comunes a tantos y tantas. Todos y todas creemos que lo que sentimos no puede ser representado, ni comunicado. Cada uno sufre, desde luego, a su manera, pero, como supo explicarme un escritor amigo, bajo épocas comunes los dolores que laceran el alma pueden ser iguales desde Birmingham a Mocabe, Ushuaia, Oruro, Chiba City, Glasgow o Leningrado.

La melancolía y la tristeza, así como la nostalgia, son sentimientos que me engañan y me acompañan desde siempre. Toda la vida los contuve en mi interior. Creí que eran el resultado de mi adolescencia. Creí que eran una creación de mi mirada del mundo. Una mirada que construí posteriormente a mi infancia. No era así. Revisándome, y revisando mi historia, descubrí algo más. Todavía recuerdo el inicio de la segunda etapa de la escuela primaria. La extrañez. Llegar tarde y encontrarme el salón ya acomodado, todos y todas en sus lugares, sentados, rectos. Revisar las caras, encontrar algunas conocidas, sólo pocas nuevas. Una docente anfitriona. Su piel, que parecía un disfraz chamuscado débilmente apoyado sobre su esqueleto. Flaca. Casi tísica. Su cara reproducía el efecto insoportable que devuelve una calavera derretida. La pareja docente se completaba con Celina, una muchacha joven, de cara redonda y rulos.

Me senté al lado de la ventana y supe que el año anterior había terminado, y con él todas las historias que se produjeron en ese lapso de tiempo. Una época había concluido definitivamente. Recuerdo el rechazo interior que me producía. Recuerdo las desesperadas ganas de volver el tiempo atrás (entendí, sin saberlo, que después de todo, el tiempo es lo único que tenemos).

El tiempo y la distancia siempre fueron una fórmula inacabada para mí. Muchas, repetidas veces insoportable. La experiencia melancólica definitiva, dice Slavoj Zizek, es la ausencia total de Deseo. Una vida congelada en el recuerdo de lo que fue y ya no será, o de aquello que pudo haber sido. Una vida donde el duelo no se transita. Donde la sombra de miles de objetos (perdidos) recae sobre el Yo con un peso insoportable. La negación firme y decidida de toda la negatividad inherente a la existencia. Donde lo único que importa es Gozar, incluso si el puro goce sólo nos conduce a la muerte, y a la nauseabunda experiencia que el mundo proyecta sobre las conciencias que lloran el ocaso del fuego de la vida.

Para la melancolía no hay presente. Es puro pasado permanente. Dolor e imposibilidad. Dolor frente al renunciamiento que implica aceptar aquello que no podemos cambiar. Nuestra época no acepta duelo alguno. La pura permanencia en el presente sólo busca evitar la certeza de la finitud, la posibilidad de proyectar futuros, y la aceptación de que no existe la pura positividad… sino que no es más que el modelo subjetivo de la negación por excelencia. Para quien no puede construir futuros, la tristeza siempre es infinita.

El tiempo es distancia, la distancia apaga el dolor que produce el paso del tiempo, pero siempre llega después… como el sentido, llega en la noche del tiempo y remonta vuelo como aquél búho de Minerva. Sólo el tiempo ayuda a reencontrarnos con las ausencias difíciles de interiorizar.

Kurt Vonnegut sobrevivió al genocidio de Dresde y pudo (al igual que Corgan) hacer algo con su dolor. Escribió una breve y maravillosa novela titulada Matadero Cinco. Allí el principal refugio del sobreviviente del genocidio (un “melalcohólico”) es la plegaria de la serenidad de Reinhold Niebuhr. Hay en esas breves líneas un mensaje para adquirir la fortaleza que se necesita para existir, a pesar de las dolorosas pérdidas que nos tocan atravesar en nuestro paso por la tierra, donde el arte nos ayuda a embellecer y tal vez calmar, al menos un poco, el dolor:

“Concédeme Señor, serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que sí puedo, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro”.