Seis estampas desde la memoria

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Seis estampas desde la memoria

30 Junio 2019


Fotos: Camila Alonso Suárez

Por Daniel Freidemberg*

 

Uno. El bandoneón, la guitarra, el contrabajo, irrumpiendo, resignificando todo, mientras la cámara avanza por calles de Buenos Aires, como metiéndolo a uno en una situación con la que tiene uno mucho que ver. Fue una revelación, un descubrimiento. Todo empezó con Tute cabrero, de Juan José Jusid, en 1968, ya desde los títulos de inicio. ¿Qué era esa música? ¿Y esa manera de hacer tango, o de hacer con el tango algo que no entraba en las posibilidades pero tenía en algún momento que entrar? No era Piazzolla, evidentemente, pero era, estaba claro, tango contemporáneo, o de vanguardia o como se lo quiera llamar, o en todo caso se percibía una franca apuesta a hacer música sin fijarse en las demandas del género “tango”, o de cualquier otro, pero con un gustito tanguero inconfundible que le viene como de las entrañas y toca al corazón. Más tal vez, incluso que Piazzolla, lo que ya es decir mucho, muchísimo, o con más aliento popular y callejero o de patio, y no por eso menos elaborada ni menos singular. Tal vez más lírico, incluso, y a la vez más canyengue. Era Juan Cedrón, me enteré después, y más tarde que a Cedrón le dicen “el Tata” y desde entonces ahí está en uno de los altares del alma.

Dos. Las grabaciones en que el Tata musicalizaba a Vallejo, a Tuñón, a Brecht, y, sobre todo, a Gelman. ¡A Gelman! Había algo un poco incómodo, no fácil de aceptar al comienzo, como si el ponerles música forzara las letras, o las letras condicionaran demasiado la música o algo así, hasta que, con solamente escucharlas un poco, uno se daba cuenta de que lo estaba disfrutando un montón y de que precisamente en eso que suena a desajuste estaba uno de los motivos. El gesto como prepotente del Tata, porteñísimo y de barrio, deseoso y apostador, que se impone como un valor más, y cómo uno lo disfruta. Eso que tiene de polenta rockera. Aunque el Tata diga que no escucha rock, si de polenta rockera hablamos, la tiene bastante más que muchos rockeros, y basta verlo plantado con su guitarra y largando esa voz cada vez más oscura y densa, más venida desde el fondo de las tripas o del de la memoria cultural argentina, lejanamente gardeliana en ciertos dejos, como apurándose, imposible de comparar con cualquier otra. ¿Rockera o blusera? Si pienso en B.B. King o en John Lee Hooker, puede ser. Pero de acá, porteña, o rioplatense. Algo que viene de Gardel y Ángel Vargas y que tiene que ver con El Sabalero, Nelly Omar, con las películas de Manuel Romero y Leonardo Favio, y que así y todo es sólo del Tata, que nunca se pareció a nadie.

Tres. Primer libro que uno publica, un libro grupal, con Guillermo Boido, Lucina Álvarez y Jorge Aulicino, entre otros por ese entonces “poetas jóvenes”, Los que siguen. Presentación en la Asociación Estímulo de Bellas Artes, 1972, y uno ahí se entera de que viene a tocar, para acompañarnos, el Cuarteto Cedrón. Primera vez que lo escucho en vivo, primera vez que lo veo al Tata. No fui capaz de decirle nada, los escuchaba nomás a esos próceres conversar, pero no de tango ni de música ni de poesía: de peronismo hablaban, entusiasmados con esa ola que venía avanzando y transformando la atmósfera de los argentinos. Ahí me enteré de que el Tata es peronista, y con el tiempo fui viendo hasta qué punto el sentir peronista está en el fondo de todo lo que hace, empezando por la ausencia absoluta de cualquier careteo y cualquier nariz alzada, la obediencia a la pasión, el gusto por la vida espesa, contradictoria y sabrosa, las ganas de compartir, la avidez de sensaciones y afectos, el estar siempre descubriendo, la intransigencia hacia cualquier forma de tilinguería o cipayismo u obediencia debida.

Cuatro. Principios del retorno a la democracia, o de la postdictadura, según cómo se lo mire. El Tata y Paco Ibáñez en Obras, por ese entonces templo máximo del rock nacional. Fue, de veras, la sensación de que lo peor había terminado, de que se podía volver a abrir los sentidos, juntarse con otros, recuperar algo de memoria, cantar. Una multitud entonando “Sur”, como si fuera el Himno Nacional, o tal vez con más ganas. Después fueron llegando algunos cassettes (eran los años del cassette), editados por Víctor Redondo en su sello Circe-Ultimo Reino, por recomendación, seguramente, de José Luis Mangieri, y uno pudo empezar a escucharlo en casa, pero durante muchos años conseguir grabaciones del Tata o su cuarteto fue imposible. Nunca entró del todo en ningún circuito, ni tanguero ni de cualquier otro tipo, siempre hizo la suya, creó su propio entorno, no movido por familiaridad mafiosa alguna sino por el afecto y las ganas de hacer y compartir. Ahora mismo, después de taitantos años de volver al país y a Buenos Aires, ir a ver y a escuchar a algún lado al Tata es entrar en un clima cedroniano, con bastante de tuñonesco, regido por leyes propias.

Cinco. “Siempre le puse música a poemas ya escritos”, me dijo. Fue una larga conversación, a mediados de los noventas, yo había ido a entrevistarlo para el quincenario en el que trabajaba, pero lo más sustancioso de la charla estuvo fuera de la grabación. Supe que empezó haciendo folklore (aquella “nueva ola del folklore” que estalló en los sesentas, en la que no había pibe o piba que no quisiera tocar la guitarra y donde Los Fronterizos atraían tantas multitudes como las que poco después convocaría El Club del Clan) y que un amigo suyo, en Mar del Plata, donde ambos vivían, le dijo “somos hombres urbanos”. El amigo era Ricardo Piglia y desde entonces el Tata se metió con el tango, como consecuencia, unos años después, empezara a buscar poetas que quisieran escribirle letras. Alguien le nombró a Juan Gelman, un muchacho que ya empezaba a destacarse, el Tata fue a verlo y Gelman le dijo que podía, si quería, darle unos poemas que tenía escritos para que les pusiera música, y ahí empezó la cosa. Después vinieron Brecht, Vallejo, García Lorca, Dylan Thomas, Madariaga, Machado, Cortázar, mucho Tuñón y hasta un poeta azteca precolombino. Nadie que le escribiera letras especialmente, pensadas para ir con música, como lo fueron las de “Malena” o “Cambalache” o “Naranjo en flor”. “Yo te voy a escribir una letra”, le dije. Escribí dos, aprovechando viejos poemas sin resolver y adaptándolos, y se las mandé a París. Tiempo después, me llama Piglia para decirme que tiene que pasarme algo que le dio el Tata para mí en París: una grabación casera con las letras cantadas con guitarra. La melodía se parecía asombrosamente a la que tuve en mente al escribirlos y a uno de los dos, “Canción del ave en sombra”, la escuché en un par de recitales y después en el disco Para que vos y yo, del 97 (la otra no tuvo esa suerte porque era demasiado larga). Una pila de años después, cuando ya estaba de vuelta, me cuenta el Tata que quiere hacer un disco con canciones en torno de un mismo tema: la llave. “Pero ni se te ocurra escribir sobre la ginebra Llave porque ese ya está”. Salió entonces “Balada del que perdió la llave”, uno de los textos que más me alegra haber escrito, aunque nunca llegó a grabarse. No recuerdo ya por qué cuestión, el disco al final no se hizo, pero a la letra, o poema, o como quiera considerársela, la puse en un par de antologías y suelo incluirla en lecturas públicas. Sé que va a gustar: tiene “algo”, y estoy seguro de que en ese “algo” debe haber incidido el hecho de que la escribí pensando en la voz y el espíritu del Tata.

Seis.  Un disco en el que musicaliza maravillosamente poemas inéditos de Homero Manzi, otro de folklore, una película nacional y popular, “La ballena va llena”, espectáculos funambulescos con títeres. Y últimamente, la recuperación de Héctor Pedro Blomberg, el “poeta de los barcos y los puertos”, maestro de Tuñón, uno de los entrañables autores que el campo literario argentino sigue resistiéndose a reconocer. Teatros, salas de barrio, algún centro cultural. Las vías y los medios para que el Tata pueda hacer lo suyo van sucediéndose y siempre, ahí, el Tata haciendo lo suyo, a su manera inconfundible, siempre hacia adelante, como abriendo camino a fuerza de ganas. Y con una parte grande del alma, a la vez, puesta en el atrás, en la poderosa historia cultural de la que insiste en hacerse cargo, para que no nos disolvamos en la nada de la inconsistencia y la cualquierización. En el atrás y en el ahora y acá. ¿En el futuro? Una de las mejores vías, en todo caso, para que podamos pensarnos como futuro.

*Poeta, ensayista, crítico y periodista