La vida sencilla, por Silvia Jacobi

  • Imagen

La vida sencilla, por Silvia Jacobi

08 Julio 2017

Por Silvia Jacobi

Ud. desea llegar a casa y desprenderse del ajustado agobio de la jornada, del calzado sucio de la consciencia con que ha sorteado (con suerte incierta) el barro de la rutina; postergar los compromisos incumplidos al menos por un día más… Quisiera desabrocharse la mirada, lavarse la pesadumbre del dolor ajeno y propio; dejar de pensar a contramano de cómo se educó que “la vida es otra cosa” y que no vale la pena “buscarle la quinta pata al gato”.

Ud. cierra la puerta y siente en ese gesto imperceptiblemente silencioso es la contenida bronca, el odio fulminante con que le pegaría un portazo a la vida cotidiana.

Porque lo cotidiano, al menos para Ud., es el disimulo de la sensibilidad. No se puede salir a la calle de otro modo si le importan aún las llagas que pueden verse en cada esquina. Llagas que no son metáfora sino la carne viva de la putrefacta indiferencia, de la herida fría, del haraposo soliloquio del excluido por la vorágine de la prisa impiadosa, del noticioso tendencioso y repetido sobre el último y repetido crimen que a nadie le importa olvidar y… hasta de su propia hambre de otra cosa.

Ud. con su ansiolítico matutino y todas sus lecturas, con sus años de terapia y sus logros siempre a medias sale a la calle deseando sólo volver a casa con ansias de la tibieza del silencio, de la ducha relajante, del whisky, del café…

No quiere más del pálido horror ni del rubor de la vergüenza impotente.

Ud. vuelve a casa deseando la ignorancia de una transparente inocencia que le permita conciliar el sueño y que “no le duela más aquél deseo/ quemadura de labios no besados”*.

Cierra la puerta y el silencio resuena estruendoso: ¡Todos sus fantasmas festejan su llegada.

*Octavio Paz, “La vida sencilla”