La polémica Vuelta de Obligado

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La polémica Vuelta de Obligado

24 Noviembre 2012

En aquella oportunidad, la Presidenta destacó la figura de Juan Manuel de Rosas y recuperó la batalla de la Vuelta de Obligado como una  "epopeya premeditadamente ocultada desde hace 165 años". En los diarios nacionales proliferaron las polémicas acerca del vínculo entre la política y la historia. Recuperamos las intervenciones de Luis Alberto Romero y Pacho O´Donnell en el diario La Nación, Sergio Wischñevsky y José Natanson en Página 12, y Gabriel Di Meglio en Tiempo Argentino


18 de Noviembre. Diario La Nación.
Transformar la derrota en victoria. Por Luis Alberto Romero

El Gobierno anuncia la gran celebración de un aniversario de la Vuelta de Obligado, la batalla en la que, el 20 de noviembre de 1845, las tropas de Rosas intentaron inútilmente bloquear el acceso de la flota británica por el río Paraná. Paralelamente, los escritores neorrevisionistas baten el parche y despiertan sentimientos e imaginarios de un nacionalismo hondamente arraigado en nuestra sociedad. A la vez, por qué no, realizan un buen negocio editorial.

Como de costumbre, anuncian la revelación de un episodio que la "historia oficial" ha mantenido oculto. En realidad, el episodio de la Vuelta de Obligado puede ser leído en casi cualquier libro que se ocupe del período. Por ejemplo, en dos autores clásicos y de ideas diferentes: José Luis Busaniche y Ernesto Palacio. Dos probos historiadores británicos, H. S. Ferns y John Lynch, han dicho todo lo que necesitamos saber acerca de las trapisondas del lobby de comerciantes e industriales de Liverpool y Manchester, que presionó permanentemente sobre la política del Foreign Office en el largo conflicto de la Cuenca del Plata. Tulio Halperin Donghi, hace 40 años, trazó un balance equilibrado del asunto, bastante favorable a Rosas: sin cuestionar los sólidos lazos que ligaban con Gran Bretaña a los hacendados y comerciantes porteños e ingleses -dice-, Rosas defendió encarnizada y a la larga eficazmente la independencia política de la región, en la época de la "política de las cañoneras", cuando nadie podía asegurar cuáles serían los límites del colonialismo europeo. Rosas puso esos límites.

Coincido con esos balances, que destacan no tanto las heroicas acciones militares en el Paraná como la tozuda y cazurra práctica diplomática de Rosas en los cuatro años siguientes. Me parece más difícil de aceptar, en cambio, que la batalla del 20 de noviembre de 1845 haya sido una gran "epopeya nacional", como se dice.

En primer lugar, fue una derrota. Honrosa y heroica, sin duda; victoria moral, como nos gusta a los argentinos; pero derrota al fin. La de los ingleses fue quizás una victoria a lo Pirro. Pero vencieron. Cortaron las cadenas, rompieron el bloqueo y llegaron con sus barcos a Corrientes, donde la sociedad local admiró los nuevos barcos de vapor y las damas alternaron y coquetearon con los oficiales británicos.

Sin embargo, sus logros fueron escasos. Los mercados de las provincias litorales eran menos atractivos que lo supuesto. Ninguno de los jefes políticos antirrosistas, en armas en las provincias litorales, quiso comprometerse con los ingleses. Los comerciantes británicos en Buenos Aires continuaron acumulando pérdidas con el bloqueo y reclamando una solución pacífica. Dicho esto, sopesemos el argumento de los neorrevisionistas: las fuerzas militares de Rosas, luego de la derrota del 20 de noviembre, practicaron una tenaz y meritoria guerrilla de retaguardia, que ocasionó pérdidas a la flota y a los buques mercantes ingleses. Un problema más. Por entonces, otros problemas en su vasto imperio informal reclamaron la atención del gobierno británico . En 1846 Aberdeen, cultor de la "política de las cañoneras", fue reemplazado en el Foreign Office por Palmerston, partidario del camino negociado. Hubo una nueva evaluación de la situación del Plata, y aunque el bloqueo se mantuvo hasta 1849, finalmente se llegó a un acuerdo muy honroso para el gobierno de la Confederación, en el que Rosas obtuvo lo que no pudo lograr en el campo de batalla. Celebremos pues el éxito pacífico de la diplomacia y no el fracaso de la guerra. La negociación y no la epopeya.

¿Fue "nacional" esta acción? También me parece dudoso. Los revisionistas y neorrevisionistas comparten una idea, de origen alemán, acerca de la existencia de una nación eterna, existente desde siempre y animada por el "alma del pueblo", el volgeist . Una idea importada, pensada para otras realidades, que nuestro nacionalismo aceptó con entusiasmo y aplicó a nuestro caso. Los historiadores profesionales sabemos que las naciones no existen desde siempre, sino que se construyen, en circunstancias determinadas. Casi siempre son impulsadas por Estados, que encuentran en el imaginario nacional su mejor legitimación.

En rigor, en 1845 el Estado nacional argentino todavía estaba en construcción; toda la Cuenca del Plata era un hervidero, y ni siquiera estaba claro qué parte de ella -¿el Uruguay o el Paraguay?- correspondería a la Argentina. Muchos conflictos estaban pendientes de resolución y era difícil saber cómo terminaría la historia, y en consecuencia, cuál de los intereses en pugna sería el "nacional". Nuestros neorrevisionistas dan por sentado que Rosas defendía el interés nacional. Quizá. Pero en la época había opiniones diferentes sobre cómo organizar el país, especialmente entre correntinos, entrerrianos y santafecinos, por no mencionar a uruguayos y paraguayos, cuya independencia Rosas cuestionaba.

En cambio es seguro que Rosas, bloqueando el Paraná e impidiendo la libre navegación de los ríos, sostuvo los intereses de Buenos Aires, una provincia que, bueno es recordarlo, hasta 1862 vaciló entre integrar el nuevo Estado o conformar un Estado autónomo. Rosas defendió con energía el monopolio portuario porteño, de cuyas rentas, no compartidas, vivía la provincia. Contra Rosas estaban quienes creían que la libre navegación de los ríos los beneficiaría. El conflicto se dirimió luego de Caseros. Mientras Rosas elegía exiliarse en Inglaterra -quizá para estudiar más de cerca a la "pérfida Albión"-, el Pacto de San Nicolás en 1852, y la Constitución Nacional en 1853, abrieron el camino a la libre navegación. Los neorrevisionistas hablan del triunfo de los intereses antinacionales. Eso los llevaría a ubicar a nuestra Constitución en el campo antinacional. A los que vemos en la Constitución el fundamento de nuestro orden institucional nos resulta imposible acompañarlos en esa posición.

Transformar una derrota en victoria. Hacer de una batalla donde primaron los intereses particulares de Buenos Aires un jalón en la construcción de la Nación. Todo eso es algo más que una opinión, poco rigurosa pero aceptable en un terreno por definición opinable, como lo es el pasado. Tal manera de ver las cosas constituye una parte central del "sentido común" nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión. En su tiempo, el revisionismo ayudó mucho a construirlo. Los escritores neorrevisionistas -confieso que me cuesta llamarlos historiadores- pulsan esa sensibilidad, la refuerzan, y adicionalmente la convierten en un buen negocio: bien publicitado, el nacionalismo patológico vende bien.

Digo nacionalismo patológico porque hay, en mi opinión, otro nacionalismo, al que prefiero llamar patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación. Pero en el sentido común de los argentinos predomina aquel otro: una suerte de "enano nacionalista" que combina la soberbia con la paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos. Gran Bretaña y Brasil siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del "enano nacionalista" ocurrió con la reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con Rosas, la subversión era "apátrida" y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su apoteosis con la Guerra de Malvinas.

Ese nacionalismo constituye un mito notablemente plástico, capaz de adaptarse a situaciones diversas. Así, nuestro actual gobierno puede hacer uso de él, resucitar muchos de sus tópicos -tarea en la que ayudan estos escritores neorrevisionistas- e incluir en su campaña general contra diversos enemigos -la lista es conocida- este revival de la Vuelta de Obligado que prenuncia una revitalización del mito en beneficio propio, tal como lo está haciendo con la causa de las Malvinas. En 1983, muchos creímos que habíamos logrado desterrar al "enano nacionalista". Hoy, yo al menos lo dudo.


Jueves 18 de Noviembre 2010. Diario La Nación.
Una epopeya largamente ocultada. Por Pacho O'Donnell

El combate de la Vuelta de Obligado es la expresión a cañonazos de un conflicto que recorre la historia argentina: el de las ambiciones de ciertas dirigencias vernáculas asociadas en beneficio propio con las potencias exteriores del momento, enfrentadas con los intereses nacionales, sobre todo de los sectores populares, que en 1845 fueron organizados y armados por su líder natural, Juan Manuel de Rosas.

Obligado es, junto con el Cruce de los Andes, una de las dos mayores epopeyas militares de nuestra patria. Una gesta victoriosa en defensa de nuestra soberanía política, económica y territorial que puso a prueba exitosamente el coraje y el patriotismo de argentinas y argentinos, lamentablemente silenciada por la historiografía liberal escrita por la oligarquía porteñista, antipopular y europeizante, vencedora de nuestras guerras civiles del siglo XIX.

Versión que continúa hoy vigente con algunos cambios epidérmicos y con denominaciones oportunistas que, por ejemplo, incorporan el término "social" para disimular su conservadurismo y continuismo. Corriente que, aprovechando los golpes militares y ante la expulsión de la historiografía peronista y marxista de nuestras universidades, se adueñó del poder que administra cátedras, subsidios, becas, empleos.

Ser revisionista no supone ser "antimitrista". Bartolomé Mitre fue un argentino excepcional que dirigió inmensos ejércitos, tradujo La Divina Comedia , llegó a presidente de la república. Y también escribió los fundamentos de nuestra historia al mismo tiempo que la protagonizaba. Tuvo la sensibilidad social de poner en superficie el heroísmo inconcebible de los caudillos altoperuanos, pero no pudo mantener esa objetividad al ocuparse de los caudillos federales tardíos, a quienes perseguía porque se habían constituido en un serio obstáculo para su proyecto de Organización Nacional. La historiografía que el revisionismo cuestiona se plasmó años después, en parte basada sobre sus escritos, pero sobre todo al calor de una "educación patriótica", cuyo objetivo fue hacer que las masas inmigrantes incorporasen "lo nacional" alimentadas por una versión rígida, simplificada y conservadora de nuestra historia. Cuando se habla de "historia oficial" se debe hablar más de Ricardo Levene que de Mitre.

Corría 1845. Las dos más grandes potencias económicas, políticas y bélicas de la época, Gran Bretaña y Francia, se unieron para atacar a la Argentina, entonces bajo el mando del gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas. El pretexto "humanitario", infaltable en toda incursión imperial, tuvo la complicidad de los unitarios emigrados en Montevideo: a los "interventores", como les gustó llamarse a los europeos, no los movía otra intención que apoyar a quienes se oponían al gobierno supuestamente tiránico de Rosas.

Es cierto que Rosas era violento; todos en esa época lo eran, también Paz, Lavalle y Urquiza. En cuanto al terror rosista, es sin duda cuestionable la creación de "la Mazorca", una organización parapolicial para perseguir y amedrentar a los opositores; pero también es cierto que en sus períodos más cruentos, octubre de 1840 y abril de 1842, no murieron más de 60 personas, lejos de las 200 ejecutadas por Urquiza en las semanas posteriores a Caseros.

Los motivos reales de la "intervención en el Río de la Plata" fueron de índole económica. Se imponía el castigo a ese gaucho insolente que desafiaba a las potencias europeas con trabas al libre comercio y medidas aduaneras que protegían los productos nacionales, y fundando un Banco Nacional que escapaba al dominio de los capitales extranjeros.

Gran Bretaña y Francia se habían unido para expandir sus mercados aprovechando el invento de los barcos de guerra a vapor, que les permitían internarse en los ríos sin depender de los vientos y así alcanzar nuestras provincias litorales, el Paraguay y el sur del Brasil. Esas intenciones eran confirmadas por los casi cien barcos mercantes que seguían a las naves de guerra.

Lo más grave para nuestra soberanía era la pretensión de independizar Corrientes, Entre Ríos y lo que es hoy Misiones formando un nuevo país, la "República de la Mesopotamia", que empequeñecería y debilitaría aún más a la Argentina, que ya había sufrido el desgarro de la Banda Oriental, con la insólita anuencia de Rivadavia, y del Alto Perú (Bolivia) ante la indiferencia de Alvear. Sería Urquiza, luego de Caseros y en acuerdo con el emperador de Portugal Juan I, quien reconocería la independencia del Paraguay, algo a lo que Rosas se negó con pertinacia.

Ingleses y franceses creyeron que la sola exhibición de sus imponentes naves, sus entrenados marineros y soldados, y su modernísimo armamento bastarían para doblegar a nuestros antepasados, como acababa de suceder con China. Pero no fue así: Rosas, que gobernaba con el apoyo de la mayoría de la población, sobre todo de los sectores populares, decidió hacerles frente. Encargó al general Lucio N. Mansilla conducir la defensa. Su estrategia fue la siguiente:

1) Era imposible vencer militarmente a los invasores por la diferencia de poderío y experiencia, lo que hacía inevitable que tuvieran éxito en su propósito de remontar el río Paraná.

2) Dado que se trataba de una operación comercial encubierta, el objetivo era provocarles daños económicos suficientes como para hacerlos desistir de la empresa y lograr así una victoria estratégica que vigorosas negociaciones diplomáticas harían luego contundente.

3) Era necesario buscar un lugar del Paraná donde fuera posible alcanzar los barcos enemigos con los escasos, anticuados y poco potentes cañones con que se contaba.

Mansilla emplazó cuatro baterías en el lugar conocido como Vuelta de Obligado, donde el río se angosta y describe una curva que dificultaba la navegación. Allí nuestros heroicos antepasados tendieron tres gruesas cadenas sostenidas sobre barcazas y así lograron que durante el tiempo que tardaron en cortarlas los enemigos sufrieran numerosas bajas en soldados y marineros y devastadores daños en sus barcos de guerra y en los mercantes. El calvario de las armadas europeas y los convoyes que las seguían continuó durante el viaje de ida y de regreso, siendo ferozmente atacadas desde las baterías de "Quebracho", del "Tonelero", de "San Lorenzo" y, otra vez, desde "Obligado". La estrategia de Rosas y Mansilla tuvo éxito y las grandes potencias se vieron obligadas a capitular aceptando las condiciones impuestas por la Argentina y cumpliendo con la cláusula que imponía a ambas armadas, al abandonar el río de la Plata, disparar 21 cañonazos de homenaje y desagravio al pabellón nacional.

Desde su destierro en Francia, San Martín, henchido de orgulloso patriotismo, escribió a su amigo Tomás Guido el 10 de mayo de 1846: "Los interventores habrán visto por este échantillon que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca". Más adelante felicitaría al Restaurador: "La batalla de Obligado es una segunda guerra de la Independencia". Y al morir le legó su sable libertador.

Insólitamente, hay argentinos que siguen empeñados en negar la importancia de Obligado y hasta objetan la victoria patriota. Aliados así otra vez con los invasores del 45, sobre todo con Francia, que, al calor de la humillación sufrida, insiste aún hoy que la guerra del Paraná le fue favorable. Aducen para ello que superaron las barreras de Obligado, remontaron el Paraná hasta su fin y regresaron. Como muestra, en el Panteón de Napoleón donde se exhiben las banderas enemigas tomadas en victorias militares, se exhibe en el puesto 32 una enseña argentina manchada en sangre recuperada de alguno de los lanchones que sostenían las cadenas.

Pero lo que demuestra su derrota es que no se cumplieron ninguno de los objetivos de la invasión de las potencias: las provincias litorales siguen siendo argentinas, el Paraná es un río interior de nuestro territorio y la Argentina no es un protectorado británico, como habían acordado los unitarios con las potencias "interventoras".

Serían otras las formas, más sutiles y eficaces, que las potencias invasoras, sobre todo Inglaterra, pondrían en juego en el futuro para restañar las heridas y para dominar hasta 1945 nuestra economía, nuestra política y nuestra cultura con la complicidad de sus "socios interiores".

21 de noviembre de 2010. Página 12.
Para qué sirvió la batalla. Por Sergio Wischñevsky *

El 20 de noviembre de 1845 una flota enviada por Inglaterra y Francia avanzaba por el río Paraná hacia el interior del continente. Eran 22 barcos de guerra y 92 buques mercantes, estos navíos poseían la tecnología más avanzada en maquinaria militar de la época, impulsados tanto a vela como con motores a vapor. Una parte de ellos estaban parcialmente blindados, y todos dotados de grandes piezas de artillería forjadas en hierro y de rápida recarga, granadas de acción retardada y cohetes Congreve que causaban efectos devastadores. Disponían de 418 cañones y 880 hombres armados. Argumentaron que su presencia era por razones humanitarias y para garantizar el libre comercio. El gobierno de Rosas se dispuso a resistir las presiones de estas dos potencias europeas y decidió dar batalla. Los criollos esperaron a la flota en Vuelta de Obligado, un recodo donde el río se angosta a 700 m de orilla a orilla en la localidad de San Nicolás en Santa Fe. La idea era perpetrar una emboscada, contaban con seis barcos mercantes y 60 cañones construidos de apuro, con más fervor que pericia, con más voluntad que posibilidades de triunfo. Tres gruesas cadenas se desplegaron a lo ancho del Paraná para cerrar el paso, sostenidas por lanchones. Evidentemente no tenían chances, la desigualdad de fuerzas y de preparación era abismal. Sin embargo, es justamente esta evidencia lo que le otorga una nobleza especial al enfrentamiento. Fue una batalla perdida, la flota logró seguir avanzando y diezmó a las fuerzas de la Confederación, pero a partir de ese momento empieza otra historia.

Los opositores a Rosas habían convencido a los ingleses de que si atacaban iban a encontrar el apoyo y simpatía de los pueblos del litoral. De hecho, Florencio Varela dejó por escrito su entusiasmo con la llegada de la flota anglo-francesa y propició la separación de Paraguay, Uruguay y la creación de una república mesopotámica con la unión de Entre Ríos y Corrientes. En ese entonces el puerto de Montevideo era manejado por un comerciante inglés que tenía la concesión hasta 1848. Evidentemente muy buenos negocios, libres de impuestos, se presentaban como perspectiva al comercio europeo si lograban quebrar la resistencia a la “libre navegación” de los ríos Paraná y Uruguay.

La flota siguió su avance y tanto desde la prensa unitaria como desde medios británicos se festejaba la llegada de una nueva era comercial.

Pero los ecos de la batalla generaron una nueva resistencia, las poblaciones adyacentes a los ríos retiraron el ganado y todo aquello que pudiera servir de vitualla. Al pasar por las costas de San Lorenzo recibieron ataques de artillería como así también en otros puntos de la travesía. Al desembarcar en Corrientes y en Paraguay descubrieron con amargura que el alto costo de hambre, enfermedades y muerte no se ajustaba a los beneficios económicos que realmente esperaban obtener. Concluyeron que era mucho más racional reconocer la soberanía de la Confederación en sendos pactos que Inglaterra, y un año más tarde Francia, firmaron.

El gran triunfo fue dar la batalla. Quienes aseguran que el verdadero logro se dio en las negociaciones diplomáticas olvidan que en esas mesas de discusión siempre están presentes y juegan un rol fundamental la evaluación de las fuerzas y las voluntades en disputa.

Con la historia está sucediendo algo muy parecido a lo que se viene discutiendo en nuestro país con el periodismo. El historiador Luis Alberto Romero ha dicho que este “revival” de la Vuelta de Obligado abreva en un nacionalismo patológico que hace emerger al enano nacionalista que la sociedad argentina tiene muy arraigado. Por ello recuerda que para los historiadores profesionales la nacionalidad es una construcción social y no una esencia.

Eric Hobsbawm observó que la idea de nación reconoce tres etapas conceptuales muy diferentes: la primera ligada a la Revolución Francesa homologa nación con pueblo y tiene un carácter profundamente inclusivo. Todo el pueblo es la nación, el enemigo era la aristocracia. La segunda concepción es la que asociamos con las corrientes de derecha. El nacionalismo en este caso es excluyente. Enfrenta a las naciones, habla de superiores e inferiores, se desliza con facilidad al fascismo. El tercer nacionalismo posible es el que enfrenta a las naciones sometidas con sus metrópolis, es lo que se ha dado en llamar antiimperialismo y resalta los valores nacionales y la soberanía como impulso a la libertad a la autodeterminación de los pueblos. Por eso reivindicar en la historia aquellos momentos en los que se enfrentó a los imperios no es despertar al enano nacionalista sino muy por el contrario recordar que si bien es cierto que la nación no es una esencia, sino que es algo que se construye, está muy claro que esa construcción está jalonada de atrevimientos como el del 1845 y de derrotas que se convierten en victorias. En los días que corren es bueno tenerlo presente.

* Historiador, UBA.

21.11.2010 / Tiempo Argentino
El combate de la Vuelta de Obligado... Por Gabriel Di Meglio

Nacional, provincial o latinoamericana? La elevación del 20 de noviembre a efeméride nacional de primer orden ha generado distintas reacciones, como alegría porque hay un feriado más o sorpresa para quienes se enteraron ahora de su existencia.  En el "progresismo" ha provocado cierto resquemor entre los que temen las consecuencias que puede tener afianzar el nacionalismo tradicional, pero ha sido bien recibida por quienes le dan a la fecha un significado antiimperialista.

Desde el punto de vista histórico, celebrar el Día de la Soberanía "Nacional" apelando a la batalla de la Vuelta de Obligado presenta dos paradojas. Por un lado, en la época la idea de pertenecer a una nación, la argentina, estaba en formación, y si algunos sectores de las clases altas compartían la noción de una identidad común, a nivel popular esto era menos claro y primaban las identidades locales. La otra cuestión es qué estaba defendiendo Rosas cuando decidió enfrentar la intromisión extranjera en el Río Paraná. Por un lado, cuidaba la dignidad de su gobierno ante la altivez de los anglofranceses, pero a la vez protegía el interés porteño en evitar la libre navegación de los ríos. Esa posición no era "nacional": al prohibir la apertura de los ríos interiores al comercio internacional, se aseguraba que todo él pasara por el puerto de Buenos Aires, que no compartía los beneficios con el resto. De hecho, unos años más tarde Entre Ríos y Corrientes se levantarían contra Rosas -a quien iban a vencer-, y la libre navegación de los ríos sería uno de sus principales reclamos.

De todos modos, la fecha tiene una gran importancia. Y la tuvo en su momento: la valiente defensa de las tropas de Mansilla fue saludada efusivamente en distintos países americanos, incluidos los EE UU (que todavía no era una potencia imperial). El gobierno de Rosas ganó mucho prestigio como defensor de América frente a la prepotencia europea. Y se fortaleció un rasgo clave de la ideología rosista: el americanismo criollista, parte de la herencia de las revoluciones de independencia en toda América, que construyeron la idea de un continente libre y republicano frente a una Europa despótica.

Dado que hoy la integración latinoamericana es una apuesta concreta y la única viabilidad de nuestros países parece estar en ella, quizá sea más atractivo pensar fechas como el 20 de noviembre en clave latinoamericana, como se hizo en aquel tiempo. Si alguna vez queremos tener una identidad común por sobre las identidades nacionales, podemos empezar a construir un pasado común.


28 de Noviembre de 2010. Diario Página 12
Las vueltas de Obligado. Por José Natanson

Al menos habrá que reconocerle al kirchnerismo su capacidad para revitalizar debates dormidos. El acto en Vuelta de Obligado por el Día de la Soberanía Nacional, donde Cristina alertó sobre la vigencia de las cadenas culturales, abrió una interesante discusión acerca de la batalla de 1845, con buenas notas de Luis Alberto Romero y Pacho O’Donnell (en La Nación) y Sergio Wischñevsky (en Página/12).

La polémica reabrió una discusión cerrada, echó algo de luz sobre un acontecimiento cuyos resultados son controversiales (¿fue o no una derrota?) y permitió volver, una vez más, sobre la figura de Rosas. Fue interesante, pero al rato se volvió un poco injusta, sobre todo cuando comenzó a deslizarse en una crítica al Gobierno, al que se acusó se forzar los hechos históricos para encajarlos con fórceps en los contornos de una realidad mucho más esquiva, es decir de poner en función de su vaga ideología nacional y popular sucesos que en realidad fueron mucho más complejos.

Sin profundizar en el tema de la batalla de Obligado, cuyo contenido me excede largamente, vale la pena señalar un primer dato básico: la función del Gobierno no es respetar con rigurosidad las reglas de la investigación historiográfica sino administrar el poder y, si puede, cambiar algunas cosas. Y esto vale para éste pero también para otros gobiernos. Por ejemplo el de Raúl Alfonsín (la elección es deliberada): buena parte del (la expresión es deliberada) relato alfonsinista descansó en La República perdida, cuya particular visión de la historia incluía una diferenciación bastante nítida entre una Eva Perón (buena) y un Juan Perón (malo), una subestimación de la figura de Frondizi y, en fin, un punto de vista tan eficaz como discutible. Pese a ello, La República perdida articuló la formación cívica de los ’80 y reubicó a la democracia, el eje de la película, en el centro del debate público.

Por eso lo interesante hoy quizás no sea tanto discutir qué pasó exactamente en Obligado sino pensar por qué el kirchnerismo apela a este tipo de símbolos; por qué los necesita, o cree que los necesita, para gestionar el día a día: mi impresión es que su utilización excesiva tiende a confundir en cuanto al tipo de gobierno que encarna.

El kirchnerismo tiene un costado nacionalista, por supuesto, pero hasta los más críticos deberían reconocer que no se trata de un nacionalismo antiguo ni destructivo. En primer lugar, no es antiimperialista: más allá de las tensiones y algunos episodios puntuales, como la valija de Antonini Wilson, el kirchnerismo siempre se ha preocupado por mantener una relación de cooperación respetuosa con Estados Unidos, no muy diferente a la que desarrolló Lula, quien también, aunque aquí no se note, protagonizó fuertes cruces con Washington (por la cuestión de las visas, su relación con Irán o sus frecuentes viajes a Cuba). Lejos del antiimperialismo de Hugo Chávez o Evo Morales, que de tanto en tanto expulsan a algún estadounidense, el kirchnerismo ha centrado sus críticas en actores internos (las corporaciones, la Iglesia, los medios) e internacionales (el FMI) antes que en Washington.

Tampoco es un nacionalismo territorialista. Como se sabe, los países de inmigración como el nuestro, como todos aquellos que no tienen una tradición centenaria o milenaria sobre la cual construir sus comunidades nacionales, desarrollan a menudo un tipo de nacionalismo que hace del territorio el eje de la afirmación colectiva: la unidad nacional como estandarte, como señala Vicente Palermo en Sal en las heridas, su estudio sobre Malvinas. Pues bien, el kirchnerismo ha desarrollado un nacionalismo que tiene poco de territorialista: no agita conflictos con los vecinos (como hacen Venezuela o Nicaragua) ni busca recuperar territorios perdidos (como Bolivia). Por motivos cuestionables (el apoyo K a la privatización de YPF en los ’90) y plausibles (la política de derechos humanos), no es un nacionalismo hidrocarburífero ni militarista. Es malvinero, sobre todo durante la gestión de Jorge Taiana, pero no beligerante.

Adicionalmente, el kirchnerismo ha apostado, en particular a partir de la Cumbre de las Américas del 2005, a la integración regional. La presencia de todos los líderes sudamericanos, salvo Alan García, en el entierro del ex presidente da cuenta de la valorización de su figura en el exterior mucho mejor que las metáforas acerca de una Argentina desenganchada del mundo que circularon en estos años. Muy a su estilo, privilegiando el diálogo personal pero poco dispuesto a la construcción de instituciones supranacionales, el kirchnerismo impulsa la integración regional siempre que no implique ceder soberanía: el conflicto por las papeleras y el nulo papel desempeñado por el Mercosur en la negociación con Uruguay así lo demuestran. Por otra parte, desde la asunción de Cristina se nota una atención especial a los foros en los que se discuten las cuestiones globales, sobre todo el G-20. Nacionalismo entonces, pero integracionista, internacionalista y mutilateralista.

¿De qué nacionalismo hablamos? El nacionalismo K descansa sobre todo en la intención de recuperar la confianza luego de lo que se considera fueron los dos momentos más bajos de la historia reciente, la dictadura y el menemismo, respecto de los cuales el kirchnerismo se ve como el gran reparador. Se conforma así un nacionalismo que pone el eje en la autoestima y que se comprueba, por ejemplo, en las frecuentes alusiones de Cristina a los cinco premios Nobel obtenidos por el país (en realidad, de los cinco deberían considerarse sobre todo tres, pues dos de ellos, el de Saavedra Lamas y el de Pérez Esquivel son resultado de los dos genocidios de nuestra historia, la Guerra del Paraguay y el Proceso, como si Argentina necesitara protagonizar masacres para luego obtener los premios).

El nacionalismo kirchnerista confunde tanto como su setentismo. Se han escrito toneladas de análisis acerca de la identificación del Gobierno con la juventud maravillosa, y es cierto que hay un cierto tono generacional y que algunos de los –la expresión es deliberada– cuadros kirchneristas fueron protagonistas de aquellos años. La apuesta a la voluntad como método de acción política también remite a los ’70. Pero mi teoría es que Kirchner fue sobre todo un creador de órdenes y un líder de gestión (un terreno de subóptimos totalmente ajeno al maximalismo revolucionario) adaptado a los nuevos tiempos. De hecho, algunas de las medidas más importantes de todo el ciclo, como la ley de medios o el casamiento igualitario, tienen poco que ver con los reclamos clásicos de la izquierda nacional y mucho más con las demandas de los movimientos contestarios globales. El hecho de que un sector creciente de la juventud se haya acercado al kirchnerismo así lo demuestra.

En una nota publicada el martes en este diario, Horacio González sostiene que las extrapolaciones del pasado deben realizarse con cuidado analítico, respeto documental e imaginación pública, “para que las leyendas nacionales no aprisionen litúrgicamente la rica heterogeneidad del presente”. “Estamos obligados –agrega González– a hacer de la historia transcurrida el alma libertaria de los poderes instituyentes que están en curso.” Asumiendo que tiene razón, vale la pena añadir un señalamiento que no es académico sino político: importa poco si la perspectiva histórica es totalmente rigurosa, pero cabe preguntarse si la forma un poco rudimentaria en la que el kirchnerismo entiende la historia no confunde más de lo que aclara, restándole eficacia política a un gobierno mucho más moderno de lo que habitualmente se piensa.