"Gris y cuarenta y dos": cuento de Santiago Haber Ahumada

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"Gris y cuarenta y dos": cuento de Santiago Haber Ahumada

27 Agosto 2017

Por Santiago Haber Ahumada

Tal vez en algún momento alguien llegue a investigar lo que pasó realmente esa noche. No había luna llena, no había mil estrellas, no había niebla terrorífica. O quizás, sí. No creo que nadie lo recuerde.

Solo había tres paños fijos a cada lado. Tres enormes vidrios a la izquierda, tres enormes vidrios a la derecha. Todos ellos tenían un polarizado distinto, evidencias de previos incidentes. Algunos eran más oscuros y marrones, otros claritos y azulados. En los del medio (a izquierda y derecha), se recortaba una pequeña ventanita rectangular. Una calcomanía verde dejaba leer “salida de emergencia”, todo en mayúsculas. Al lado de las letras blancas, un muñequito corriendo hacia la izquierda, hacia las palabras.

Ella y yo íbamos casi al final, asientos cuarenta y uno y cuarenta y dos. Los números son solo detalles, podrían haber sido dos y tres, diecisiete y dieciocho. Pero son los detalles, esas cosas insignificantes, esos cuarenta y uno y cuarenta y dos (con los dibujitos de ventanilla y pasillo), los que me permiten recrear con la exactitud de un cineasta lo que sucedió. Recordar esos numeritos brillando con su pobre luz amarillenta hace que no pueda sacarme el gusto amargo que tenía en la boca aquella noche. Gusto amargo que recuerdo, sin embargo, solo hasta el momento en que subió el que apestaba. Es como si después de su aparición, todo pasó a ser tenso y oloroso.

El que apestaba era un tipo grande, con pelo largo, escaso y canoso, todo despeinado. Tenía la ropa muy sucia, y no se sabía si el olor venía de ella o de su cuerpo. Colgada de un hombro llevaba una mochila, y plata en la mano derecha.

Todo en él era gris. La ropa, la mochila, las canas, la mugre. Ahora solo puedo recordarlo como una pintura en blanco y negro, o como una persona común y corriente a la que la vida le chupó todo el color, y lo dejó así, tirado y gris.

El olor, en cierta forma, era también gris. Era como un olor a basura, pero a basura carbonizada, a basura hecha cenizas.

El que apestaba subió decidido, mirando al chofer a los ojos. El guarda se interpuso en su camino y le preguntó hasta dónde iba. Arrancó el pasaje que escupió la maquinita. “Son ciento nueve pesos”. Pero antes de entregárselo, dejó que una última frase se deslizara fuera de su boca: “¿tenés carnet de discapacitado?”.

El que apestaba transformó en un instante su cara. El labio inferior se contrajo hacia abajo, y el superior se torció hacia arriba, dejando al descubierto una dentadura vestida de un sarro también gris. El chillido que salió de su garganta casi rompe los vidrios de distintos polarizados. Los dientes de otras cuarenta personas se cerraron y chocaron con fuerza, y varias cabezas aparecieron por sobre los asientos azules.

El forcejeo no tardó en llegar. Ahora creo que todos allí estábamos esperando que forcejearan, porque todo hombre gris que apesta es propenso a forcejear. No había visto que, al fondo, pegado al baño, un policía vigilaba en silencio toda la secuencia. Lo vi recién cuando pasó a mi lado (ella siempre elegía la ventanilla), y su pistola enfundada me apuntó a la cabeza por un momento. El pasillo era tan angosto que el arma rebotaba en los respaldos mientras el policía corría hacia el que apestaba.

Más forcejeo, esta vez entre el policía y el que apestaba, que gritaba que no podían tratarlo de discapacitado por vivir en la calle. El guarda, escondido detrás de la enorme espalda del policía, le decía que lo había hecho para que pagara más barato el pasaje.

La rabia del que apestaba disminuyó solo cuando pudo encajarle una trompada al guarda. Pagó el pasaje con muchas monedas, y se sentó en el asiento que le había tocado: el treinta y ocho, casi al frente mío, más adelante. Como estaba en el pasillo, yo podía ver con exactitud de dónde salía cada olor gris que llegaba hasta mí.

Ya en su asiento, el que apestaba levantó un poco el culo para gritarle una vez más al guarda. “Agradecé que no te maté”. El policía, todavía adelante con el chofer y el guarda, se dio vuelta para cruzarse con sus ojos, para desafiarlo, para advertirlo. Para observarlo.

El micro iba a una velocidad constante, ya había salido de la ciudad y dejado atrás las últimas paradas. No tiene importancia decir a dónde iba el micro, o de dónde venía. Tampoco de dónde veníamos nosotros, o a qué lugar queríamos ir, porque no formamos parte de la historia. O lo hacemos, pero solo como meros testigos que presencian los peores horrores frente a sus ojos y aun así no pueden dejar sus asientos, emitir algún sonido, soltar la botellita de agua, sacarse los auriculares. Somos espectadores, el público de un teatro no realista, sino real. Tan real que necesito escribirlo y contarlo para que alguien más sienta lo que sentimos, lo que sentí. O quizás lo escribo para demostrar (y convencerme) que solo fuimos testigos, que únicamente observamos, y que lo único que pudimos hacer fue observar.

Al poco tiempo de haberse subido, el que apestaba había inundado cada rincón del micro con su olor. Los demás, en silencio, lo odiábamos desde nuestros asientos. Cada tanto nos mirábamos entre nosotros y movíamos la cabeza de un lado a otro, diciéndonos “esto no puede ser” sin decirnos nada. Ella no estaba de acuerdo con nosotros, con los demás. Decía que no podíamos ser tan insensibles, tan desconsiderados con una persona que atravesaba una situación que los demás, nosotros, no la podíamos siquiera imaginar. Se mueren a los dos días, me dijo.

El policía (que había vuelto al fondo, parado contra la puerta del baño), fue hacia el frente, tratando de interpretar inútilmente las señas que le hacía el guarda. Era de noche, las luces todas apagadas, salvo dos o tres que iluminaban algún libro. De nuevo, la pistola me apuntó directo a la cara cuando el policía pasó junto a mí. Solo que esta vez, el arma chocó y se aplastó con el respaldo de mi asiento. Se escuchó un ruido raro. Fue muy bajito, creo haber sido el único en escucharlo, no lo sé. Un clic, pero seco. El cañón y yo nos miramos cara a cara, y siguió su camino. Cuando chocó y se aplastó con el respaldo del asiento de adelante, se escuchó otro ruido, mucho más fuerte, mucho más violento, mucho más iluminado. El disparo fue inobjetable. La sangre que salió de la cabeza del de adelante mío salpicó los tres polarizados distintos. Recuerdo la gente levantándose, mirando horrorizada. No escuché ningún grito, porque lo único que escuchaba era un pitido agudo, que no se iba de mis tímpanos aunque me metiera los dedos en las orejas. Logré darme cuenta que estaba aturdido por la cercana explosión, y pude ver al policía quieto como un maniquí. Se había quedado así congelado.

De pronto, sin saber cómo, tenía la pistola en mis manos. Miré hacia abajo, y el uniforme de policía se ajustaba perfecto a cada parte de mi cuerpo, como si me lo hubiese puesto siglos atrás y nunca sacado. Había nacido con ese uniforme ya pegado a mi piel.

No solo me convertí físicamente en el policía; pensaba como él o, más bien, podía saber lo que él pensaba y sentía.

Confusión y odio. Odiaba al que apestaba más que nunca, más que antes, cuando solo era un tipo sentado en el asiento cuarenta y dos, que odiaba al que apestaba pero mucho menos que ahora, que era un policía con un arma en la mano. Lo odiaba mucho más que todas las personas del micro juntas.

No podía dejar de sorprenderme por todo ese odio, y la pistola fue la que me guió hacia lo que seguramente hubiese querido hacer si no hubiese estado tan confundido. El que apestaba puso mi misma cara (mi vieja cara del cuarenta y dos) cuando el cañón lo miró a los ojos. Pero en su mirada había algo más, una especie de queja, o súplica, o puteada. O todas ellas juntas.

Además de odiarlo, otra cosa pasaba por mi cuerpo, por mi cabeza. Un desprecio injustificado, inexplicable. El que apestaba no era normal; se saltaba el orden de lo establecido, la tranquilidad, lo seguro. Representaba el desorden. Era la viva imagen de lo extraño, de lo oscuro. De la subversión. Fluía en mis venas un solo deseo, y lo deseaba con todas mis fuerzas: reprimir.

El disparo nos iluminó a todos. Ese pequeño instante nos va a quedar eternamente tatuado en la memoria. Durante esa chispa efímera, nos vimos a los ojos, vimos el gatillo llegando hasta el fondo empujado por mi dedo de policía, vimos la bala entrando en la frente del que apestaba. Vimos, también (y esto será siempre lo más difícil de digerir), la sangre brotando por todos lados. Vimos (sí, estoy seguro de que todos lo vimos) el gris de una sangre gris y espesa teñir los tapizados azules, cubrir todo lo que estuviera alrededor.

Esta es la última vez que intento escribir esto. No logro entender en qué momento todo se dio vuelta, todo se fue a la mierda. Nuevamente llego a este punto y lo único que quiero es quemar estas hojas.

No puedo superar (y creo que nunca lo voy a hacer) que la sangre gris del que apestaba no haya sido sangre: era ceniza. Una ceniza gris que nos tapó para siempre como un manto más pesado que el plomo. Un manto enorme, pesado, eterno. Y gris, hasta el último de nuestros días.

No entiendo si fui yo (el del cuarenta y dos) el que tuvo ese instinto oscuro, o fue mi extraña experiencia como policía. En realidad, lo que me interesa saber es si fui yo el que mató al que apestaba o fue el policía. No me refiero a lo legal y penal; el policía está preso y no va a salir de allí. Me refiero a mi conciencia, a lo que pensé en ese momento. Estoy seguro de haber apretado el gatillo, y estoy seguro de haber querido apretar ese gatillo. Y no fue solo una experiencia extraña, un creer haber sido policía. Pude haber pensado lo que pensaba el policía. Pero lo cierto es que yo también lo pensé, yo también justifiqué el disparo con mi odio, con mi desprecio. Yo también lo maté. ­