Exilios #10: El Gran Circo de los Hermanos Rivero

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Exilios #10: El Gran Circo de los Hermanos Rivero

23 Diciembre 2016

Por Alberto Szpunberg


Fue tan estruendoso, tan descomunal, tan atronador, que mamá sintió que se partía el cielo, según dijo, y subió corriendo a la terraza, dispuesta a lo que fuese para salvar la ropa del diluvio. Los truenos se repitieron luego, pero más bien con aires de ronquido, hasta aquietarse en un resoplido final, cadencioso y rezongón. Pero la pista más certera de lo que sucedía fue lo que oí que mi propia vieja comentaba:

– Tanto trueno, tanto trueno... y el cielo todo estrellado...

Los chicos, en cambio, que todos los sábados a la tarde nos entrenábamos con la Metro Goldwin Meier, supimos de entrada, cada cual en su sueño, que no se trataba de truenos, sino de rugidos, y nada menos que rugidos de león, esos que, en la penumbra de la sala, entre el crepitar de las palomitas y el crujir de las butacas, se vuelven estremecedores. Por eso, todos los chicos esa noche no volvimos a pegar los ojos: entre las sombras del dormitorio y con la frazada hasta los ojos, espiamos aterrorizados, según nos sinceramos después entre nosotros, la zarpa desgarradora, la melena hirsuta y los colmillos como cuchillos que, al salir, ya lo sabemos, salen cortando.

¿Llegaría Tarzán a tiempo? ¿Se descolgaría de pronto para salvar a Jane de los zarpazos de la vida? Es que no podíamos ni siquiera imaginar que el mundo, suspendido de una liana, pudiese cambiar tanto en menos de una noche. Digo el mundo, que es un decir. Me refiero al barrio.

Pero sí, en efecto, el mundo cambió. Al otro día de esa noche, todo fue diferente, hasta los comentarios de mi vieja que, al acompañarme hasta el cole y ver lo que vio, dijo gruñona pero intrigada:

– Lo que nos faltaba... ¡un circo!

La Canchita, primer territorio libre de América que conocí en mi vida, se extendía entre la manzana de casa y la del cole. En la Canchita, los únicos privilegiados, como decía entonces el general, éramos nosotros: ahí librábamos severos combates de fútbol, bolitas, autitos, figuritas, balero, yoyó, y, al atardecer – más cautivante sería decir a la hora del crepúsculo –, se entrecruzaban los primeros flechazos entre los chicos, que ya se sentían muchachos. y la chicas, que ya presumían de señoritas. Pero aquella mañana, todo eso fue desplazado por la magia de lo nunca visto, nunca visto en el mundo, es decir, en el barrio.

En efecto, esa mañana, la Canchita amaneció con un inmenso cartelón que, a la entrada de una misteriosa carpa que flotaba en el aire, los chicos, algunos con más torpeza que otros, deletreamos: "Gran Circo de los Hermanos Rivero".

Esa mañana a todos se nos cambió la vida, el mundo, el barrio. Algo nuevo había nacido en la Canchita: carromatos, payasos, trapecistas, caballos teñidos de blanco, hasta una cebra que pastaba aburrida, un perro salchicha que, con su patita, sabía señalar que uno más uno es dos, domadores, malabaristas, unos tamboriles que hacían tachín tachín, un mago que encontraba monedas detrás de nuestras orejas y, en el centro de tantos asombros, nada menos que un león, el rey de la selva, el mismo que, durante la noche, con su rugido, había hecho a mi vieja subir corriendo a la terraza.

¡Qué león ni león! – exclamó mi Tío Manolo, muerto de risa cuando le conté lo que ahora le cuento a ustedes – ¡La domadora es el asunto, nene! ¡La domadora!

Mi Tío Manolo, mi preferido por ser hombre de la noche, comunista, chistoso y mujeriego, abrió una nueva perspectiva al arribo mesiánico del Gran Circo al barrio, mejor dicho, a la vida, al mundo: me consta que todas esas noches – según las malas lenguas, aclaraba mi vieja –, mi tío, ni corto ni perezoso, se lanzó a merodear por los alrededores del Gran Circo de los Hermanos Rivero.

Pero lo que yo quería contarles es otra cosa, porque los únicos privilegiados poco y nada sabíamos entonces de los flechazos que ocurren al atardecer, sobre todo, como ya dije, a la hora del crepúsculo. Ahora sí sabemos, aunque ya es tarde. Pero no dejen que me vaya por las ramas. Lo concreto es lo que es, y la vida enseña que una cosa son los rugidos, el zarpazo, la melena hirsuta, la dentellada, y otra los truenos, aun los más desgarradores.

Pero lo interesante del caso es que, a la semana, cuando el barrio salió a la calle, el Gran Circo de los Hermanos Rivero, tal como había aparecido de golpe, de golpe desapareció: ni carpa, ni cartelón, ni despedida, ni adiós ni nada. Ni un mísero tachín tachín. La Canchita amaneció enferma de desolación.

– ¿Dónde estará el león? – fue lo primero que me pregunté – ¿Habrá vuelto a la selva?

– ¡Que león ni ocho cuartos, nene! – sonrió emocionado mi tío Manolo – ¡La domadora! ¡Dónde está la domadora!

Pero lo que yo quiero contarles es que el mismo día en que desapareció el circo, empezó a correr el rumor de que, durante la semana, exactamente en la última función, había muerto el león y lo habían enterrado ahí mismo, en la mismísima Canchita. Demás está decir que todas esas tardes que siguieron, con palas, cuchillos, hierros y maderas, todos los chicos nos largamos a excavar la Canchita. Incluso con las manos. En algún rincón debían estar los restos. Nunca nadie encontró nada, excepto la bronca de las viejas al vernos volver exhaustos, mugrientos, lastimados, embarrados – en realidad, vencidos –, y para colmo todavía no hiciste los deberes y todavía tenés que ducharte y mirá cómo tenés los zapatos y todavía no compraste el pan y llamá al Tío Manolo, que no sé por qué preguntó por vos.

– No, tío, no apareció nada... nada de nada...

– Para mí, es como vos dijiste, nene, el león debe haber vuelto a la selva... y la domadora también...

Durante el exilio, una noche de las peores de mi vida, estaba en el balcón y se lanzó una tormenta de truenos vociferantes, tonantes, multisonantes. Lo sabemos, el olor de la lluvia es siempre Buenos Aires, y más cuando uno está lejos y al otro lado del mar. Y oí los rugidos, iguales a los que llevaron a mi vieja a correr a la terraza. Era el teléfono, desde Buenos Aires. Mi Tío Manolo, hombre de la noche, comunista, chistoso y mujeriego, se había mudado de barrio...

– Debe estar con la domadora... – zigzagueó a lo lejos un rayo.

– No lo dudes, nene –, y hasta oí su risa triunfal.

Alberto Szpunberg