Crónicas de un argentino en Floripa

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Crónicas de un argentino en Floripa

26 Julio 2015

Por Santiago Gómez

El lunes nos despertamos nueve y media con Luciana. Durante el desayuno busqué en la computadora cómo llegar hasta el canal de televisión donde me dijeron que dejara un currículum. Es la primera vez que busco trabajo de periodista. Busco trabajo de cualquier cosa menos de psicólogo. Me molesta el hablar complicado de asuntos tan humanos, sumado a que entre los psicólogos es difícil hablar en serio. Entre las psicólogas, debiera decir, porque ellas son mayoría. Leen poco, entienden menos y son una máquina de buscar diagnósticos. Les es imposible ver una persona como una poesía, se quedan con el pedacito que les gusta a la mamá medicina y a la metáfora le dicen síntoma.

Antes de salir de casa Luciana se fija en un aplicativo del celular la hora a la que pasa el colectivo. La parada es en la esquina de casa. Yo prefiero salir y esperarlo mirando el canal, los barcos, el morro, o dejarlos de fondo mientras me meto dentro de un libro. En esta época, por las calles de Barra da Lagoa circulan pocos autos, en verano puedo demorar dos horas para lo que voy a hacer en veinte minutos. Aunque sea un barrio de Florianópolis, Barra no deja de ser un pueblo de pescadores.

El sábado pasado nos sumamos a la limpieza de la playa de Mozambique que organizaron unos vecinos. La playa queda a unos tres kilómetros. Llegamos en bicicleta por la avenida sobre la que está nuestra casa. Fuimos con Nacho, él nos invitó. Nacho es un amigo que me hice acá. Él me llevó a hacer las distintas caminatas por el morro, fuimos por las piedras al costado del mar y después entre las piedras. Temí no pasar. Bajo nuestros pies el mar rompía. Nacho vive del departamento de un ambiente que construyó en su terreno, yo de los ahorros de un año de consultoría en Porto Alegre y los ingresos de Luciana.

La casa de él queda del otro lado del canal. Hay que cruzar por el puente azul, que está a la altura donde desemboca el agua en el mar, y subir el morro hasta su casa. Una casa prefabricada paradisíaca en medio del verde, los monos, los sonidos de la naturaleza. Nacho para las caminatas se pone una mochila con manguera para el agua, lleva el machete y un cuchillo estilo Rambo. Nos metimos por lugares donde el camino se marca andando.

El sábado quedamos en encontrarnos en el puesto de bomberos. Cuando llegamos lo vimos sentado en la vereda, con la bicicleta apoyada en el cordón. Lo saludo y con la cabeza le digo que sigamos. "Perá que me tengo que poner las rodilleras". Se puso una en cada pierna, que le sobresalían bajo su bermuda flúor.

Veo a Nacho y veo cómo quiero terminar. Nos conocimos porque su mujer tiene una amiga en común con una amiga nuestra, Luciana disfrutó conversar con ella, quedaron en cenar y Nacho llegó con Gisela. Cuando lo vi con el Luigi Bosca y el Chandón lo quise enseguida. Después supe que el viejo se los traía y en el invierno él lo va vendiendo para tirar. Con la fumada después de cenar, me contó que él había bajado veinte kilos desde que vivía acá, que él también se había excedido. Llegué a los ciento diez, me dijo, aunque a los noventa me dejé de pesar. Yo también después de los noventa dejé de hacerlo y a los cien frené. Hoy debo estar cerca de los noventa y cinco o quizá otra vez me estoy mintiendo.

Nacho pedaleaba al frente, Luciana en el medio y yo iba siguiendo todo, pensando en que después lo iba a escribir. Nacho iba con sus auriculares blancos, apretó alguno de los botones de su reloj digital, se acomodó al volante y a los diez segundos otra vez estaba mirando el reloj. No dejó pasar un minuto y otra vez se volvió a fijar. Me preocupó la velocidad que agarrara. En nuestras caminatas de entrada me cuesta seguirlo, cuando el morro se pone muy empinado y tengo que levantar desde cuarenta centímetros mi peso con una pierna. Pero venía bien. Pedaleamos entre el bosque, el olor de los pinos, el canto de los pájaros y cada tanto el motor de un auto. Yo iba pensando en que Nacho no acelere.

Desde que vivimos acá que estoy recuperando resistencia. El exceso de peso obliga a hacer más fuerza para caminar, para subir, para saltar, y la diferencia con los demás, o peor aún, con el que fui hace diez años me hace sentir mal. La vergüenza de pasparme, los pantalones rotos en la entrepierna, y las promesas de que ya voy a bajar. Y lo peor es que bajo y después vuelvo a subir. Y bajé de a diez kilos y los volví a subir. Nacho me contó que el bajó saliendo a caminar. Al menos dos veces por semana me llama para que salgamos. Nunca le digo que no.

A los quince minutos Nacho se puso al costado de Luciana para conversar. Pensé, este se cansó y se está haciendo el boludo. Cuando salimos a caminar siempre me pregunta si voy bien cada vez que me detengo a disfrutar del paisaje. Nunca me cree y eso que aún con vergüenza le digo cuando necesito detenerme para recuperarme. En esta isla es difícil, habiendo crecido en un departamento, caminar sin detenerte a contemplar el mar desde el morro, ver el agua entre las ramas, el faro, cómo cambia el color del agua a medida que cae la tarde. Nacho para a conversar, cuando estamos cerca de llegar a la cima y siempre dice, sin que le pregunte, que se detiene para contarme algo, no porque está cansado.

Nos contó que "la movida" de limpieza era parte de un voluntariado, que por eso participaba, porque no tenía nada que ver con política, y que siempre daban bolsas y guantes de latex para la limpieza. Supuse que Luciana no le siguió la conversación por lo antipolítico del comentario. Nacho volvió al frente del pelotón y seguimos avanzando entre los árboles. Él miró otra vez su reloj. Apretó otra vez algún botón. Echó el peso de sus hombros sobre el volante y pensé, se manda, espero poder seguirle el ritmo.

Con Luciana me costaba cuando llegamos hace seis meses a vivir acá y nos compramos las bicicletas, porque pedaleando es un relojito. Hizo toda su vida deporte, en nuestras caminatas por los morros también ella siempre va adelante. Nunca la vi parar para descansar, hasta que no llegue hasta donde se propuso no para. Y a ella le iba siguiendo bien el ritmo. Me propuse coordinar la velocidad con ella y pedalear a su ritmo. Casi la choco. A su ritmo con más fuerza adquiero más velocidad que ella. Claro, me dije mientras lo iba pensando, es lógico. Me dije que sería bueno que recordara lo aprendido en física, que buscara en internet algún libro, pero no volví a hacerlo, opté por quedarme con mi razonamiento.

Habré estado medio kilómetro siguiendo bien cerca de Luciana y decidí acelerar. Pasarla, pasar a Nacho y arriesgarme a que me humillara hasta que me rindiera en mi intento de alcanzarlo. Apa, Ferrari, dijo cuando me tuvo a su lado. ¿Hacemos carrerita? No le contesté, dejé que si se animaba lo intente. Aceleré, el aire me daba cada vez más rápido en la cara, los pinos me refrescaban los pulmones y sentí el placer de hacer ejercicio físico, de sentir la fuerza viva de mi cuerpo que hacía tanto no sentía. Esa fuerza ahogada a excesos. Seguí. No iba a ser un pique corto, no iba a frenar aunque las piernas me tiren. Seguí Agustín, me dije, escribiendo aprendiste que cuando pasa el dolor se pone lindo. Seguí. Solté el manubrio, hinché el pecho, asegurándome que no viniera un auto, cerré los ojos y me entregué por un instante al pedaleo sin manos, al sentir pleno de mi cuerpo al aire y la fuerza marcarlo, sin visión alguna que me preocupe.

No quise darme vuelta para ver dónde estaban, por temor a tenerlos cerca y que me dijeran agrandado. Volví al ritmo anterior, esperé un minuto a escuchar algún comentario. Nada. Me di vuelta, no vi a ninguno, y me preocupé por Luciana. Hubieras escuchado, me contesté. Y la vi salir de atrás de la curva, ja, pensé, ella también lo dejó atrás. Es en la próxima salida, gritó Ignacio, y me metí por un camino de tierra que, cuatro cuadras adelante, desembocaría en la playa.

El camino lo conocía, por ahí salí a tomar el colectivo después de hacer los ocho kilómetros de punta a punta de la playa. Fueron dos horas y media, que comencé intentando caminar tan solo una, para no esforzarme demasiado y después desmotivarme con los dolores. El dolor en las rodillas desde que uso plantillas desapareció, pero el que apareció en la playa fue el de la cadera, por la pisada torcida sobre la arena, a causa de que mis pies marcan las diez y diez y tengo los arcos vencidos. El fémur hace juego y el dolor en la cintura es insoportable.

A la hora de caminata me dije, yo sigo, ahora quiero llegar hasta la punta. La playa dibuja una C, por lo que desde la mitad de la C la punta parece que está cerca, pero uno se pierde lo que se tiene que abrir para alcanzarla. Y alcanzarla era tocar precisamente la piedra en la que comienza el morro, para que cuando contara que caminé toda la playa y alguien me preguntara si llegué hasta la punta, como yo hubiese preguntado, poder decirle que sí. El que me lo preguntó fue Nacho. Yo nunca llegué, me confesó, y mirá que hace seis años que vivo acá. Vago, pensé.

Por el camino que entramos hasta la playa, fue por el que salí con el dolor apretándome el pecho. A cinco kilómetros de la punta de la piedra supe después que quedaba, y era el único camino por el que salir a la ruta, más adelante entre el mar y el asfalto era todo bosque. Pensé en hacer dedo a alguno de los autos que salía para que me alcanzase, pero me lo impidió el orgullo. Está gordo, jodete, me dije.

Gente agrupada no había cuando llegamos. Nacho dijo que todavía no había suficientes personas para empezar con la actividad y yo aproveché para meterme al mar, a pesar del viento y el frío del agua. El sol lo hacía posible. No me hagás meterme para sacarte, dijo Nacho. Luciana se rio con sarcasmo. Si hay lugar en el que no tengo problema alguno para hacer ejercicio es en el agua. No puedo correr cinco minutos seguidos, pero puedo nadar contra corriente una hora y media o hacer tres mil metros en una pileta, a la tercera vez que vuelvo a nadar, después de dos años sin hacerlo.

Lo del nadar contra corriente lo descubrí en mayo cuando empezó el frío. Dejé las ojotas debajo del muelle de Rivaldo, nuestro amigo que vende cangrejos a la vuelta de casa. Calenté un poco los brazos, haciendo círculos para que la diferencia de temperatura no me encontrara frío. Puse la cuenta regresiva en el reloj, para que a la media hora me sonara y pegara la vuelta. Salí contra corriente, tuve que ir a un ritmo intenso, por el frío del agua necesitaba calentar mi cuerpo. A la mitad del viaje el sentido del agua cambió y yo no me di cuenta. Tardé una hora para hacer lo que había hecho de ida en media. Solo caminar puedo hacer sin parar por más de una hora, o nadar, nunca pude coordinar la respiración con ningún otro ejercicio. El agua me calma, me equilibra y consigo encontrar respirar al ritmo que la actividad exige. Más seguro que en el agua no me siento en ningún lado.

Salí del agua cuando vi personas que se agrupaban alrededor de un container para basura que trajeron para la ocasión. Me sequé con la toalla que Nacho tenía en su mochila.

- Quero agradecer vocês a sua colaboração, comenzó un joven negro - cagamos, pensé, empieza el brasilero con el discurso políticamente correcto, pero no. Se disculpó por la demora de cuarenta minutos- Desculpem, mas vocês sabem como é difícil cumprir horário um sábado depois do almoço.

Nos dieron una bolsa y un guante y nos dijeron que nos dividiéramos para cada lado de la playa y el bosque. Algunos se metieron entre los árboles, donde muchas personas aprovechan la soledad para dejar basura, animales muertos, plásticos de todos los tamaños, yo elegí ir por la playa, era sábado y quería disfrutar con Luciana. Nacho encaró por la parte de arriba de la duna, Luciana por el medio y yo fui por la playa. Nadie me dijo qué tenía que hacer, pero sabía que la consigna era levantar plástico.

Pero vi el esqueleto de un pájaro muerto, pensé que los animales muertos de la playa se levantan, aunque sean biodegradables, y metí los restos del pájaro en la bolsa, sin darme cuenta de lo que guardaba. Unos metros más adelante veo el cuerpo de otro pingüino y me corrió un escalofrío. Desde mayo que comienzan a verse pingüinos patagónicos en Florianópolis, en junio estuve nadando con uno al lado. Supe que llegan porque se pierden y mueren acá. Un pingüino solo se muere, me dijeron, por la desorientación. El segundo no lo levanté, suficiente con cargar un pingüino encima, me dije. El olor de los restos reaparecía cuando abría la bolsa durante el trayecto.
Poca basura por la playa, los brasileros tienen una gran conciencia ecológica, heredada del respeto por la naturaleza y la armonía que trajeron los africanos.

Volvamos, dijo Nacho. Luciana había quedado muy atrás, cuando apareció vi que su bolsa estaba muy cargada. Es que por el medio encontrás todo lo que dejaron los de los fogones, dijo Nacho. Y por qué no avisaste, le pregunté. Se rio. Dividámonos en tres caminos para levantar más, propuso, yo elegí volver caminando con Luciana, que no aceptó darme su bolsa, no se mostró interesada en cargar con la mía, aunque fuera más liviana, y volvimos a nuestro punto de partida, conversando sobre los trabajos que tiene que entregar para la maestría.

En el container no, dijo Nacho, dejala en la pila de la playa que falta la foto. Vi un juntadero de basura sobre la arena, bolsas, un cochecito de bebé, una jaula para transportar perro y una cámara de televisión, al camarógrafo y un hombre con un micrófono. Aprovechá, me dije.

Me acerqué, le dije que era periodista, argentino, que estaba buscando trabajo y si podía decirme dónde dejar un curriculum o con quién tenía que hablar. Anota, me dijo, hablá con Fabiana, es la jefa de redacción, decile que te di yo el teléfono. Me dio su nombre. Anoté sus datos en el teléfono.

El lunes la llamé, me dijeron que estaba en una reunión con los editores. Dos horas después volví a llamar.

-Sí, soy yo.

- Hola Fabiana, que tal, mi nombre es Agustín, soy periodista, argentino, me pasó tu teléfono Favio, porque estoy buscando trabajo.

- ¿Qué hacés?

- Escribo sobre política, el año pasado entrevisté a Lula, al gobernador de Río de Janeiro, pero como soy escritor también puedo escribir de cultura. Yo hago todo lo que tus periodistas no quieran hacer.

Se rio, por dentro festejé. Había planeado qué iba a decir, lo probé con Luciana que también se rio cuando se lo conté. Anotá mi mail, dijo. Escribime, que te contesto y marcamos un encuentro. Pasaron cuatro días, ni respuestas. Fui hasta el canal de televisión que es del mismo dueño del diario, pensé en mejor no mandarle lo que tengo escrito en español, porque no me contratan, y volver a empezar como empecé en Argentina, a escribir y mandar hasta que alguno le guste lo que hago.