Dossier COVID-19: Amor, miedo, goce y pandemia

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Dossier COVID-19: Amor, miedo, goce y pandemia

25 Mayo 2020

Por Liliana Urruti

Foto por: Paula Conti

 

“…en ese modelo del goce, la regla del placer tiene la misma función que la ley del deseo. La noción del goce como trasgresión, traspone la relación del deseo a lo prohibido.

Y bien, el goce no funciona así: el goce no obedece a la lógica del deseo; la ley es inoperante en relación con el goce.

Podemos repartir el deseo prohibido, anulado, inhibido, y el deseo que se cumple, que se realiza, pero en lo que respecta al goce, está de los dos lados.”

Jacques-Alain Miller: Cosas de finura en psicoanálisis XIX

 

Mi hijo cumple  con todas las rutinas del protocolo. Sin embargo, cuando me pongo estricta (obsesiva) se le turgen las palabras, se pone ácido y sobrador y me pregunta “tanto miedo le tenés a la muerte”, como si él supiera de que se trata y yo no. Y yo le contesto que no, no le tengo miedo. Si  ni siquiera sé cómo vivir mucho menos cómo sería morir.  Y que estoy más cerca de ir amigándome con ella -como decía China Zorrilla, la inolvidable-, de sentir curiosidad. De aceptar que existe que de rechazarla. Que la única diferencia entre los que se fueron y yo, es que permanezco en latencia. En espera. Soy como el reloj de pie, del comedor de la casa de mi abuelo, que marcaba las horas con campanadas, mientras tanto iba de derecha a izquierda segundo a segundos sin hacer ruido. Yo a su edad ni siquiera pensaba en la existencia de la muerte. Y eso que perdí a mis padres muy temprano. A mis abuelos, y a cinco de mis amigas más queridas. Cinco  hasta llegar a hace poco cuando se fue un gran amor. Justo el día que nos íbamos a encontrar después de mucho (extendiendo la “u”) tiempo. Me quede sin volver a ver su sonrisa y sus ojos claros, y él sin conocer la pandemia. A eso le tengo miedo. A seguir perdiendo.

El domingo leía a Gisel Pires dos Barros en su nota – relato “Hay alguien por ahí. Los chicos y la pandemia”. Los chicos hablan de la pandemia, hablan sin vueltas y en lenguaje sencillo. Nosotros  espiamos  al COVID-19, todavía, por el ojo de la cerradura. Vemos su influencia y la manera en que se coló por todas las aristas de nuestra vida cotidiana. En la comida, comemos más harinas, amasamos pan, cocinamos sin parar. En lo que bebemos, bebemos más alcohol o no nada de alcohol. En lo que fumamos, fumamos más, dejamos el cigarrillo  o fumamos marihuana. En la ropa, o andamos todo el día en pijamas o en joggineta, despeinados, tratando de hacer algo de ejercicio, los que lo hacíamos antes, e intentando empezar. Todo para escondernos del virus. Para no hablar de él, ni de las posibilidades que nos ofrece.

El virus se coló por todos los rincones físicos, las esquinas psíquicas, los recovecos espirituales, aunque no estemos enfermos, al menos de este virus. También se nos coló entre los ojos en modo llanto. En el centro del pecho, en forma de pelota angustiosa. En el cerebro. Porque ya nada volverá a ser igual. Ni siquiera ciertas convenciones admitidas, aceptadas antes de él.

La posible llegada de alguien a nuestra casa es una amenaza. Incluso a la mía que siempre fue lugar de todas las reuniones adolescentes de mis hijos. Nido  de quien necesitara techo ocasional o permanente para descansar sus huesos. Hoy es una muralla infranqueable. Y no se necesita poner en términos cuantificables el amor o no hacia la persona que llega.

El barbijo se ha transformado en parte de nuestra cara, y quien sabe por cuánto tiempo más. Esta costumbre extraña, vilipendiada y criticada cuando en las marchas algunos caminaban con la cara oculta, solo para que no lo lastimaran los gases, enemigos de lo popular.

*

Nos está unificando el miedo. Miro las ventanas, en el edificio de enfrente y no están cerradas por el frío. Entonces pienso si él o la que vive ahí, también mirará mis ventanas con las mismas preguntas. Y me digo, que tanto a los que viven allí como o mí nos acucia el mismo mal. Me pregunto qué será de la vecina de al lado, de los encargados de mi edificio. Hace más de sesenta  días que no sé nada de ellos. Entonces me pregunto si mi incertidumbre será la de ellos. Y también pienso en el vecino/a de abajo y el del edificio del otro costado. Alzar la mirada es mirar a las eternas moles  lejanas más lejanas, más rígidas, más solas.

El miedo, a veces es un gran aliado. Esta vez también.  Si no fuera porque se nos mezcla con la sangre y por entre las venas. Nos susurra al oído qué hacer, qué decir, qué pensar. Nos reta a duelo permanentemente.

Los miedos y los medios. Pienso con excesivos signos de admiración y me digo: cómo nos colonizaron, y sin escatimar  espejitos de colores. ¿Y nunca se irán? Son como la masa esa de edificios que desde mi venta intuyo llenos de gente quieta, paralizada. Son medios para el miedo en sí mismos. El miedo a los medios y al virus es como un gran premio que se corre todos los días arriba de un caballo desbocado. Los virus medios son tan peligrosos, irrumpen con las más funestas amenazas. Sin retacear violencia, agresividad, impunidad, mentira, pero lo hacen de soslayo, apenas perceptible. Reptan hasta nosotros. Y ahí están, bombardeando. Generando miedo, el miedo propio, de poder algún día perder el poder de generar miedo;  y para el ajeno. A esa acción premeditada, diagramada, estudiada, perfeccionada se le llama infodemia. Y así estamos con la “demia”, omnipresente.

El miedo, las preguntas insatisfechas, el bombardeo de mensajes contrapuestos entre los militantes de la muerte y los de la vida, la falta de goce, la grieta, la realidad, satura. Y sí, estamos saturados, caóticos, obligados al encierro. Rezando un rosario ateo mientras  reclama el hombre, reclama la mujer, reclama el joven, reclama el viejo, reclama el niño. Y todos a papá Alberto que solo es un presidente. Se reclama sin poder pasar a la acción. A aprovechar este espacio, este tiempo. Pisamos el hormiguero y es inevitable que estallen los reclamos. La necesidad florece junto a los pedidos, malezas que deberán ser arranadas ya. Ni mañana ni pasado, ya. “Porque no podemos continuar así”. ¿Qué pasó con esos reclamos antes? Hace un año, dos, tres. El miedo también envalentona, empodera.

¿Pensamos alguna vez que el método para unificarnos sería el miedo? De mala manera, es cierto. Nos puso a todos de un mismo lado de la grieta. Lo sienten los chicos, los mayores, y aunque lo escondan para no dar el brazo a torcer, también los adolescentes, y no tanto por ellos que se ven excluidos del mercado de la muerte, sino por sus padres, por sus abuelos. La señora guadaña vive entre nosotros. La muerte vive.  Siempre fue popular pero nunca tan exitosa. La peste tiene un protagonismo inexorable. Hablar antes de enfermedad en una reunión era de mala onda. Era cosa de viejos,  opacar el momento. Ahora es tema obligado. La enfermedad, lo que nos falta, lo que nos tienen que dar, lo que debemos pedir.

Hay preguntas en común de otra índole ¿Me contagiare? ¿Moriré sola, si me muero? ¿Se morirá mamá, y mi papá, y mis abuelos,  se morirán mis amigos? ¿Será o no será cierto que los gatos pueden contagiarse? ¿Si tomamos limón con agua tibia servirá para no contagiarnos?

Son preguntas secretas, comunes a todos pero secretas. Habitan en el mundo de las ideas (aquél de Platón). No las decimos en voz alta. Eso nos permitiría reconocerlas. Se harían tan visibles, cobrarían tanto cuerpo que hasta podríamos tocarlas como a algo externo a nosotros.

Hay que escuchar a los que saben, a los que intuyen a lo que piensan alternativas para atravesar la realidad. Daniel Paz, está escribiendo, y dibujando, un Diario de la Cuarentena. El día 21 relata cómo su gata le pide caricias hasta que él o ella dan por finalizada la sesión hasta el próximo encuentro. Y termina diciendo “todos los seres humanos necesitan una dosis de caricias”, de contacto físico cálido y amoroso. Daniel Paz y yo pensamos en los cientos, los miles, los millones de personas en el mundo que están pasando solos la cuarentena. Y no saben (sabemos) cómo empezó, cómo llegaron a esto, y mucho menos cómo terminará.

*

Asimilar la falta a lo que debemos soportar (¿soportamos o estamos conteniendo y conteniendo hasta que el día que explotemos?) en estos tiempos de pandemia, es un tema y un problema (trayendo a cuento a Ortega y Gasset) de difícil solución. Más aún si tenemos en cuenta que la sensación es que esto no pasará nunca, aunque racionalmente sepamos que sí. No hay nada que sea permanente. Hoy el encierro se mide por lo que falta, lo que nos falta. Nos faltan los hijos, nos faltan los padres, nos faltan los  amigos, y las reuniones y el mate y el cafecito, y el vinito compartido, y la cena romántica, y el sexo, y el trabajo y nadar y correr y estudiar y trabajar (por segunda vez), porque si pudiéramos haríamos todo lo que extrañamos de manera doble, triple. Hoy por hoy es más lo que nos falta que lo que tenemos. ¿Es así? A veces el balance nos desamina, de puro negativo que somos. Y un día vamos a explotar. Pero no como la derecha exponiendo al otro. Sin considerar que esa desobediencia civil, no es más que un pataleo infantil y cobarde, anticonstitucional, armado como sistemáticamente se arma la agenda de todos los días. Un llamado a la desobediencia, me río en medio del drama.  No, no es no es revelarse contra el sistema,  convocar a marchar es un acto criminal en un siete de mayo en plena pandemia. Y que sea contra el comunismo, una antigüedad. No debería llamarnos la atención la irracionalidad. Siempre la derecha hizo estragos. Siempre la derecha mató. Esta será una vez más, si no se toman medidas a tiempo. ¿Cuántas veces hay que decir #quedate en casa. Es momento de interrumpir una cuarentena que ha sido destacada por la OMS (Organización mundial de la Salud) y el mundo. Quiénes son. Qué pasa con la institucionalidad que masticaban tragaban y regurgitaban de puro comilones. ¿Fueron los que llamaron a la confusión a los jubilados con el apoyo de los bancos? ¿Te acordás cuando algunos se presentaron de madrugada a esperar la apertura como si en cobrar la jubilación se les fuera la vida y no en el contagio de una enfermedad que amenaza con mayor agresividad a los adultos mayores? Y acusaron a Alberto Fernández como lo acusarán ahora. Lo acusaran siempre poniendo al pueblo en la primera fila de la batalla, total los muertos los ponemos nosotros. Como lo hicimos siempre. El gobierno debería tomar medidas antes de que sea tarde.

Muchos también pensamos que es por un bien mayor. Que si no cumplimos con aislamiento preventivo por un tiempo, puede ocurrir lo que en Estados Unidos, Brasil, España, Italia. Y nosotros, nuestro país tiene menos recursos disponibles, para afrontar las consecuencias.

Daniel Santoro (el bueno, el artista, el poeta porque habla y piensa como uno) habla del goce y qué bien lo dice. Alude a Lacan y a cómo se siente un mellizo mirando a su hermano tomar la teta de su madre. Lo miraba con cierta envidia. La actitud es igual en ambos. Aunque el primero mirara al segundo satisfecho ya de su dosis de leche. Lo que se envidia es el goce.

El goce es lo que el peronismo busca y es de lo que los otros carecen. No tienen ni la intención de  la búsqueda ni el goce. Santoro trae a Jorge Aleman (el psicoanalista) para reforzar el concepto, para que asienta y agregue. Y Aleman también alude a Lacan.

Cuando la derecha reclama no lo hace para gozar sino por envidia del goce ajeno. El ajeno es el peronista. El que goza del choripán, de la marcha, del habitar la calle, porque la calle es lo natural en el peronismo. Hasta en eso el virus nos prepotea quedándose con las calles, y nosotros ni mu. En las últimas concentraciones se lo vio claramente. Mientras el peronismo gozaba y corría a hacer el amor con Cristina y Alberto, la derecha iba a pedir por la muerte de la yegua, de la chorra del PBI. No iban por amor, iban a la caza. A manifestar su neurosis del anti goce.

Jamás el peronismo convocaría a un hermano a la muerte.

Y entre el goce y la desazón, la desesperanza ancla en los reclamos. Es en ese punto de unión de los reclamos por la falta de goce y la desazón por el futuro incierto, y nos confunde, y entonces  mete la cola el oportunismo, y con él la derecha, quién si no. De todos los sectores, de todos los ángulos, sin discriminar tiempos ni espacio, y desconociendo el corto, mediano y largo plazo de las cuestiones y las cosas. Queda la realidad de la pandemia atrapada en el desconcierto. Se la invalida o se la sumerge, y como todo lo que se sumerge no se ve, el concepto de vida como lo más importante a defender queda diluido. La economía será parte también, si todos estamos sanos y vivos.  Pero el “sanos y vivos” parece no impacta con tanta crudeza. Entonces seguimos acumulando. Y es atendible que haya sectores que si no trabajan no subsisten pero el dilema es tan propio y tan egoísta que no involucra a la salud de todos, la salud universal, solidaria. ¿Se puede que todos retomemos las actividades como antes de la pandemia? ¿No será que queremos volver, además a un antes que ya no existe? Queremos volver a las calles, ¿observaremos todos los cuidados? ¿Estaremos tan atentos como para no descuidar ningún detalle? Y si comenzáramos a morir como en Estados Unidos, por ejemplo. Tal es la propuesta de la derecha.

Reclamar es legítimo. Y la desmesura de los reclamos es difícil de aceptar. La desmesura no es legítima. Da la sensación que los reclamos están saturados de pandemia. Vamos a reclamar que se acaba el mundo. Como si tanta identidad que la pandemia tiene en sí misma nos autorizara a todo. “Si total podemos morir por que no vamos a decir todo lo que se nos da la gana. No podemos “hacer”, lo único que nos queda es decir, explotar, “verborragear”.

Hay una tensión latente entre el que demanda y el demando, eso ya lo sabemos, pero muchas veces se nos presenta como irreal porque la disputa se sostiene de un solo lado de la cuerda. Una demanda que debería ser un espacio de reflexión se lanza como un vómito incontenible, y cada día se siente como el último. Y cada día la demanda laboral, por intensa, es incumplible y acumula y mañana se volverá a acumular  con la del día anterior. Demandar parece ser la consigna.

Y si el miedo se cuela en nosotros imagino en las villas. En la 31, en la 11.14, en el Barrio Ejército de los Andes, sin agua, con frío o con agua en cada agujero,  cada pozo y con dengue. Cómo se sentirá el miedo allí. Sin poder trabajar ni comer. Sin poder explotar. Adentro, cuando el adentro a veces suele ser más peligroso que el afuera. ¿Y los chicos? ¿Tendrán frío? ¿Cómo estudiarán? ¿Estudiarán? ¿Cómo será el miedo en ellos? ¿Tendrán la carita sucia? ¿Quién los cuidará si su mamá o su papá enferman? ¿Cuántas veces se lavarán las manos durante  el día, sin agua?

Como se ordena este caos, mental, real, del todo, del otro, de todos. Las consecuencias de la pandemia en otros colectivos suele ser más intensa, grave. Se mezcla lo político y la salud en un momento que son agua y aceite. Entonces en medio de todas las veces que surge el temor a tener fiebre o ante el más mínimo dolor de cuerpo, o de garganta, unos desmadrados azuzan al gobierno por izquierda y pegan por derecha.

Todo parece un tango

Y no sé por qué me vino a la cabeza balada para un loco, de Piazzola. Será porque apuesta a que un acróbata demente se anima a saltar al escote de la mujer hasta sentir que enloqueció su corazón de libertad, “ya vas a ver”.

Así es como todo debería continuar. Después de tanto miedo con un loco amor.